miércoles, 14 de julio de 2021

BRUCE OLSON- MOTILONES- COLOMBIA

FUI REHEN DE LOS GUERRILLEROS COLOMBIANOS

POR BRUCE OLSON, EN COLABORACIÓN CON SUSAN DEVORE WILLIAMS

SELLECCIONES DEL READER'S DIGEST       Mayo de 1990

En 1960, Bruce Olson, joven es­tadunidense de 19 años, viajó en avión a Sudamérica llevando 100 dólares en el bolsillo y se internó solo en la selva que se extiende a lo largo de la frontera entre Colombia y Venezuela. Buscaba a una tribu de indios conocida con el nombre de los motilones, que vivían como en la Edad de Piedra. Era un pueblo feroz, famoso por dar muerte a to­do hombre blanco que se atreviera a hollar su territorio. Pero los mo­tilones se estaban muriendo a causa de varias epidemias, y el joven Bru­ce tenía la convicción de que Dios lo necesitaba para ayudar a salvarlos. Durante los 28 años siguientes, Olson fundó diez centros de salud, 16 programas agrícolas, ocho coope­rativas comerciales y 12 escuelas bilingües; todo atendido por los pro­pios motilones, algunos de los cua­les ya habían hecho estudios univer­sitarios. Fue entonces, una mañana de octubre de 1988, cuando los revolucionarios comunistas lo cap­turaron. He aquí su historia.

ERA UNA calurosa mañana (de 43° C.), en las selvas ecuatoriales del noreste de Co­lombia, región a la que llaman Mo­tilandia. Las aves graznaban y los micos chillaban cuando subí con 15 indios motilones a la piragua que nos llevaría a una cooperativa de víveres. Sentí que estaba a pun­to de darme otro ataque de paludís­mo, y esperaba que la sudoración provocada por el sofocante calor me ayudara a superarlo.

Mientras Kaymiyokba, buen ami­go mío y jefe de los motilones, go­bernaba la embarcación, escudriñé las márgenes del río. Los guerrille­ros colombianos consideraban que yo era la persona clave para lograr que los indios —constante espina para los comunistas— se afiliaran a su causa. Como había resistido to­dos sus intentos de reclutarme, va­rias veces me habían amenazado de muerte. Al acercarnos al muelle, al­cancé a ver a dos guerrilleros arma­dos. Sin previo aviso, el fuego de una ametralladora hizo saltar el agua en torno nuestro.

"¡Salgan de la canoa!", gritó un guerrillero. "¡Tiéndanse de cara al suelo!"

Kaymiyokba y varios otros moti­lones caminaron, enojados, hacia los guerrilleros, con la intención de ata­carlos a mano limpia, ante lo cual el guerrillero disparó otra ráfaga y una bala rozó la frente de Kaymi­yokba; pero él se mantuvo firme.

"¡Bruce Olson es prisionero de la Unión Camilista del Ejército de Liberación Nacional!", gritaron.

Este grupo de guerrilleros procas­trista, conocido como el ELN, era la única de las cuatro principales or­ganizaciones revolucionarias que no había querido aceptar la tregua con el Gobierno.

Debía dar a los motilones la opor­tunidad de escapar; le dije a Kay­miyokba en su dialecto:

"¡No me sigan!"

Luego, hablé con los guerrilleros:

"¡Yo soy Bruce Olson, al que ustedes buscan. Dejen en paz a los motilones!"

Empecé a alejarme, cuando al­guien gritó:

"¡Alto, o disparamos!"

Aceleré el paso. De pronto, a unos 450 metros de los motilones, dos guerrilleros saltaron frente a mí, me derribaron y me asestaron un arma en la cabeza. Conque así es como moriré, pensé.

Me ataron con fuerza las manos a la espalda, me pusieron de pie y ordenaron que caminara. Después de tres agobiantes días y noches, llegamos por fin al campamento de los guerrilleros.

Cartas de amor. Me vigilaban las 24 horas del día. La mayor parte del tiempo permanecí con las ma­nos atadas a la espalda, a pesar de que estaba muy enfermo de paludis­mo y sufría intensos dolores. Años antes, al hallarme herido o enfermo en la selva, había aprendido a ais­larme de las molestias físicas. Cuan­do se está lejos de toda ayuda, con un brazo dislocado, es preciso seguir adelante. En esos momentos me decía a mí mismo: "Este dolor sólo existe en mi cuerpo. Mi mente y mi espíritu están por encima de esto,  no participan". Apliqué este méto­do entonces, para soportar algunas de las peores circunstancias de mi cautiverio.

Tal vez parezca extraño, pero no estaba preocupado por mi destino, pues creía que mi responsabilidad consistía en dar servicio donde me encontraba y sabía que todo estaba en las manos de Dios.

"Es usted nuestro prisionero po­lítico", me informó Manuel Pérez, director político nacional del ELN.

Años antes, Pérez, ex sacerdote jesuita (es sorprendente el número de jefes guerrilleros que han sido sacerdotes católicos o ministros pro­testantes ), me había invitado a tra­bajar con él en el movimiento re­volucionario. Le contesté que los cristianos no debían dedicarse a matar.

"Deseamos que se una a nuestra dirección nacional", me dijo Pérez en esta ocasión. "Queremos que or­ganice los servicios sociales y de salud, y que funde escuelas ... así como lo ha hecho entre los indios motilones. Si no se une a nosotros, lo mataremos".

A los pocos días observé que al­gunos guerrilleros tenían fiebre pa­lúdica y que otros presentaban sín­tomas de hepatitis, pues sus pésimos hábitos de higiene estaban contri­buyendo a la propagación del virus de la hepatitis. Los guerrilleros es­cupían constantemente, contaminan­do el suelo, el agua y los alimentos. Mencioné este problema a uno de los oficiales del campamento, a los que llamaban responsables, y como por arte de magia todos dejaron de escupir.

Los dos meses siguientes viví en un constante vaivén: hoy me trata­ban amablemente; mañana, me mal­trataban. Rehuía las discusiones y trataba de ayudar como mejor po­día. Enseñé a los cocineros a prepa­rar deliciosas salsas con gusanos de palmera ahumados; hacía pan para todo el campamento tres veces por semana, y escribía floridas cartas de amor que los guerrilleros jóvenes analfabetos enviaban a sus novias. Ambos teníamos una estrategia: ellos querían entrar en mi vida y yo en la suya. Y yo era quien esta­ba progresando.

Subestimando al enemigo. En enero ya me habían trasladado a un tercer campamento. En un pequeño claro, los guerrilleros se construye­ron refugios con palmas, pero a mí me obligaron a dormir al descubier­to, sin protección contra las lluvias torrenciales; así que los insectos tenían festines conmigo de día y, de noche.

Para combatir el tedio, pedí que me permitieran escuchar sus diarias discusiones políticas, lo cual les agradó. La primera mañana que asistí se esforzaban por entender las diferencias entre el socialismo, el comunismo y la democracia. Les di una explicación bastante com­pleta y, después, varios guerrilleros me preguntaron si accedería a ac­tuar como presidente de debates. Con pocos estudios, o de plano sin ellos, muchos guerrilleros sólo se habían dejado influir por los puntos de vista de sus dirigentes revolucio­narios, partidarios de Castro. Esta función me dio la oportunidad de exponerles nuevas ideas.

Al conocernos mejor, los guerri­lleros más jóvenes empezaron a lla­marme Papá Bruchko. Los motilo­nes me habían puesto el apodo de Bruchko, porque así les sonaba mi nombre: Bruce Olson. Por broma, aquellos jóvenes guerrilleros agre­garon "Papá", ya que, a los 47 años, era lo bastante viejo para ser su padre. Advertí que sus actitu­des amistosas eran un esfuerzo pa­ra atraerme a su organización.

Al continuar nuestras discusio­nes, ofrecí enseñarles a leer y escri­bir. Los responsables vieron esto como una prueba de que me intere­saba unirme a ellos, y por eso lo aprobaron. Cierto día, mientras daba las clases, el principal respon­sable se quitó el elástico de un calce­tín y empezó a tirarles a las hormi­gas gigantes que andaban en el piso. No ha oído ni una palabra de lo que he dicho, pensé.

Sin embargo, minutos después, hizo un concienzudo comentario que resumió mi plática. Eso me en­señó a no subestimar a los guerri­lleros, pues era muy poco lo que se les escapaba.

Susurros en la noche. Como a los cinco meses de cautiverio, me per­mitieron tener una Biblia. Estas lí­neas del Salmo  91 fueron alimento para mí: "Sí, Él te libra de la red del cazador, de la peste mortal; Él te cubre con sus alas, un refugio hallarás entre sus plumas".

En Colombia, nación católica, apostólica y romana, hasta los gue­rrilleros aceptaban que el domingo era un día dedicado a "la iglesia". Cada semana algunos más se nos unían en el estudio de la Biblia y el culto; incluso empezamos a orar juntos.

Al poco tiempo resolví que ya podía compartir con ellos mí fe per­sonal. Pronto, unos cuantos se hicie­ron cristianos. Estoy seguro de que a los responsables les preocupaban las buenas relaciones que algunos guerrilleros estaban entablando con­migo. Y con mucha razón, porque su conciencia trasformada los indu­cía a cuestionar la moralidad de los actos terroristas.

Una noche, ya tarde, un joven se acercó a mi hamaca.

"Papá Bruchko", susurró, "si me ordenan que lo ejecute, he resuelto negarme".

Eso significaba que lo ejecutarían a él por desobedecer una orden, lo cual me conmovió profundamente.

Belleza en medio del dolor. En febrero, los responsables ya insis­tían en que me declarara militante de su organización. Les respondí que no podía justificar que, para al­canzar objetivos políticos y socia­les, se tuviera que matar, y que por eso no podía afiliarme a ellos. Mi clasificación cambió de pronto de "prisionero político" a "prisionero de guerra".

Siempre se ejecutaba a los prisio­neros de guerra. Los guerrilleros inventaron toda una lista de "acu­saciones", y luego me sentenciaron formalmente a muerte.

Entonces, los responsables lo in­tentaron todo para quebrantarme psicológicamente. "Los indios lo han abandonado", me dijeron. "He­mos hablado con ellos, y ni uno solo se preocupa porque usted viva o muera". No pude creerlo, pues seguramente recordarían los 28 años que habíamos pasado juntos. Ellos eran mi familia y, sin embargo, conforme los guerrilleros repetían sus aseveraciones, empecé a dudar. ¿Sería posible?

La tortura física que sufrí duran­te ese tiempo fue tan terrible, que probablemente jamás podré hablar de ella; lo peor de todo fue que me obligaron a presenciar las ejecucio­nes de otros rehenes. Lo más co­mún era ordenar al rehén que se arrodillara en el lodo, apoyar una pistola de grueso calibre en el tem­poral y volarle la tapa de los sesos. De vez en cuando se empleaban pelotones de fusilamiento, cuyas ba­las esparcían partes del cuerpo en­tre los árboles y el follaje, como si fueran húmedos montones de san­grienta basura. "Esto le pasará a usted si no firma una confesión", me dijeron.

Pero también hubo momentos de profunda emoción. Una vez, mien­tras sufría uno de varios ataques de diverticulosis, perdí unos dos li­tros de sangre. Un médico que los guerrilleros habían llevado a la sel­va opinó que una trasfusión de san­gre podría salvarme. Inmediatamente surgió una disputa sobre quién merecería el "honor" de donar su sangre; el ele­gido fue un joven que se había he­cho cristiano. Después de las trasfusiones, estuvo sentado un rato junto a mí.

"Ahora, mi sangre fluye en tus venas, Papá Bruchko", me dijo. Ha­bía lágrimas en sus ojos. Y también en los míos.

El canto de un ángel. Esa misma noche, me despertó un dolor terri­ble. Esa vez, no pude aislarme de él. Nunca había sentido tal angustia.

En eso, sucedió algo asombroso. Un ave a la que conocíamos por el nombre de "mirla" comenzó a can­tar. Al escucharla, me llamó la aten­ción que aquel canto tuviera un efecto sedativo, pues la fascinante melodía en tono menor me resulta­ba dolorosamente familiar.

Perdí el conocimiento. Cuando volví en mí, el ave seguía cantando. ¿Sería una alucinación? Más que nada, porque todo el mundo sabía que esas aves no cantan de noche. Sin embargo, ese canto —real o imaginario— estaba ejerciendo un efecto restaurador en mi espíritu y pude sentir que volvía a la vida.

Entonces comprendí. El ave in­terpretaba un cántico tonal de los motilones, imitando los sonidos con una fidelidad tan pasmosa, que casi pude ver a Kaymiyokba y a los de­más motilones cantando las profe­cías de la resurrección de Cristo en el estilo inmemorial de su tribu.

En ese momento supe que no me habían abandonado y que estaría nuevamente con los motilones. Dios se había valido del canto de un ave para trasfundirme su sangre llena de vida.

A la mañana siguiente, uno de los guerrilleros cristianos se acercó a mi hamaca.

"¿Y bien?", dijo suavemente. "¿Qué le pareció su concierto per­sonal de anoche?"

Lo interrogué con la mirada.

"La mirla", aclaró. "Su canto nos mantuvo despiertos toda la noche. ¡Nunca habíamos oído algo igual! Los muchachos se preguntaban si sería un ángel especial, enviado a cantar para usted".

La "ejecución". En julio, me lle­varon ante un responsable y me in­dicaron que debía prepararme a morir. Puesto que no quería firmar una confesión, iban a ejecutarme.

Tres días después, luego de ha­ber dado clases por última vez, me condujeron a un pequeño claro, fue­ra del campamento. Varios guerri­lleros me ataron las manos a la es­palda, alrededor de una pequeña palmera, mientras mis ejecutores, 18 de ellos armados con metralle­tas, se alineaban. Pensé que no quedaría gran cosa de mí, pero por lo menos sería algo rápido. Procu­ré concentrarme en recuerdos de los motilones, mis amigos.

"¡Apunten!", ordenó el respon­sable al pelotón.

Varios hombres lloraban en si­lencio, al apuntarme con las armas. "¡Fuego!" "

Sonaron los disparos, pero yo no sentí nada. Los hombres del pelo­tón me miraron con asombro, y lue­go examinaron las armas.

" ¡Son balas de salva!", gritó uno de ellos.

Había sido un último intento pa­ra hacerme ceder, pero no les había dado resultado.

A la mañana siguiente, se me acercó Federico, un jefe de los gue­rrilleros, y me dijo:

Bruce Olson, tengo buenas no­ticas para usted. ¡Queda en liber­tad! ¿Está contento?

Yo me encogí de hombros.

—Me es indiferente —repli­qué--. Me preocupan los motilones. ¿Qué será de ellos?

—Sí, sí me tranquilizó—. He­mos resuelto dejar en paz a los mo­tilones, y usted puede continuar su labor entre ellos, como antes. Fue un error haberlo secuestrado y es­peramos que halle en su interior la grandeza necesaria para perdonar­nos. ¿Está contento ahora?

ME DEJARON LIBRE el 19 de Julio de 1989, y sólo entonces des­cubrí que el mundo exterior estaba enterado de mi cautiverio.

Los motilones y casi todas las demás tribus de Colombia, actuan­do como un solo pueblo por prime­ra vez, se habían unido para apoyar "al hombre que es nuestro herma­no", y amenazaban con declarar la guerra total a los guerrilleros si no me ponían en libertad. Los medios de comunicación se habían sumado a su causa, y pronto los había se­guido todo el pueblo colombiano, denunciando a los guerrilleros. El presidente de Colombia, Vir­gilio Barco Vargas, me dio la bien­venida al volver a la civilización.

"Usted es un símbolo nacional", me dijo. "Por primera vez en la historia, los indios han defendido a un hombre blanco. Su causa ha uni­do a nuestro pueblo y le ha dado valor para combatir al terrorismo".

He seguido con gran pesar las noticias de la guerra contra las dro­gas en Colombia, pero también es­toy muy orgulloso. En el pueblo colombiano hay una nueva determi­nacion para oponerse a los cárteles de las drogas. ¿Por qué ha resuelto el pueblo combatir?

La respuesta no es fácil, pero re­cuerdo, a mi regreso, al pueblo que me esperaba en las calles de Bogo­tá para darme la bienvenida. Todos declaraban: "Los motilones nos han inspirado. Ya no toleraremos más tiempo a esos criminales por miedo a perder la vida".

Tal vez el papel de los motilones no sea valorado en toda su grande­za por muchos, pero yo creo que es auténtico e importante. Y le pido a Dios que así sea siempre.

1989 POR SUSAN DEVORE WILLIAMS. CONDENSADO DE "CHARISMA &  CHRISTIAN  LIFE
(NOVIEMBRE Y DICIEMBRE DE 19891, DE ALTAMONTE SPRINGS

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