domingo, 21 de febrero de 2021

UNA PERRA CON DIGNIDAD-

 POR
JAMES MCCRACKEN
La primavera de un perro se convierte rápidamente en verano y poco después en otoño. Más tarde sólo queda el frío.
UNA PERRA CON DIGNIDAD

LA VIMOS por vez primera en un pequeño criadero de perros, EN el campo. Formaba parte de una camada de siete pastores alemanes de raza pura. Los otros cachorros ladraban y daban tumbos a nuestros pies. Ella, inmóvil, nos miraba desde lejos con sus ojos pardos acuosos. Por fin movió levemente la cola (que mantenía baja, como todo buen pastor alemán ). Nos quería ... si nosotros la queríamos a ella. A las seis semanas de nacida, Mitzi ya tenía dignidad. Tiempo después habría de perder su hermoso rabo a consecuencia de un accidente, sin por ello perder también la dignidad.
Nuestra casa, que era igualmente suya, se erguía en un terreno desmontado de hectárea y media, con un pradito. El bosque contiguo pertenecía a otros animales, como venados, conejos, zorras, guacos y uno que otro pavo silvestre. Mitzi echaba fuera de su territorio a cualquier animal que intentara invadirlo; y en cuanto estos volvían a entrar en el bosque, se detenía, lanzaba uno o dos ladridos de advertencia y después trotaba de regreso a casa. ¡Ya está! Su terreno seguía inviolado.
No lejos de allí, un arroyo cantarín serpenteaba por el bosque. Años atrás, cierto granjero había construido una magnífica represa en el arroyo para abrevadero de su ganado. Todavía existe el estanque, y lo llamamos "el estanque de Mitzi".
Durante el verano, el sol agostaba nuestro césped, y el aire abatía a hombres y a animales por igual. Mitzi se tendía entonces bajo un árbol, jadeante como un atleta después de correr. Mas nunca, pese al Calor, iba sola al estanque a beber un poco de agua, pues el agua se hallaba fuera de sus dominios. Pero bastaba que mi mujer o yo nos encamináranios hacia la represa, y antes qule que diéramos unos cuantos pasos ya ella se había zambullido. Mientras permanecíamos allí, el estanque era suyo; luego, de regreso, camÍnaba a nuestro lado salpicándonos de agua ... y de afecto.    -
A raíz del accidente en que perdió el rabo, tomó aversión a los automóviles. Le repugnaba viajar en coche. Y si nos ausentábamos de la finca una hora, o doce, sabíamos que al retornar la encontraríamos frente a la casa, vigilante y en espera de nuestro regreso. Allí habría permanecido aunque nunca volviéramos .

Jamás aprendió a jugar con perros., ¿Cuestión de dignidad, o de otras ocupaciones? Sea como fuere, parece que prefería no mezclarse. Sólo una vez la vi tratar de jugar con otro animal. Una cierva y dos cervatos salieron un día del bosque a ramonear en un pequeño peral, al fondo del terreno. Descubrieron a los intrusos los vigilantes ojos de Mitzi, y esta se lanzó a perseguirlos. La cierva vio a la perra, resopló, golpeó el suelo con las patas y saltó a la maleza acompañada de uno de los cervatos. La otra cría se quedó inmóvil, viendo, sin comprender, a la perra, que se acercaba y que evidentemente iba a hacerla pedazos.
Mitzi se paró en seco. Ella y el estupefacto cervato se hallaban a menos de tres metros, mirando el uno a los ojos del otro. La perra retrocedió un poco, dobló las patas delanteras, agachó la cabeza y ladró. Más que amenaza, aquello fue el gañido de un cachorro, tanto como pueda imitarlo una perra pastor, alemán de cuatro años. A continuación se tendió de lomo y se puso a agitar las patas en el aire. Nunca he presenciado una escena más cándida y conmovedora.
El cervato seguía con la vista fija, las patas de palo y el corazón de hielo. En eso surgió de entre la maleza la cabeza de la madre, que al ver lo que ocurría bufó y pateó el suelo. El cervato volvió en sí y de tres saltos desapareció. El cuerpo de Mitzí se aflojó entonces visiblemente. El juego había terminado antes de comenzar.
Recuerdo muy bien uno de nuestros juegos, de la perra y mío. Frente a casa y allende el camino, se extendía un inmenso arandanedo. Betty y yo solíamos salir con baldes a ese campo para recoger las jugosas bayas, en tanto que Mitzí vagabundeaba ocupada en sus propios asuntos. Cuando la perra se hallaba muy lejos, me metía en el arbusto más denso y gritaba: " ¡Ven, Mitzi! i Ven, Mitzi!-, y permanecía muy quieto.
Durante un minuto o dos no seescuchaba un solo ruido. En vez de meterse a ciegas entre la maleza, la ,perra corría en dirección de mis voces y se dejaba guiar por su negra y húmeda nariz. Yo oía que se acercaba por la derecha, después por la izquierda; que daba vueltas. No importaba que alguna rama me lastimara la espalda o que un insecto se metiera a explorar mi manga; no importaba, porque el menor movimiento me delataría. Me sentía nuevamente niño, lleno de vida y emocionado por la búsqueda.
Trascurría algún tiempo; Mítzi se acercaba, se detenía, volvía a empezar. Por fin, alzaba yo la vista de mi incómodo escondrijo y descubría una cara de risa que me observaba con esos ojos pardos y acuosos que danzaban de contento. Me había encontrado, por cuadragésima o centésima vez, y ambos sonreíamos, la perra y yo. Entonces Mitzi se alejaba a trote. El juego había terminado.
La primavera de un perro se convierte rápidamente en verano y poco después en otoño. Llega un momento en que el animal pasa más tiempo echado al sol del atardecer. Poco a poco, la edad entorpece los músculos y las piernas, otrora firmes, elásticos.
A los catorce años, Mitzi ya no saltaba al oír un silbido y un llamado. En su hocico aparecía un poquito de escarcha. Sus ojos, perdida ya la luminosidad, los empañaba una película traslúcida. Naturalmente, seguía haciendo su recorrido cotidiano por la casa y el prado, saludando al cartero con un ladrido y al empleado de la basura con varios. (Este último se había llevado algo que le pertenecía a ella, y eso no estaba bien.) Pero sus cuartos traseros se habían puesto tiesos. ¡Oh, la edad! ¡La garra deformante, opresora, inexorable, de la edad!
Un día nos escribió un amigo desde California. "¿Por qué no vienen a pasar aquí unas vacaciones?", decía. "Anhelo la compañía de viejos amigos". Prometía ser un viaje muy placentero, una buena oportunidad para volver a estrechar antiguos lazos, para rememorar los años trascurridos. ¿Cuándo se presentaría otra ocasión similar? Pero, ¿qué hacer con Mitzi?
Durante tres o cuatro días, mi esposa y yo no volvimos a tocar el tema. Luego, mi mujer habló: "Tenemos que contestar la carta. ¿Le digo que vamos?"
¡California! Pasamos dos semanas maravillosas en esa tierra cálida y encantadora. Ya de regreso, lo primero que hicimos fue ir a la pensión a recoger a Mitzi. Un empleado nos la entregó. Ella no podía vernos, por el velo oscuro que empañaba sus ojos; pero sabía que estábamos allí. Extendimos la mano para tocarla y se recargó fuertemente contra mis piernas cuando la acaricié. ¡Otra vez en casa! ¡Su familia había vuelto! ¡Todo iba bien de nuevo!
El encargado de la pensión nos informó que el animal no había comido gran cosa: un poco de agua y quizá algo más. Casi todo el tiempo estuvo ante la alambrada, viendo hacia afuera y esperando.En casa, mi esposa puso a cocer carne picada, que mezcló con galletas desmenuzadas y con alimento de lata. Mítzi necesitaba ganar peso y comió muy bien, como en su juventud.
Pero se había operado un cambio en nuestra querida perra. En tanto que anteriormente le encantaba echarse a la sombra de un árbol, su lugar predilecto, y dejar que corrieran las horas, ahora no se apartaba de nuestra presencia. Tal vez sabía el poco tiempo que le quedaba. Si estábamos en casa, allí estaba ella también. Y no a la puerta del vestíbulo, como siempre, sino a nuestros pies. Si salía yo a cortar el césped, me buscaba `con aquellos ojos casi ciegos. Me detenía entonces y me le acercaba. ¡Eso era lo que quería! Se echaba, esperaba hasta que hubiese yo terminado, y entraba en casa conmigo.
La recogimos de la pensión un lunes por la mañana. En la noche del viernes cenamos con unos amigos. Al regresar, Mitzi está echada en su tapete, cerca de la puerta principal. La llamo para sacarla a pasear. Primero no oye. Después, cuando empieza a levantarse, se le doblan las manos. Lo intenta de nuevo. Nada. Cruza por su cara una expresión de angustia. ¡La he llamado y ella no ha podido responder!
La tomo en brazos y la llevo a la sala. Me siento en el suelo, la acaricio y espero. Por fin entiendo lo que ha estado intentando comunicarnos. Pronto nos abandonará.
 Los COSTADOS de la perra se ensanchan y se contraen. Yace completamente extendida y alza la cabeza para mirarnos, como queriendo cerciorarse de que estamos allí. Vuelve a hundir la cabeza. Mi mujer trae un cuenco de agua, pero Mitzi no bebe. Humedecemos un trapo y lo pasamos en torno del hocico seco y jadeante. Frotamos un cubo de hielo en sus colmillos y labios. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
Ahora, cuando te veo luchar sin aliento, recuerdo los días del verano, cuando yo, entrado ya en años, me escondía de ti en lo espeso de los arándanos, encantado de la vida, de la caza y de la persecusión. Y pienso en ti, en ese lejano  tiempo, cuando estabas en la primavera de la vida. Pienso en los arándanos, en los conejos y los cervatos, en tus carreras hacia el agua fresca y dulce. Pienso en la vida interminable, en la vida eterna.
Paso la mano sobre tu oreja. Levantas la cabeza. Resuellas y me miras vagamente. ¡Por supuesto! En nuestros paseos hacia el estanque tú llegabas siempre primero. Salías corriendo para lanzarte a sus aguas y probarlas. Una vez más te me adelantas. ¡Vas a probar las aguas, Mitzi!-Selecciones del R.D. Marzo  de  1983





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