sábado, 20 de febrero de 2021

SOY EL OÍDO DE JUAN -

" Unos minutos después el abrió la puerta, tomó una escoba y una palita y barrió del suelo lo que sobró de ellos. De lo que había sido un cuarto lleno de gente quedó solamente un poco de polvo!" Leer  al final ______________Hitler será un aprendiz, un novato comparado con la brutal y abominable bestia  que doninará el mundo ecónomicamente,militar y religiosamente.-

SOY EL OÍDO DE JUAN

ESTE ARTÍCULO se basa sobre todo en entrevistas celebradas por su autor con el Dr. Howard House, presidente de la Fundación de Otología de ],os Angeles y profesor de otorrinolaringología en la Universidad del Sur de California.

POR J. D. RATCLIFF
Mi mecanismo es un triunfo de la miniatura, pero está constantemente amenazado por los intensos y chillones ruidos de nuestra época.

JUAN ESTÁ impresionado por la computadora que compraron hace poco tiempo en su compañía. La máquina hará operaciones que parecen milagrosas, pero a mí se me antoja tan tosca como una olla mezcladora de cemento; quizá sea un prejuicio, pero es que yo soy una gloria de la miniatura. En todo el cuerpo de Juan no hay órgano con tantos elementos agrupados en un espacio tan pequeño como el que yo ocupo. Poseo suficientes circuitos eléctricos para dar servicio telefónico a una ciudad de buen tamaño. Soy también una especie de piloto automático que evita a Juan caer al suelo cuando está de pie o cuando va andando.
Soy el oído derecho de Juan, y desempeño todas esas labores en un espacio poco mayor que una avellana. Juan cree que los ojos son sus órganos sensorios más importantes, pero si no fuera por mí y por mi compañero, Juan estaría condenado a un silencioso aislamiento, mucho más dañino emocionalmente que la ceguera.
Juan cree que soy únicamente la oreja, o pabellón que se extiende en un costado de su cabeza. Esta parte exterior del oído no es, sin embargo, más que una trompetilla que recoge los sonidos. En ella se abre un conducto de dos a tres centímetros que penetra hacia el tímpano en forma oblicua y torcida para proteger mis delicadas partes internas y evitar que me entre aire frío. En este conducto hay una profusión de vellos y 4.000 glándulas que segregan la cera; unos y otras actúan como el papel matamoscas, atrapando insectos, polvo y otros posibles irritantes. Además, la cera me protege contra la infección, sobre todo cuando Juan va a nadar en aguas que no están limpias. (Si así lo quiere, puede quitarme la cera exterior, que presenta un aspecto feo, pero yo preferiría que no me sacara el resto, porque podría dañarme el tímpano. Por otra parte, yo expulsaré normalmente y sin ayuda toda la cera sobrante.)
El complicado proceso de la audición empieza en mi tímpano, que es una membrana resistente y bien tensada, de un centímetro de diámetro. Las ondas sonoras del aire lo golpean como los palillos de un tambor. Hasta las vibraciones más tenues de un murmullo o del canto de un grillo son suficientes para hundirlo, aunque ceda poquísimo, quizá sólo una milmillonésima de centímetro. Tan imperceptible movimiento se convierte después para Juan en un sonido con significado, tras producir una complejísima cadena de fenómenos que todavía no comprendemos del todo.
Para ver cómo ocurre eso, dejemos el tímpano y pasemos hacia el oído medio de Juan, que no mide ni un centímetro de longitud. Ahí hay tres huesecillos articulados llamados el yunque, el martillo y el estribo, porque recuerdan vagamente a estos objetos. Su labor consiste en amplificar los ligerísimos movimientos de mi tímpano, aumentándolos 22 veces, y en trasmitirlos a mi oído interno a través de una ventana oval, en la que se apoya el estribo.
Mi oído interno (el órgano donde se produce en realidad la audición) se aloja en una cavernosa fortaleza socavada en el hueso más duro del cuerpo, y está lleno de líquido. Su principal componente auditivo es el laberinto, cuyo retorcido interior está tapizado por millares de células nerviosas que son como vellos, cada una de las cuales puede captar una vibración particular. Cuando el estribo del oído medio "llama" a la ventana oval del oído interno, el líqúido se pone a vibrar. Si, por ejemplo, llegan las vibraciones de la nota do, en el laberinto vibran las células del do, moviéndose en la linfa como las algas en la marea que sube y baja.
Estos movimientos vibratorios producen una diminuta corriente eléctrica que pasa, a mi nervio auditivo (aunque su diámetro no es mayor que el grafito de un lápiz, en este nervio funcionan más de 30.000 circuitos), que a su vez la trasmite al cerebro de Juan, a una distancia de dos centímetros. En mi laberinto pueden entrar decenas de millares de mensajes eléctricos, y el oído izquierdo de Juan puede recibir otros tantos.
La labor del cerebro consiste en desenmarañar esta masa de datos y convertirlos en un sonido significativo. Así pues, Juan oye por medio de mí, pero oye en su cerebro.
Hasta ahora he hablado solamente de los sonidos que llegan con las vibraciones del aire. Pero Juan tiene también otra forma de oír: por la conducción ósea. Cuando Juan habla, parte de los sonidos salen de su boca y golpean mi tímpano, pero otra parte va directamente al fluido de mi oído interno por las mandíbulas. Y así lo que Juan oye es muy diferente de lo que oye el que está escuchándolo. Por eso no reconoce fácilmente su propia voz cuando la reproduce una grabadora. También por eso cree que está haciendo mucho ruido al comer apio.
Pero la audición es sólo una parte de los prodigios que ejecuta mi milagroso oído interno. Sobre el laberinto tengo tres pequeños conductos semicirculares, llenos también de fluido. Esos tubitos, que parecen lazos, son el órgano de equilibrio de Juan, el mecanismo que le permite mantenerse erguido. Uno detecta los movimientos de ascenso y descenso; otro, el movimiento de avance; el tercero, el movimiento lateral. Si Juan tropieza y se va hacia adelante, el fluido de uno de mis canales se desplaza. Las células vellosas del canal captan el desplazamiento e informan al cerebro de Juan, que ordena a los músculos intervenir para mantenerlo derecho.
Cuando era muchacho, Juan jugaba a que le dieran muchas vueltas rápidamente, hasta que se mareaba y perdía el equilibrio. Lo que sucedía era esto: el fluido de los canales semicirculares se movía tan rápidamente que el cerebro recibía decenas de millares de mensajes caóticos, muchos más de los que podía interpretar, y Juan perdía todo control muscular. Si este desplazamiento desordenado del fluido se prolonga demasiado tiempo, como en una lancha muy agitada por el mar, empezaré a complicar a otros órganos. Juan comenzará a sudar, y podrá sentir después las náuseas y los vómitos propios del mareo.
La audición de Juan empezó a declinar casi desde el momento en que nació.. Ahora va perdiendo oído cada año porque mis tejidos van perdiendo elasticidad, las células nerviosas degeneran y se forman depósitos de calcio en lugares críticos. Cuando Juan era niño tenía una amplitud auditiva de 16 a 30.000 ciclos por segundo (vibraciones (Si hubiera podido oír por debajo de 16, habría escuchado las vibraciones de su propio organismo. En realidad Juan puede oír sus vibraciones corporales. Que se tape los oídos con los dedos, y escuchará un murmullo bajo, producido por los dedos y los músculos del brazo que están en tensión en ese momento. ) Cuando llegó a la adolescencia, su mayor amplitud de audición había bajado a 20.000 ciclos. Ahora no oye más de 8.000 y, sí cumpliera 80 años de edad, oiría menos de 4.000, aproximadamente. Entonces podrá oír una conversación en un lugar tranquilo pero no donde haya ruido. Oirá los tonos bajos mejor que los altos.
También ha sufrido una pérdida en lo que se refiere a decibelios. Los decibelios son una medida de la intensidad del sonido, cualquiera que sea su frecuencia. Así, por ejemplo, un murmullo emitido desde una distancia de un metro y medio en una habitación en silencio, mide unos 30 decibelios, aproximadamente; la conversación normal, 60 más o menos; una banda de música de rock, 120; el disparo de una escopeta, 140. (Pero esto no significa que la banda de rock haga solamente el doble de ruido que una conversación normal. Un salto de 10 puntos en la engañosa y difícil escala de los decibelios significa una intensidad cientos de Veces mayor. ) En estos momentos ha perdido la capacidad de percibir 40 decibelios; su audición le sirve todavía bien, pero ya empieza a pedir que le repitan alguna palabra.
Con una estructura tan compleja como la mía, hay muchas cosas que pueden fallar. Las perforaciones del tímpano son frecuentes; por fortuna, la mayoría de esas perforaciones se curan en seguida y espontáneamente o se pueden reparar con una operación. Los zumbidos de oído son otra de las molestias. Los puede provocar casi cualquier factor: las medicinas (algunos antibióticos, el alcohol), la fiebre, cambios en la circulación, los tumores en mi nervio acústico. Una vez descubierta y eliminada la causa, dejo de producir los molestos ruidos.
Las infecciones del oído medio son otra fuente de trastornos, y terminaban muchas veces en pérdida de audición cuando no se conocían los antibióticos. La trompa de Eustaquio, que va desde el oído medio a la garganta de Juan, es la gran culpable. La garganta, microbianamente hablando, es un lugar muy sucio, y la trompa de Eustaquio ofrece a los microorganismos un fácil acceso hasta el oído medio. Cuando se acatarre hará muy bien en no sonarse demasiado fuerte, porque la presión del aire hace pasar las impurezas de la garganta a mi interior.
Con la edad es probable que, al aumentar de tamaño, los huesecillos ya no puedan moverse dentro del oído medio. Y cuando el movimiento desaparece, cesa también la audición. Esto se llama sordera de conducción. Juan sufre ya un principio de ella ( como la mayoría de las personas de su edad), aunque la probabilidad de que progresase hasta desembocar en una sordera realmente seria es únicamente una entre diez. Si le ocurriera eso, Juan tendría dos opciones: o un aparato para oír, o la cirugía. La operación ( que da buenos resultados en el 80 por ciento de los casos) consiste en sustituir el estribo por un pequeñísimo filamento de acero inoxidable. Con eso se restituiría el movimiento de los huesecillos y Juan podría oír de nuevo.
Quizá el problema principal que debería preocupar a Juan en estos momentos es la contaminación acústica del ambiente. Juan sabe muy bien que los obreros que trabajan en oficios muy ruidosos tienen dificultades para oír, y que probablemente los intérpretes de la música de nuestros días llevarán dentro de pocos años aparatos para el oído. Juan cree que podrá adaptarse al estruendo de la vida moderna; pero está completamente equivocado.
Cuando golpea mi tímpano un sonido excesivamente bajo o poco intenso, tengo músculos que tensan la membrana timpánica; en los demás casos, recibo todo lo que llega. Eso era una buena cualidad para los remotos antepasados de Juan. El trueno, o el rugido de un león, constituían los sonidos más fuertes que rodeaban a aquellos hombres y eran ruidos de tono bajo. Lo que me arruina son los sonidos altos, como el aullido de los aviones de reacción, el traqueteo de las remachadoras y otros semejantes.

Un ruido sostenido y fuerte puede dañar los órganos internos de un ratón, y quizá acabe matándolo. Si probaran con Juan un experimento semejante, creo saber cuál sería el resultado. ¿Qué puede hacer Juan para remediar la situación? Puede protestar contra los ruidos innecesarios y absurdos; puede buscar un hogar y una oficina silenciosos, y cubrirse los oídos cuando va de caza, pues los disparos repetidos de una escopeta son capaces de destrozarme. Podría dejar de fumar, o al menos disminuir el hábito. La nicotina (y el café) estrecha las arterias de mí oído interno y esa constricción reduce el riego alimenticio que necesita mi parte interna.
Juan acude al especialista, a examinarse la vista regularmente, y me gustaría muchísimo que tuviese conmigo la misma atención. Si supiera qué limitado y solitario es el mundo del silencio, tomaría todas las medidas posibles para defendernos a mi compañero y a mí. SELECCIONES DEL READER'S DIGEST OCTUBRE DE 1982


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