LA JOVEN QUE AMO LA SVASTICA
-MARIA ANA HIRSCHMANN
De Norteamérica, con Amor
Pags.. 139-141
Si no hubiera estado tan cansada, me habría dado cuenta: al irnos aproximando
al edificio de la luz, no se nos cruzó por la mente que la casa no era el casco
principal de una granje alemana. Lo único que sabía era que no podía dar un
paso más cargando esa chica. Además, se le observaba ya una palidez mortecina.
Me arrimé a la puerta y llamé. No hubo respuesta. Empecé entonces a golpear la
puerta con mi puño, resuelta a insistir hasta que alguien atendiera. Si la
familia del granjero viera a la pequeña, tal vez se apiadarían de ella y nos
prestarían ayuda. Lo único que yo buscaba era un lugar apropiado donde ella se
pudiera secar.
Inesperadamente la puerta se abrió, y apareció un
soldado norteamericano. Yo sabía que era norteamericano porque había
visto fotografías de soldados de esa nacionalidad durante la guerra, cuando yo era adoctrinadora nazi. No recordaba
bien la enseñanza que había recibido sobre estos hombres, pero sabía dos cosas: que eran unos pistoleros por vivir en
ciudades sucias, y que todos masticaban chicle, mala costumbre que dañaba mucho
la dentadura.
Este soldado era alto, estaba armado ... ¡y mascando! "¿Qué quiere
usted?" preguntó con parsimonia, mientras que pasaba el chicle de un lado
de la boca al otro. Observé cómo le brillaba la dentadura.
Me quedé como petrificada por el terror, y la expresión de mi rostro debe de
haber hablado más fuerte que mi torpe tartamudeo en alemán pidiendo auxilio. No
sabía nada de inglés, y era evidente que el soldado no sabía alemán, pues no me
entendía. Me echó una mirada inquisidora, y entonces se dio vuelta y llamó a
alguien por su nombre. De inmediato se presentó un intérprete, y preguntó en
alemán qué era lo que queríamos.
—Acabamos de venir del lado ruso, y encontramos esta chica sola en el bosque
—le expliqué—. Tuvimos que cruzar el río, y la criatura se mojó hasta la
cabeza. Morirá, a menos que pueda secarse y estar en lugar templado. Y por favor, dígale a ese soldado que no nos mande de vuelta
a los rusos. — —La nena había hundido su cabecita en mi hombro y
lloriqueaba en silencio.
Nunca, ni aun en sueños, creí que fuera posible lo
que sucedió después. ¡La puerta se abrió de
par en par, y fuimos invitadas a entrar! Llegaron otros soldados y
trajeron una cama y frazada. Me dijeron que le quitara a la chica la ropa
mojada y que la envolviera en un frazada. Entonces acostamos ese frío
cuerpecito en la cama. Mientras tanto, otro soldado
había traído una taza grande de chocolate caliente. Al sostenerle la
cabecita, bebió el chocolate con impaciencia y voracidad. Observé entonces cómo
sus mejillas iban adquiriendo colorido, mientras sus manitas frías fueron
aflojando la presión con que tenían asidos mis dedos. Con todo mi cariño bajé
su cabecita, y le dije que se durmiera. Hizo un gesto afirmativo, y entonces me
dirigí al rincón donde estaba Micherle, de pie.
Pero algunos soldados empezaron a hablarle a la niña. En un idioma extraño, por
supuesto, pero parecía como que le estuvieran hablando en media lengua, al
estilo infantil. Parecían payasos, haciéndole caras
raras mientras sus ojos les bailaban en sus órbitas. Ella se sentó y empezó a
mirarlos. Al rato perdió su timidez y empezó a hablar alegremente con esos
muchachotes. Todos se divirtieron mucho, a pesar de no poderse entender.
Yo estaba de pie en mi rincón, toda confusa. ¿Era posible que esto fuera así?
En nuestra ignorancia, estábamos ahora a la merced
de los soldados norteamericanos, nuestros enemigos, a quienes habíamos
recurrido en demanda de ayuda. Nos habían hecho pasar y habían
atendido a la nena; y ahora la estaban entreteniendo, riendo y saltando. ¿Qué razón había para que nos trataran tan bien estos
pistoleros, que en su odio para con los alemanes habían incluso cruzado el mar
para combatirnos? Aunque no lo parecía, esto debía ser una trampa
muy grande. ¡ Parecía todo tan natural! ¿Era posible
que ahora dudara de que los norteamericanos eran unos pistoleros, y por
otro lado, que creyera que se comportaban como seres humanos? Puede ser que yo
hubiera estado mal informada. Una vez más tuve la
sensación de que había en mí algo que se estaba derrumbando. En efecto, se
estaba diluyendo el concepto que tenía de los norteamericanos. Se estaba comprobando, una vez más, que la sucia
propaganda de Goebbels era una vil mentira.
Finalmente la chica se durmió y los soldados se
quedaron quietos. Algunos se retiraron de puntillas, mientras que no faltaron
algunos que permanecieron junto a su cama. Yo me adelanté para observar
a la niñita mientras dormía. Ahora bien, habíamos cumplido con lo que nos
habíamos propuesto, de modo que ya era hora de que Micherle y yo continuáramos
nuestro viaje. La niña parecía quedar en buenas manos. Con una inclinación de
cabeza dije tímidamente Danke (gracias) y nos dirigimos a la salida.
Pero antes de llegar a la puerta, un soldado habló. Hizo gestos, y trató de
hacerme entender algo. Se restregó los ojos y preguntó: "¿Están cansadas,
con sueño ... querrán ustedes dormir también?"
¡Así que era eso lo que quería! Los soldados son todos iguales, pensé. Sacudí
mi cabeza con gran disgusto y volví en dirección a la puerta. "Nein, nein
Danke" (No, no gracias), dije con aspereza.
El soldado pareció leer mis pensamientos.
De Norteamérica, con
Amor
Pags.. 142-144
_Vea__dijo con orgullo señalándose a sí mismo— yo
americano. —Su ancho pecho pareció ampliarse en varios centímetros.
Habló pausadamente y midiendo sus palabras, después de lo cual yo hice una
inclinación de cabeza. Sí, realmente ¡ era un norteamericano!
—Yo no ruso. —Señaló hacia el este y
sacudió con fuerza su cabeza.
Hice un nuevo movimiento de cabeza. En realidad, no era un ruso.
—I good man. —Gutter Mann en
alemán. Entendí su significado —hombre bueno—
por su pronunciación similar en ambos idiomas. Se sonrió y mostró sus dientes
blancos y grandes.
Me quedé mirándolo. ¿Era realmente bueno? Cada uno de nosotros entendió lo que
el otro pensaba.
Fue hacia una puerta, la abrió, y nos hizo un ademán de entrar. Vimos allí dos
camas y frazadas en una pequeña habitación. Debe haber sido una sala de
primeros auxilios. Hizo un gesto con la cabeza, y restregó nuevamente sus ojos.
"Ustedes con sueño, vayan dormir. Nosotros,
hombres buenos".
Nuevamente vacilé. No era razonable confiar, y yo sabía que era preferible
huir. Pero ahí había algo que me lo impedía. Esas camas parecían tan buenas, y
las frazadas tan secas y calientes, y por otro lado mis ojos estaban muy
cargados de sueño. Durante varias semanas venía huyendo de todo. Estaba
cansadísima de tanto correr. Después de todo, me arriesgaría. Me acostaría y
dormiría mientras todos esos soldados estarían andando a nuestro alrededor. Era
una locura ser tan confiada, pero después de todo ya estaba resuelto.
Con una insinuación de sonrisa miré a nuestro anfitrión a los ojos, e hice un
lento movimiento de cabeza. Cortésmente mantuvo abierta la puerta hasta que
hubimos entrado, la cerró luego cuidadosamente, y se retiró.
Sin más preámbulos nos arrojamos sobre las camas y nos cubrimos con las
frazadas. Nos dormimos, entonces, en cuestión de minutos.
No sé cuánto tiempo dormimos, cuando bruscamente sonó un fuerte golpe en la
puerta que me hizo pegar un salto. Asustada, exclamé : "¿ Quién es? ¿ Qué
quiere?"
De inmediato entró un soldado vestido de blanco que resultó ser un
cocinero del ejército. Era de cara redonda, bien rellena, rosada. Muy simpático
era, y parecía gozar de excelente salud. Sonrió francachonamente, lo que hizo
que su cara apareciera más redonda y más llena aún. Llevaba puesto un gorro de
cocinero. También su cuerpo era redondo y bien relleno, parcialmente recubierto
por un gran delantal blanco. Entre sus manos sostenía una bandeja cargada de
comida. Asentó la bandeja, y haciendo un guiño
jovial preguntó: "¿ Quieren comer ?"
Casi sin creer lo que veía y oía, hice un gesto de asentimiento. ¡ Se entendía
que nosotras también teníamos derecho a comer! Le echó un vistazo a la bandeja.
Estaba cargada de manjares varios. Yo
pensaba para mis adentros cuál de ellos podríamos comer nosotras. Era seguro
que este hombre comería juntamente con nosotras. Le miré la cara, y la espera
de sus instrucciones.
—Coman —dijo al vernos titubear.
—¿Alles? (¿todo?) —pregunté con
incredulidad.
—Sí, todo. —Parecía que esta situación le divertía mucho.
—¡Danke, Danke!
Sonrió y se retiró de la habitación.
Con impulso vacilante tomábamos los alimentos. Traté de untar el pan con la
mantequilla. Nunca antes había visto pan tan extraordinariamente blanco. En mi
país comíamos pan negro de centeno, de calidad inferior. Llamábamos Kuchen
(tortas) a todos los productos de panadería de color blanco. Lo que yo no
entendía era por qué los soldados norteamericanos empezaban el día comiendo
tortas con mantequilla y dulce, aparte de todas las otras cosas, algunas de
ellas extrañas para nosotras, y todo esto nada más que para el desayuno. Créase
o no, hacía muchas semanas que no comíamos algo tan sabroso y bueno como esto;
¡ y en tanta cantidad! Había también cafeteras humeantes con café de gusto
diferente, fuerte y amargo. Después de comernos las últimas migajas,
nos limpiamos la boca con servilletas de papel. ¡Qué
lujo! i Servilletas! Esto era desconocido en la Alemania de posguerra. ¡
Estaríamos viendo visiones, tal vez!
No hay comentarios:
Publicar un comentario