lunes, 19 de julio de 2021

BAJO LA FRONDA

BAJO LA FRONDA

 Charlando en el jardín de esa admirable mujer aprendí una lección para toda la vida
Por SIREM-ORN UNEHATHOOP

 HACE POCO tuve la oportunidad de visitar a la madre de una amiga mía. Vivía en las afueras de un barrio de Bangkok, Tailandia, llamado Sriyan, en una casa al final de un callejón por el que no podían pasar los coches. Para llegar a ella desde la calle principal había que recorrer a pie el callejón hasta llegar a un conjunto de casas viejas habitadas por las mismas familias durante muchas generaciones.
La callejuela estaba sembrada de inmundicias de perro, y quien se aventuraba por allí debía mantener la vista clavada en el suelo y avanzar dando ágiles brincos en zigzag, de un modo muy similar al juego de "a la pata coja" que jugaba yo de niña.
Ni siquiera quienes se atrevían a despegar la mirada del suelo advertían que detrás de un tupido ramaje había una propiedad insólita: la casa de Mamá Mali, la madre de mi amiga. Si uno se ponía de puntillas junto al portón, podía contemplar el hermoso conjunto de árboles que parecían dar la bienvenida al visitante y que, más allá, dejaban entrever un sendero que conducía a la escalinata de entrada. Y cuando al llegar al primer peldaño uno miraba atrás, veía que esos verdes guardianes se habían apretujado y uno estaba perdido en la espesura. La llamábamos "la casa de los laberintos" porque el sendero daba vueltas por todos los recovecos de la finca, pero no llevaba jamás a esa salida que era el portón.
Las plantas que más me gustaban, los frangipanes y los mok, daban una sombra deliciosa. Los mok son plantas trepadoras cuyos tallos crean unas filigranas preciosas al entretejerse. Los frangipanes son altos y bellos, y ofrecían allí un raro espectáculo porque muy pocas personas los cultivaban. Sus largas ramas, cubiertas de retoños y flores perfumadas, se extendían por encima del patio y la escalinata de entrada. Nadie tenía un jardín tan exuberante y encantador como éste.
—Cuando los mok florecen —dijo Mamá Mal¡—, me acuesto en la casa y huelo el perfume como si estuviera junto a ellos. Miles de mariposas vienen no sé de dónde a revolotear entre las ramas y a libar el néctar. Y no sólo las mariposas.
Señaló hacia las ramas altas de un yambo, donde un enjambre de abejas estaba construyendo una colmena. En otras ramas del árbol había una fascinante profusión de flores que nos envolvían y abrazaban la casa. Las abejas tenían mucho trabajo que hacer. La nieta de Mamá Mali, Nong, que andaba en el jardín muy cerca de nosotras, acababa de descubrir también la presencia de las abejas. Su carita y la mía se movían al mismo tiempo mientras escudriñábamos las copas de los árboles.
Los árboles eran parte fundamental de la existencia de Mamá Mali. Decía que sin ellos la vida sería aburrida, deprimente.
—Son mis amigos —apuntó
Mis buenos amigos.
Nos sentamos a descansar bajo un ejemplar alto y frondoso. Sus flores blancas colgaban en grandes inflorescencias sobre nosotras, y su fresco aroma perfumaba el aire. Mamá Mali solía tomar café allí por las mañanas, bajo ese frangipán. Al mediodía se sentaba junto a los mok, en la tarde comía a la sombra del yambo, y de noche se detenía junto al estanque a mirar una lechuga de agua.
—Si no hiciera estas rondas —dijo—, se sentirían solos y me abandonarían. Por eso los visito a todos.
MIENTRAS CHARLÁBAMOS bajo el árbol, reparé en una caja de cemento con tapa, de unos 60 centímetros de altura, que estaba adosada al muro que colindaba con el callejón. Intrigada, le pregunté a Mamá Mali qué era.
—Ahí deposito la basura para que se la lleven —explicó— Los recolectores pueden abrirla desde fuera y llevarse los desperdicios. —Nos acercamos para ver mejor—. Dicen que jamás han visto un depósito tan bonito y limpio como el mío.
Había mandado instalar una puerta especial para que los recolectores pudieran vaciar la caja. Sólo tenían que descorrer el cerrojo de la puerta, meter la mano y sacar las bolsas de basura; luego cerraban la puerta y volvían a correr el cerrojo. Era un recurso muy útil, pues mantenía a raya a perros y gatos, los cuales suelen revolver los desperdicios.
He visto que los dueños de otras casas dejan la basura en la acera —prosiguió Mamá Mali—, en unos cestos de mimbre sin tapa, por lo que termina desparramada por todas partes. Y más cuando los perros la revuelven. Da tristeza ver eso.
"A todos les aconsejo que amarren muy bien las bolsas de basura cuando las saquen; que las metan con cuidado en sus cestos en vez de arrojarlas a la calle. Los recolectores me dicen que si toda la gente pusiera la basura en cajas como la mía, su trabajo sería un placer".
¡Qué maravilloso ejemplo para los habitantes de un país donde la suciedad sigue siendo un problema! Si hubiera más personas como Mamá Mali, que convirtieran en actos sus propósitos, aligeraríamos la carga no sólo de los recolectores de basura, sino de todo el mundo.
La inmundicia que nos repugna iría desapareciendo si inculcáramos en los demás la importancia de cuidar detalles como la manera de sacar la basura. Debemos ayudar a volver más disfrutables nuestras calles, nuestros barrios, el mundo entero.
CUANDO SOMOS CAPACES de sentir esto y de hacerlo tantas veces que queda plasmado en nuestra carne o en nuestra alma, no lo olvidamos jamás. Nunca volverá el día en que saquemos la basura de la casa para arrojarla en la calle, o en que pongamos sobre los hombros de los demás las cargas que nos hemos creado.
La vergüenza nos protege de nosotros mismos y nos impide causar problemas a la sociedad, al mundo, a la naturaleza... Los tres son lo mismo, pues son inseparables.
CONDENSADO DE "LOO KING OUT OF THE WHITE WI NI) OW'O 1997 POR SI REM ORN UNE HA IHOOP, PUBLICADO POR PRAEW PUBLISHING, EMPRESA SUBSIDIARIA DE AMARIN PRINTING. ESTE ARTICULO FORMA PARTE DE UNA SERIE QUE SE PUBLICÓ TAMBIÉN EN LA REVISTA DICHAN (9-11-1992-9-VI-1993).

 SELECCIONES DEL READER'S DIGEST    SEPTIEMBRE 1998

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