jueves, 15 de julio de 2021

KATYN- POLONIA - MASACRE

 INFORME ESPECIAL

KATYN: ANATOMIA DE UNA MASACRE

Por RUDOLF CHELMINSKI

SELLECCIONES DEL READER'S DIGEST       Mayo de 1990

Esta primavera hace 50 años que 15,570 oficiales y soldados del Ejér­cito polaco, que estaban con finados en campos de concentración sovié­ticos se esfumaron sin dejar el me­nor rastro, El Gobierno polaco en el exilio, en Lodres junto con las angustiadas familias de los desaparecidos, emprendió su búsqueda durante tres años, Todos estos esfuer­zos resultaron vanos, hasta el año de 1943, en que el Ejército invasor alemán anunció el descubrimiento de fosas comunes cerca de la ciudad rusa de Katyn. Así se inició la difusión de uno de los más abominables episodios de la Segunda Guerra mundial, una tragedia         que sigue enviando ondas de choque politi­ces por Europa Oriental y la Unión Soviética.

El redactor viajero del Reader's, Digest Rudolph Chelminski se interesó en la masacre de Kayvn desde su niñez, cuando le habló de ella su padre, de origen polaco. Para relatar la carnicería de Katyn, el articulista hizo numerosas entrevistas y recurrió a fuentes de información en Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Polonia y la URSS. He aquí lo que descubrió.

PRINCIPIOS de febrero de 1943, un campesino ruso llamado Iván Krivozertsev en­tró a la oficina del teniente Ludwig Voss, de las fuerzas de ocupación alemanas, en la aldea de Gniezdo­vo, 370 kilómetros al sudoeste de Moscú. Iván tenía una noticia sensa­cional: había muchos cadáveres, mi­les de ellos, enterrados cerca de allí; eran restos de prisioneros de guerra polacos que las autoridades soviéti­cas habían mandado asesinar.

Voss ordenó a Krivozertsev y a otros dos aldeanos que subieran, provistos de picos y palas, a una carreta tirada por caballos, y los llevó a la parte del bosque de Katyn llamada Kozy Gory (Colina de la Cabra). En esa región era de sobra sabido que Krivozertsev, de 27 años, odiaba a los soviéticos por­que habían nacionalizado la granja de su familia, además de haber en­carcelado primero, y luego ejecuta­do, a su padre.

Pronto el Ejército alemán envió por teletipo a Berlín un mensaje ur­gente: se habían descubierto unas fosas comunes. En unas zanjas había montones de cadáveres de militares polacos, en uniformes de invierno y con altas botas de cuero. A casi to­dos les habían disparado a la cabeza.

Los alemanes dejaron al descubierto ese sitio de marzo a junio; pusieron etiquetas a los cuerpos en descomposición y los registraron en busca de documentos que los identificaran. También exhumaron 22 diarios, unas 3300 cartas, pe­riódicos, documentos de identifica­ción, Biblias y pequeñas sumas de rubios rusos y zlotys polacos.

Ante todos los espectadores que pudieron reunir, los alemanes efec­tuaron autopsias de esos cadáveres. Según su informe oficial, a casi to­dos les dispararon por la nuca. Ge­neralmente, sólo se les dio un tiro; la bala perforó el hueso occipital, cerca de la región inferior del crá­neo, y salió por la frente, cerca de la línea del pelo.

LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL había empezado en septiembre de 1939, cuando las fuerzas armadas de Hitler irrumpieron en Polonia desde occidente y 17 días después, los soviéticos la invadieron desde el este. A fines de ese mes Polonia estaba vencida; sus ciudades, en ruinas, y su territorio quedó repar­tido entre la URSS y el Tercer Reich. Los soviéticos habían hecho 250,000 prisioneros de guerra polacos. En­viaron casi inmediatamente a los oficiales y a los especialistas a tres campos de prisioneros: Kozielsk, OstasLkov y Starobielsk, dirigidos por la NKVD, antecesora de la ac­tual KGB. Algunos soldados rasos fueron ejecutados, pero la mayoría sólo fueron confinados en campos de trabajos forzados, en zonas remo­tas del interior de la URSS.

Pero los hombres confinados en los tres campos planteaban un pro­blema especial. Eran de la "clase alta", la categoría social que más odiaban los marxistas. La mayoría no eran militares profesionales, si­no reservistas: médicos, abogados, jueces, maestros universitarios, cien­tíficos y clérigos; eran los líderes y los pensadores de la nación polaca.

Durante todo el largo invierno de 1939 a 1940, los prisioneros sopor­taron el frío y la inanición en barra­cas sucias e infestadas de piojos. Los interrogaban a uno por uno agentes de la NKVD que no se can­saban de indagar acerca de sus an­tecedentes, sus inclinaciones per­sonales y sus convicciones políticas. Los interrogadores se guiaban del todo por los dogmas del marxismo. Para tales fanáticos, la guerra era Una lucha, no entre naciones, sino de clases. Y los enemigos de clase eran, por definición, enemigos de la Unión Soviética.

De los 15,570 hombres encerra­dos en los tres campos, sólo 448 no fueron ejecutados; quizá la NKVD decidió que serían útiles en la lucha por un mundo nuevo bajo la guía del dictador José Stalin. El resto se consideró irredimible.

A principios de abril de 1940, seguramente por órdenes de Moscú, la NKVD empezó a dejar vacíos los campos de trabajos forzados. En grupos de 50 a 400, los "enemigos del pueblo" fueron llevados a esta­ciones ferroviarias y puestos en trenes-prisiones, con destino des­conocido. "Todos ustedes volverán a estar juntos pronto", les asegu­raron, mientras trasponían las puer­tas. Por una vez, la NKVD decía la verdad.

No es fácil hacer desaparecer a 15,000 militares como por arte de magia. No es posible matarlos to­dos al mismo tiempo. Disparar ame­tralladoras contra un gentío es poco práctico y poco limpio; se dejan de­masiadas oportunidades de que al­gunos sobrevivan o escapen.

Es mejor matarlos uno por uno, pero esto exige preparación y aten­ción al detalle. Los condenados no deben sospechar cuál será su suerte, o intentarán rebelarse. Ya están de­bilitados y enfermos por las magras raciones alimenticias de los campos de concentración, pero se les debi­lita más al no darles casi nada de comer durante el viaje de dos días en tren, y se les intimida con trato más brutal que de ordinario. Por último, se les saca del tren para lle­varlos al lugar de ejecución en pe­queños grupos: de 30 a 40 a la vez. Luego, se les mata de un tiro, a uno tras otro, al borde de las zanjas.

Ayer, un convoy de oficiales de alto rango salió del campo, escribió en su diario el teniente Waclaw Kruk: tres generales, de 20 a 25 co­roneles y más o menos* el mismo número de mayores. Todos tenía­mos muy en alto el ánimo, por la manera en que se fueron. Hoy me tocó a mí salir.

Era el 8 de abril de 1940. En el tren, Kruk empezó a recelar algo. Luego, los recelos se trasformaron en temores.

En la estación nos metieron en carros-celdas estrictamente vigila­dos. Ahora esperamos que parta el tren. Mi optimismo anterior ha des­aparecido, y estoy llegando a la con­clusión de que este viaje no augura nada bueno.

El diario de Kruk se halló en 1943, cerca de un cadáver que tenía la etiqueta número 424.

El mayor Adam Solski, cadáver número 490, había sido un militar profesional. La última anotación de su diario, el martes 9 de abril, pro­bablemente fue hecha 20 minutos antes de morir:

Minutos antes de las cinco de la mañana, nos despiertan en el tren-cárcel. Me preparo a salir. Nos lle­varán en camión a algún lado. ¿Qué pasará después? Cinco de la maña­na: Desde el alba, el día ha trascu­rrido en forma inusitada. Partimos en un camión de prisioneros, con minúsculas celdas (¡horrible!). Nos llevan a un lugar boscoso. Es una es­pecie de lugar de recreo. Allí nos registran cuidadosamente. Me qui­tan mi reloj de pulsera, que marca­ba las 6:30 de la mañana; me piden mi anillo de matrimonio. Me qui­tan mis rublos, el cinturón y la navaja de bolsillo.

La Colina de la Cabra era, en efecto, un sitio de recreo. La NKVD tenía allí una dacha, un enorme al­bergue de tres pisos, a orillas del río Dnieper. Desde 1931 los oficia­les de la NKVD habían ido allí a pa­sar los fines de semana o las vaca­ciones, acompañados de sus familias. Ahora, los equipos de la muerte se alojaban en esa dacha. Era un sitio cómodo, desde el cual caminaban muy poco hacia el trabajo.

Una de las más notables caracte­rísticas del sistema de ejecución que empleaba la NKVD era el método refinado y típicamente ruso de atar a la víctima, que se descubrió en muchos de esos cuerpos. Prime­ro, se ataban las manos de la vícti­ma a la espalda; luego, con una se­gunda cuerda, se le ataba el gabán sobre la cabeza, a la altura del cue­llo. Del cuello, se pasaba la cuerda a la espalda, se hacía un lazo alre­dedor de las manos ya inmoviliza­das, y se le volvía a atar ese lazo al cuello. El prisionero tenía así las manos a la altura de los omoplatos, y ya no podía ofrecer resistencia. Cualquier movimiento de brazos sólo le apretaba más el lazo alrede­dor del cuello.

Con todo, muchos, al final, for­cejearon para zafarse. Sus cuerpos presentaban las heridas cruciformes características de la bayoneta rusa, de cuatro esquinas.

¿CUÁNDO se enteraban de lo que harían con ellos? Si Solski no se enteró de su suerte a las 6:30 ho­ras, cuando le quitaron su anillo de matrimonio, ¿cuándo lo supo? ¿No oyeron los disparos?

Es posible que Solski no haya sospechado nada hasta que llegó a la zanja, pues le tocó en suerte lle­gar muy de mañana, cuando apenas empezaba la jornada de la NKVD. Quienes llegaron más tarde proba­blemente oyeron los disparos; pero no podían hacer nada, pues en esos momentos estaban atados o en cu­clillas en las diminutas y oscuras celdas de acero del autobús especial para trasportar prisioneros. Debie­ron de haber oído los disparos de pistola y esperado su turno, como ovejas en el matadero.

Todo estaba bien planeado. Lo que se hizo en Katyn fue un traba­jo a sangre fría, profesional, como de línea de montaje, que se repitió miles de veces. Al parecer, los verdugos hasta tenían ayudantes que recargaban las pistolas semiautomá­ticas de calibre .30, de ocho tiros, y se supone que les pasaban otras ar­mas frescas cuando se sobrecalenta­han las que estaban usando. Du­rante cerca de seis semanas, de día y de noche, la NKVD cumplía su co­metido: ata al prisionero en cuanto lo hagas salir a empujones del ca­mión-cárcel, golpéalo con la culata de tu rifle o acuchíllalo con la bayoneta si forcejea. Luego, hazlo mar­char hasta la zanja, y elimínalo. Pero, por más que todo se haya hecho en forma muy eficiente, Sta­lin no tardó en tener motivos para lamentar el asunto de Katyn. Ape­nas un año después de la masacre, Hitler se volvió contra la URSS. Stalin pasó de pronto, de ser cóm­plice de Hitler, a ser un aliado de Inglaterra en la lucha a muerte con­tra los nazis.

Indetenible al principio, la Wehr­macht se empantanó en la vastedad rusa. En el invierno de 1943, las principales fuerzas alemanas se vie­ron atrapadas y cercadas. Fue en­tonces cuando apareció Iván Krivo­zertsev con su información sobre la Colina de la Cabra.

Los alemanes advirtieron de in­mediato que ese macabro hallazgo era una bomba de propaganda: ¡Un Gobierno aliado había asesinado a mansalva a casi la mitad de los oficíales de otro Gobierno aliado! Hitler ordenó personalmente a Goebbels y a Himmler dar la má­xima prioridad al caso de Katyn. Era la perfecta cortina de humo pa­ra las acciones de sus tropas ss, que en ese momento aniquilaban a los judíos en el gueto de Varsovia.

Los alemanes invitaron a tres di­ferentes comisiones para que exami­naran los cadáveres en Katyn. La primera, integrada por un grupo de médicos y abogados, estaba com­puesta por alemanes exclusivamen­te. En la segunda, de 12 científicos forenses y patólogos, estaban repre­sentados países tan diversos como Bélgica, Suiza, Hungría y Bulga­ria. La tercera, compuesta sólo por polacos, incluía a 12 expertos mé­dicos de la Cruz Roja de la Polonia ocupada por los alemanes. Los na­zis incluso llevaron a Katyn a cua­tro oficiales aliados sacados de sus campos de prisioneros de guerra. Uno de estos era un joven estadu­nidense, el teniente coronel de in­fantería John Van Vliet, hijo.

Ahora jubilado y residente en Florida, Van Vliet recuerda vívida­mente aquel día de fines de abril de 1943, cuando le pidieron que sir­viera en una "junta de averiguacio­nes". Sospechando que se trataba de un ejercicio de propaganda, y consciente de sus derechos según la Convención de Ginebra, se negó de plano a colaborar. El comandante del campo reaccionó llamando a un pelotón con bayonetas caladas. La petición se había convertido en una orden.

En Katyn, a los cuatro prisione­ros de guerra les mostraron tres fo­sas parcialmente excavadas con unos 300 cuerpos colocados en hileras, algunos con las manos atadas a la espalda. En las zanjas mismas, los cuerpos estaban amontonados "co­mo leña", boca abajo, según recuer­da Van Vliet.

Sólo había una explicación para el grupo de prisioneros de guerra: los uniformes de invierno, la falta de señales de deterioro en la ropa y en las botas, los arbolitos plantados para ocultar las fosas, los diarios, periódicos, cartas y tarjetas con fe­cha cuando mucho de mayo de 1940; todo apuntaba a que los po­lacos habían muerto en la prima­vera de 1940. Y Katyn había estado en poder de los rusos hasta el ve­rano de 1941.

Para sorpresa de los cuatro pri­sioneros, los alemanes nunca les pi­dieron firmar ni grabar declaracio­nes; bastaba su presencia.

Los alemanes siguieron excavan­do en aquel macabro sitio durante diez semanas. A principios de junio, cuando el Ejército Rojo, en cons­tante avance, se convirtió en una amenaza, los nazis habían exhu­mado los restos de 4143 oficiales polacos. Cada cuerpo identificado correspondía a un prisionero de Kozielsk. Los otros 11,000 hombres de Starobielsk y Ostashkov aún no se hallaban.

Atónito y escandalizado, el Gobierno de la Polonia Libre en el  exilio empezó a pugnar desde Londres por conocer la verdad de los hechos en cuanto los alemanes anun­ciaron su hallazgo. Pero en 1943 el Ejército Rojo era un elemento clave en la lucha contra la Alema­nia nazi, y los Aliados temían que Stalin abandonara la contienda y negociara la paz por separado. Por tanto, cualquier incidente que mo­lestara a los soviéticos y ayudara a la propaganda alemana era impensa­ble. La culpa de la masacre de Katyn sólo tenía que achacarse a los nazis. Roosevelt insistía en que lo de Katyn no era sino un complot que habían urdido los alemanes.

Winston Churchill ordenó a su gabinete: "No debemos tomar par­tido en la guerra ruso-polaca", y al mismo tiempo aseguró a Stalin que haría lo posible por acallar en Lon­dres a la prensa de la Polonia Libre. Aunque mucho menos engañado por los soviéticos que Roosevelt, Churchill creía que debía tratar el caso de Katyn con diplomacia.

El día que los soviéticos recon­quistaron Katyn, Moscú llevó a Kozy Gori a su propio grupo de investigadores. Los soviéticos con­cluyeron, por supuesto, que lo de Katyn era obra de los alemanes, pe­ro su informe fue tan breve, burdo y lleno de errores, que nadie le dio crédito fuera de la URSS y sus saté­lites. El informe decía que los alemanes habían matado a esos pola­cos en agosto y septiembre de 1941, pasando por alto el hecho de que los cadáveres llevaban puestos uni­formes de invierno.

Incluso después de la muerte de Stalin ha continuado la tenaz ne­gación de los soviéticos en cuanto a reconocer su culpa. El caso Katyn fue a dar al abismo del olvido, co­mo si jamás hubiese ocurrido.

En Polonia, la fuerza del tabú sobre el tema que impusieron los soviéticos era tal, que la gente po­día arriesgarse a perder su empleo o su apartamento sólo con mencio­nar la palabra prohibida: Katyn. Ewa Solska, la hija del mayor Sols­kí, que actualmente es maestra de enseñanza secundaria en una escue­la cercana a Varsovia, descubrió este peligro mientras estudiaba en la Universidad de Varsovia. Al pe­dírsele que llenara una forma que incluía información sobre su padre, escribió: "asesinado en Katyn". Es­to bastó para que la expulsaran de la universidad.

Los años siguientes de la posgue­rra fueron fríos e implacables en Polonia; a las viudas y a los hijos de los inmolados en Katvn los trataron como a parias. Sus cónyuges y padres eran considerados enemi­gos de clase. Katyn, vergüenza de la Unión Soviética, también lo fue de Polonia.

POR DESGRACIA, la verdad tam­poco fue bien recibida en Occiden­te. Cuando lo pusieron en libertad, el teniente coronel Van Vliet dictó un informe sobre Katyn, que entre­gó personalmente al mayor general Clayton Bissel, entonces subjefe del Estado Mayor a cargo de la inteli­gencia del Ejército (G-2). Bissel cla­sificó de inmediato ese informe cmo ultrasecreto. "Vi en él grandes posibilidades de avergonzarnos", atestiguó después Bissel, lo cual im­pidió a Van Vliet hablar de él. Lue­go, el informe desapareció.

El Departamento de Defensa pi­dió a Van Vliet en 1949 que vol­viera a dictar su informe, el cual se publicó al año siguiente. Un Comi­té Selecto del Congreso estaduni­dense llevó a cabo una exhaustiva investigación del caso Katyn, que duró 13 meses, en 1951 y 1952, cuyo informe constó de 2362 pági­nas de testimonios y concluyó que, más allá de cualquier duda razona­ble, el crimen había sido obra de la NKVD.

Este veredicto, que honró al Con­greso, fue muy mal recibido en las Naciones Unidas, donde la Unión Soviética ya gozaba de gran influen­cia. Este organismo se apresuró a archivar el documento.

Es un arduo destino haber nacido  en Polonia, asentó el mayor Solski en su diario escrito en la prisión. Tampoco resultó fácil ser Iván Krivozertsev. El hombre que había alertado a los alemanes sobre la ma­tanza temió por su vida desde el momento en que el Ejército Rojo irrumpió en Smolensko. Iván viajó lo más lejos que pudo hacia Occidente y con el tiempo llegó a Ingla­terra. Adoptó el nombre de Michal Loboda y se estableció cerca de Bris­tol. El 30 de octubre de 1947 fue encontrado muerto, colgado del co­bertizo de un huerto. El médico fo­rense dictaminó que se trató de un suicidio; pero los que están al tan­to de los procedimientos de la NKVD creen que lo asesinaron.

DURANTE CASI cinco decenios, los comunistas polacos mantuvieron el secreto sobre el asunto de Katyn. Sólo en 1987, cuando se enfrenta­ron a disturbios de alcance nacio­nal, las autoridades polacas crearon una comisión polaco-rusa para exa­minar "las lagunas" en la historia polaco-soviética.

Esa comisión actuó con morosi­dad y deliberó sin llegar a ninguna conclusión. Sólo después de que el Gobierno conducido por Solidari­dad llegó al poder en Varsovia, en 1989, el primer ministro solicitó oficialmente a la URSS que recono­ciera el crimen cometido en Katyn.

Moscú jamás contestó. Ni siquie­ra Gorbachov, tan activo en denun­ciar los demás crímenes de Stalin, se sintió bastante fuerte para que Rusia reconociera su responsabili­dad por la mayor matanza de prisio­neros de guerra de toda la historia moderna.

Ful A KATYN el otoño pasado, para ver el sitio en donde había ocurrido todo. Tras un breve viaje en auto desde Smolensko por una carretera llena de baches, localicé fácilmente el bosque de Katyn. Está cercado por una alta reja de hie­rro, y la entrada está prohibida.

Caminé con unos peregrinos po­lacos hasta un pequeño claro cerca del camino, donde una explanada de lajas, un muro de piedra a la al­tura del hombro y cuatro rectángu­los de césped sirven de monumen­to conmemorativo. "A las víctimas del fascismo", rezan dos placas ge­melas, una en ruso, otra en polaco. Y termina el texto: "Oficiales po­lacos asesinados a tiros por los nazis en 1941".

Uno de los visitantes polacos co­mentó conmigo: "Usted sabe que esa fecha no es la correcta, ¿verdad? Los comunistas incluso pusie­ron 1941 en el monumento a Katyn en Varsovia. ¿Qué le parece?"

En septiembre de 1988 las auto­ridades soviéticas habían permitido que un grupo de feligreses católicos instalara en Kozy Gori una enor­me cruz de madera. Mientras estaba yo allí, de pie, viendo los cientos de velas que llameaban, cuando una delegación de sacerdotes de Varso­via entonaba una misa de réquiem, la reja que nos separaba del bosque me pareció una intolerable afrenta, opresiva y sofocante. Sentí el im­pulso de escapar hacia ese bosque franqueando la reja.

Mi guía soviético se quedó per­plejo ante mi insistencia, pero hizo varias llamadas telefónicas, y 24 ho­ras después se me otorgó una gracia que, me aseguró, no se había conce­dido a ningún otro visitante de Oc­cidente: abrieron la puerta de la reja y me permitieron pasar. Durante una hora estuve cami­nando sin rumbo fijo por el bosque, bajo una gélida llovizna, tratando de imaginar cómo había sido ese lugar en 1940. Sin duda los árboles tendrían el mismo aspecto, pues lo nuevo sucede a lo viejo en el per­petuo renacimiento de la naturale­za. Quizá habría hecho más frío al llegar allí las primeras víctimas, pe­ro luego, en abril, la temperatura habría sido la misma que en el mo­mento de mi visita. Las ramas es­taban empapadas y goteaban, y el  horizonte estaba cubierto por un velo de niebla. El bosque de Katyn, todo negrura y verdor, estaba su­mido en el más profundo silencio. Pero en mi cabeza retumbaban los gritos y los disparos de pistola.

Los peregrinos polacos de Kozy Gorv no tenían dudas en cuanto a que, con el tiempo, la Unión So­viética se vería obligada a confesar, y no sólo respecto de las más de 4000 víctimas sacrificadas en Katyn, sino respecto de las 11,000 de los campos de Ostashkov y Starobielsk, a las que nunca se localizó. ¿En dónde los asesinaron?

"Quizá nunca lo sepamos a cien­cia cierta", declara Louis Fitz Gib­bon, escritor inglés autor de varios libros sobre Katyn. Y agrega: "La URSS está llena de fosas comunes. Los soviéticos mataron a muchos más de sus propios ciudadanos, aun­que este incidente constituyó un caso especial".

Las vastas llanuras y estepas de la Unión Soviética, están, en ver­dad, empapadas de sangre humana. Hoy, los eruditos calculan que las víctimas de Stalin llegan a sumar decenas de millones.

Pero los polacos recordarán siem­pre a Katyn como el lugar en que, simbólicamente, su nación fue ase­sinada. El famoso cineasta polaco Andrzej Wajd;i, cuyo padre estuvo entre los asesinados de Katyn, aca­ba de hacer una película sobre la masacre, que se exhibirá en Polonia esta primavera. Y dice al respecto: "Más tarde o más temprano, vamos a obligarlos a reconocer lo que real­mente ocurrió. Por mi padre y por todos los demás. Por Polonia. Por la verdad".

MIKHAIL Gorbachov ha dado muestras de tener fuerza de carác­ter al denunciar los crímenes de Stalin contra su propio pueblo. Hoy, a 50 años de la matanza de Katyn, ha llegado la hora de denun­ciar también las atrocidades de Stalin contra los polacos. Sin más demora, los soviéticos debieran pro­nunciar estas sencillas palabras: "Sí; nosotros lo hicimos. Lo lamentamos infinitamente".

Sólo entonces empezará a caer el telón sobre la trágica masacre de Katyn.

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