viernes, 23 de julio de 2021

EL CIEGO QUE ME ENSEÑÓ A OBSERVAR

 EL CIEGO QUE ME ENSEÑÓ A VER

POR DAVID LAMBOURNE SELECCIONES DEL READER'S DIGEST • Agosto 1996

ERAN LAS ÚLTIMAS HORAS de la tarde cuando el presidente de la compañía, en Bangkok, me encomendó una tarea de último minuto: debía salir al día siguiente para acompañar a un importante empresario chino a hacer un recorrido turístico por el norte de Tailandia.
Furioso por dentro, miré mi atestado escritorio. Los rimeros de papeles eran prueba elocuente de lo mucho que se me había acumulado el trabajo, a pesar de mis semanas laborales de siete días. ¿Cómo voy a ponerme al corriente? me pregunté.
Al día siguiente, muy de mañana, conocí al hombre de negocios; era cortés y elegante, y vestía ropa fina. Después de un vuelo de una hora, pasamos todo el día visitando sitios de interés junto con cientos de turistas, la mayoría sobrecargados de cámaras y paquetes. Recuerdo que sentí desprecio por esa colección de humanos mirones.
Aquella noche mi compañero chino y yo subimos a una camioneta para ir a cenar y ver un espectáculo al que yo había asistido muchas veces. Mientras él platicaba con otros turistas, yo entablé conversación en la oscuridad con un hombre sentado frente a mí, un belga que hablaba inglés con bastante soltura. Me llamó la atención la extraña inmovilidad de su cabeza, como si estuviera meditando, hasta que reparé en el bastón que tenía a su lado. El hombre era ciego. 

Me contó que había perdido la vista en un accidente cuando era muy joven, pero que eso no le impedía viajar solo. A sus casi 70 años dominaba el arte de viajar a ciegas, y usaba sus otros cuatro sentidos para representarse imágenes mentales.
Se volvió para darme la cara, y lentamente extendió una mano que, con gran suavidad, exploró los contornos de mi rostro. Detrás de mí alguien encendió una luz, y pude ver su abundante cabello plateado y su cara fuerte y angulosa. Tenía los ojos húmedos y profundos.
—Por favor, ¿podría sentarme junto a usted en la cena? —me preguntó—. Me encantaría que me describiera un poco de lo que ve.
—Con gusto —respondí.
Mi compañero chino se dirigió al restaurante con algunas personas a las que acababa de conocer. El ciego y yo lo seguimos, atrapados entre una muchedumbre de turistas. Lo tomé del codo para conducirlo, pero él caminaba con gran seguridad. Llevaba los hombros rectos y la cabeza erguida, como si fuera mi lazarillo. Encontramos una mesa cerca del escenario. Mientras esperábamos a que nos trajeran las bebidas, el ciego me dijo:
—Esa música no armoniza con los oídos occidentales, pero tiene su encanto. ¿Me podría describir a los músicos?
No había reparado yo en los cinco hombres que, a un lado del escenario, tocaban mientras daba comienzo el espectáculo.
—Están sentados con las piernas cruzadas; van vestidos con amplias camisas blancas de algodón y pantalones negros abombados con fajas de color rojo vivo. Tres de ellos son jóvenes, uno es de mediana edad y otro es un hombre mayor. Uno toca un tambor pequeño; otro pulsa un instrumento de cuerda de madera, y los otros tres tienen instrumentos más pequeños, parecidos a un violonchelo que tocan con un arco.
Sonrió.
—¿Y estos instrumentos pequeños están hechos de...?
Miré otra vez.
—Madera...
pero la caja acústica esférica está hecha de una corteza entera de coco —dije, tratando de disimular la sorpresa de ese hallazgo.
Mientras se oscurecía el recinto, el ciego preguntó:
¿Cómo son los otros turistas?
—De todas las nacionalidades, colores, formas y tamaños —susurré— Pocos vienen bien vestidos.
Cuando me acerqué para hablarle al oído, el ciego inclinó su cabeza hacia mí. Nadie me había escuchado jamás con tanta atención.
—Muy cerca de nosotros hay una japonesa, una mujer de edad, cuyo perfil está parcialmente iluminado por la luz del escenario —dije—Junto a ella, un niño escandinavo rubio, con una naricita respingada, está inclinado hacia adelante, con lo que se crea un segundo perfil iluminado. Ambos aguardan inmóviles a que empiece el espectáculo. Es el vivo retrato de la juventud y la vejez; de Europa y de Asia.
Sí; los veo —dijo mi amigo por lo bajo, sonriendo.
Se abrió el telón de fondo, y aparecieron seis muchachas. Describí sus faldas de seda estilo sarong, sus blusas blancas con chales y sus tocados dorados, como pequeñas coronas, con puntas flexibles que se movían al ritmo de la danza.
—En las puntas de los dedos llevan uñas doradas de unos diez centímetros —le dije—. Las uñas acentúan cada movimiento elegante de sus manos. Es un efecto encantador.

Sonrió y asintió con la cabeza.
—¡Qué maravilla! ¡Cuánto me gustaría poder tocar
una de esas uñas!
Cuando terminó el espectáculo, me excusé y fui a hablar con el encargado del teatro. Al regresar, dije a mi acompañante:
—Tiene usted una invitación para ir tras bambalinas.
Minutos después, el ciego estaba con una de las bailarinas, cuya cabecita coronada apenas le llegaba a él al pecho. La chica extendió tímidamente las manos; las uñas metálicas brillaban bajo la luz del techo. Las manos del hombre, cuatro veces más grandes, se extendieron lentamente y tomaron las de ella como si quisiera acunar dos pajarillos exóticos. Mientras él tocaba el filo liso y curvo de las uñas metálicas, la joven se quedó inmóvil, mirándolo con una expresión de asombro reverente. Se me hizo un nudo en la garganta.
Al transcurrir la noche, cuanto más observaba yo, cuanto más se me recompensaba con emocionados gestos de la cabeza, más cosas descubría: los colores, motivos y diseños de los trajes tradicionales; la textura de la piel bajo las luces tenues; el movimiento del largo y negro cabello asiático de las elegantes cabezas que se inclinaban hacia la música; las expresiones arrobadas de los músicos mientras tocaban, y hasta la deslumbrante sonrisa de nuestra camarera en la penumbra.
De regreso en el vestíbulo del hotel, mientras mi invitado chino disfrutaba de la compañía de los demás, el ciego extendió su mano grande y tomó la mía con calidez. No la retiró por unos instantes, y luego me recorrió el brazo. La gente se sobresaltó cuando el bastón rebotó contra el piso de marmol.   Él no hizo ningún ni intento de recogerlo; en vez de ello, me abrazó fuertemente.
De qué manera tan hermosa vio usted todo por mí —susurró—Nunca acabaré de agradecérselo.
DESPUÉS COMPRENDÍ que era yo quien debía haberle dado las gracias. Yo había sido el ciego. Él me ayudó a recorrer ese velo que empaña nuestros ojos en este mundo caótico, y a mirar todas las cosas en las que no había reparado antes.
Una semana después, el presidente de la compañía me llamó a su oficina para decirme que el ejecutivo chino había disfrutado mucho del viaje, y añadió:
—Bien hecho. Sabía que tú podías obrar esa magia.
Lo que no le dije fue que otra persona había obrado esa magia para mí.

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