domingo, 14 de febrero de 2021

LA MUERTE DESCORRIO UN MOMENTO SU CORTINA-1959 -

 El escritor inglés Malcom, Muggeridge escribió en 1936:
Si CREYERA que el soldado que mata en defensa de su patria, y de la mía, o el marino que patrulla las costas dentro de las que vivo, estuviera cometiendo un acto vergonzoso, debería en primer lugar prescindir de su protección; esto es, renunciar a mi nacionalidad y, después, renunciar a los bienes que poseo gracias a ella. Sólo entonces estaría justifiado para predicar la abominación de toda guerra y para comprometerme yo mismo a nunca empuñar las armas.
Considero hipocresía disociarme de los armamentos que, al conservar el orden interno y al prevenir invasiones, me permiten, dentro de ciertos límites, vivir a mi manera. En tiempos de paz, mi calidad de ciudadano me otorga beneficios; en tiempos de guerra, me impone ciertas obligaciones. No puedo tener lo uno sin lo otro.

  CUANDO sucedió el incidente aquí narrado, el doctor Martín Sampson era médico interno en la sección de cardiología del Hospital de Pensilvania. Actualmente dirige la elaboración de productos farmacéuticos para una firma neoyorquinaDurante su amarga lucha por salvar a un paciente moribundo, un joven y atribulado médico asistió
a un episodio conmovedor.
LA MUERTE DESCORRIO UN MOMENTO SU CORTINA
Por el Dr. Martin Sampson
ERA UN caluroso día de verano en Filadelfia y en el  viejo Hospital de Pensilvania el aire parecía pesado y quieto. Yo había pasado en vela toda la noche, luchando vanamente por salvar a una niñita enferma de meningitis, y cuando esta murió me descorazoné por completo. Como médico interno me había tocado estar tantas veces en contacto con la muerte durante esos últimos meses, que la vida se me antojaba frágil y sin sentido, lo cual me inclinaba al escepticismo. La fe solo parecía existir para ser burlada por la muerte.
El primer paciente que hube de examinar esa mañana era Juan Bradley, hombre que frisaba con los 50 años, de profundos ojos pardos y cara benévola. Su salud había empeorado de_ maneracontinua durante las pocas semanas trascurridas desde que entró en el hospital. Observándolo por la ventanilla de su tienda de oxígeno, noté que tenía los labios azules• y que la respiración era rápida y forzada. Su corazón, debilitado por la fiebre reumática en su juventud, estaba sometido a un esfuerzo adicional por una arteriosclerosis de fecha más reciente.
No pude dejar de pensar en su esposa, una pequeña mujer de cabellos blancos en cuyo rostro se entremezclaban las huellas de trabajos y pesares con la expresión de fe y confianza. Tanto ella como Juan acudían siempre a mí en busca de ayuda. ¿ Por qué exigen tanto de mí,me preguntaba yo amargamente?
Repasé mentalmente las medicaciones de Bradley deseando que se me ocurriera algo nuevo para aliviar sus sufrimientos. Se le estaba administrando digital para tonificar el corazón; un anticoagulante para prevenir la formación de coágulos en las dañadas paredes del mismo, e inyecciones para aliviar el organismo del exceso de agua. También se había aumentado el suministro de oxígeno.
Ese día, como en muchos anteriores, le hice una punción para extraer el líquido acumulado" en el pecho. A pesar de ello, me retiré con la sensación de que todos mis esfuerzos eran vanos.
Poco después de las seis de esa misma tarde, la enfermera me llamó para que fuera a verlo inmediatamente. Llegué a los pocos minutos, pero ya Bradley tenía la piel cenicienta, los labios morados y los ojos vidriosos. Los afanosos latidos de su corazón se notaban a través de la caja torácica y al respirar hacía un ruido como el del aire burbujeando en el agua.
—Deme pronto una ampolla de lanatoside C, y comience a ajustar los torniquetes— dije a la enfermera.
Este remedio, aplicado intravenosamente, produciría el rápido efecto de la digital, y los torniquetes impedirían que la sangre circulase por las piernas del enfermo, aliviando así, aunque solo fuera transitoriamente, su corazón exhausto.
Una hora más tarde Bradley comenzó a respirar con más facilidad.
Parecía tener conciencia de dónde estaba y murmuró:
—Por favor llame a mi familia.
—La llamaré, Juan— le dije.
Cerró los ojos, y ya estaba por irme cuando oí una profunda boqueada. Giré sobre los talones y vi que el hombre ya no respiraba y que sus ojos se habían nublado. Le puse el estetoscopio en el pecho: el corazón latía aún, pero después de unos segundos se detuvo.
Por un momento permanecí allí, estupefacto. Luego recordé a la niñita que había fallecido la noche anterior, y la furia se apoderó de mí: No permitiría que la muerte triunfara también esta vez.
Quité la tienda de oxígeno, y comencé a practicar respiración artificial, a la vez que pedía adrenalina a la enfermera.
Cuando ella volvió, hundí la aguja en el corazón del paciente, luego la quité con premura y lo ausculté nuevamente con el estetoscopio. No se oía sonido alguno. Reanudé la respiración artificial tratando frenéticamente de adaptar el ritmo de mis brazos a 20 golpes por minuto. Me dolían los hombros y el sudor me corría por la cara.
Es inútil— dijo una voz apagada. (Era mi superior, el médico residente)—. Cuando un corazón tan enfermo como este se detiene, nada lo puede hacer revivir. Voy a informar a la familia.
Yo reconocía en él la sabiduría de la experiencia, pero me poseía la determinación nacida de la amargura. Había resuelto arrancar a Bradey de las garras de la muerte, y persistí en comprimir suavemente su pecho. Por lo automático del movimiento, parecía como si otra fuerza y no la mía se hubierhecho cargo de esa misión. De pronto se oyó un suspiro, luego otro. Durante un momento creí que mi propio corazón dejaba de latir. Luego los suspiros fueron más frecuentes.
—Póngame el estetoscopio en los oídos y sosténgalo contra el pecho del enfermo— indiqué a la enfermera, y continué trabajando mientra escuchaba. Percibí un leve latido.
—¡Oxígeno!— pedí triunfalmeNte. Poco a poco las boqueadas se convirtieron en tímidas inhalacione En pocos minutos tanto la respirción como los latidos del corazón s hicieron más fuertes. El biombo que estaba alrededor de la cama se movió levemente y apareció la señor Bradley, acercándose a mi lado. Estaba pálida y atemorizada.
—Me avisaron que viniera inmdiatamente— dijo.
Antes de que yo pudiera contestar Bradley parpadeó y murmuró una palabra: «¡Elena!»
Ella le tocó la frente, susurrando: —Descansa Juan, querido, descansa.
Pero él luchaba por hablar.
—Elena, les dije que te llamaran. Yo sabía que me moría. Quería decirte adiós.
Ella se mordió los labios sin poder hablar.
—No tuve miedo --continuó el enfermo con voz entrecortada—. Sólo quería decirte   ... decirte que tengo fe en que nos encontraremos de nuevo ... después.
La mujer le tomó la mano y se la llevó a los labios bañándola de lágrimas.
Yo también tengo fe— murmuró.
Bradley sonrió débilmente y cerró los ojos con expresión de paz. Yo me sentía embargado por una mezcla de agotamiento, asombro y excitación. El misterio de la muerte estaba allí mismo en ese cuarto. ¿Podría yo comenzar a entenderlo de algún modo? Me incliné sobre el enfermo y le pregunté con suavidad.
—Juan ¿recuerda usted cómo se sentía hace unos momentos? ¿Recuerda haber visto o percibido algo cuando estaba inconsciente?
Me miró unos segundos antes de hablarme:
—Sí, me acuerdo. El dolor había desaparecido y yo no sentía la presencia física de mi cuerpo. Escuché la música más apacible —hizo una pausa, tosió varias veces y repitió lentamente—: la música más apacible ... Dios estaba allí y yo me alejaba flotando, la música me envolvía, Yo sabía que estaba muerto, pero no tuve miedo. Luego la música cesó y lo vi a usted inclinado sobre mi pecho.
—¿ Tuvo usted alguna otra ve un sueño parecido ?
Se produjo entonces un silencio  largo e intolerable, y luego él contestó con escalofriante convicción —No fue un sueño.
Después cerró los ojos y comen a respirar con más dificultad. ordené a la enfermera que comprobara su pulso y respiración cada 15 minutos y que me hiciera saber cualquier cambio. Me dirigí a mi habitación, caí sobre la cama y quedé instantáneamente dormido. Me despertó el teléfono:
El señor Bradley ha dejado de respirar y ya no tiene pulso.
SóLo necesité mirar su rostro para comprender que la muerte había vencido esta vez. ¿Por qué descorrió entonces su cortina implacable, permitiendo que Juan Bradley permaneciera unos instantes más en la tierra? ¿Fue ese momento adicional de vida únicamente el resultado de una casual variación de factores químicos dentro de su organismo, o respondió a una razón más trascendental? ¿Había tenido su espíritu la fuerza de volver del más allá solo para entregar a su esposa un mensaje de fe y despedida? ¿O habría querido así mostrar un destello fugaz de eternidad a un descreído practicante? Cualquiera fuese el significado, y tuviese o no un propósito, el  extraño incidente me causó tal impresión que fue un primer paso que me llevó a aceptar estos misterios como parte esencial de la vida humana. Este reconocimiento, regalo de un moribundo a quien no pude salvar, me devolvió al sendero de la fe Julio 1959 SELECCIONES DEL READER'S DIGEST

 


 


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