viernes, 29 de julio de 2022

EL RESCATE DE LOS CABALLOS BLANCOS

 EL RESCATE DE LOS CABALLOS BLANCOS

SELECCIONES DEL READER'S DIGEST    Mayo 1983

LOS ALEGRES acordes de una polonesa de Chopin llenan el amplio salón. Inclinados haciaadelante, los espectadores observan llenos de admiración a ocho sementales blancos como la nieve, montados por jinetes que semejan estatuas ataviadas con trajes de gala de color café y con los tradicionales bicornios. De manera elegante y sin esfuerzo, los Lipizanos (llamados también Lipizzaner) ejecutan complicados pasos al animado ritmo de la música. Este es el final de un espectáculo organizado por la Escuela
de Equitación Española de Viena,

POR  CLAUS  GAEDEMANN

en la Hofburg, y entre el público hay personas que acudieron desde diversos países para compartir esta experiencia excepcional.

En el vestíbulo de la sala de equi­tación, los espectadores se detienen para leer en una placa de mármol las palabras siguientes: "En recuerdo del rescate del acaballadero Lipizza­ner, efectuado en abril de 1945 por el general George Patton y el coronel Charles Reed". Sirve para recordar que un bello aspecto de la cultura del Viejo Mundo se habría perdido, si no se hubiera hermana­do un grupo de oficiales de los ejércitos estadunidense y alemán para, en medio de los últimos cañoneos de la guerra, salvar esa magnífica raza equina.

AQUELLO ocurrió a mediados de abril de 1945. Bajo la débil luz de la cocina de una granja en Bohemia, dos oficiales estaban sentados ante una mesa, cara a cara. Uno de ellos era un esbelto y fuerte coronel ves­tido con el uniforme color amarillo verdoso del Ejército norteamerica­no; el otro, un coronel alemán alto y delgado, vestido con el uniforme gris de campaña de la Wehrmacht. Se podía oír el rugir de los cañones del Ejército Rojo, que atacaba por  que atacaba porel lado de Pilsen, a unos cincuenta kilómetros de distancia.

El coronel alemán, tratado con cortesía por sus captores estaduni­denses, sacó de la billetera varias fotografías y se las dio al coronel Charles Hancock Reed, de 44 años, quien las observó detenidamente.

La Escuela de Equitación Es­pañola de Viena, ¿verdad? —pre­guntó Reed.

El alemán asintió con la cabeza y luego dijo en voz baja:

—En sus manos está asegurarse de que una tradición de 365 años no termine sin gloria —y, con vehe­mencia, prosiguió—. Se llevaron yeguas de vientre, yeguas madres, potros y potrancas de Austria a Che­coslovaquia, al acaballadero de Hos­tau, a sólo treinta kilómetros de aquí, hacia el este. Una vez que lle­guen allí los rusos, todo habrá ter­minado: igual que los ejemplares de otras caballerizas alemanas, los Lipi­zanos terminarán en las cocinas de campaña del Ejército Rojo. Coro­nel Reed, por favor, dé usted a sus tropas la orden de avanzar para salvarlos.

Como ex miembro del equipo ecuestre de exhibición del Ejército estadunidense, Reed amaba los ca­ballos y sabía todo respecto a los Lipizanos. Pero movió lentamente la cabeza y contestó:

Según el acuerdo de Yalta, no debemos entrar en territorio checo, pues debe quedar para el Ejército Rojo. No, coronel, me temo que lo que usted pide es imposible.

Y, sin embargo, pensó después Reed, quizá hubiera una forma de salvar a los Lipizanos sin violar el acuerdo. Aquella mañana envió a un guardabosques alemán a Hostau, con una carta para los alemanes en la cual indicaba: "Envíennos un emisario para organizar el traslado de los caballos".

El jefe de veterinarios de la caba­lleriza, capitán médico Rudolf Les­sing, de veintiocho años, fue convo­cado por el teniente coronel Hubert Rudofsky, comandante de la posta. Lessing leyó el mensaje y sacudió la cabeza. Parecía imposible la empresa de llevar los caballos a las líneas nor­teamericanas. Trescientos cincuenta Lipizanos, 55 árabes de raza pura y trescientos kabardinos y ejemplares del Don: sería una interminable ca­ravana de caballos. No disponían de los hombres necesarios. Pero esta­ban deseosos de salvar a los anima­les. Llegaron a la conclusión de que los estadunidenses tendrían que ir a buscarlos con sus soldados y sus me­dios de trasporte.

Lessing, larguirucho joven berli­nés que había hecho de los caballos su vocación, por orden de Rudofsky montó en su pura sangre y partió en compañía de su ordenanza. Ade­lante de ellos iba en bicicleta el emi­sario del coronel Reed, que los guió hasta una casa situada en lo pro­fundo del bosque. Allí dejó Lessing los caballos con su ordenanza, y si­guió a pie.

Pronto aparecieron en el camino dos guardias, que se quedaron ató­nitos al ver al oficial alemán dirigir­se a ellos desarmado.

—¡Manos arriba! —gritaron, y apuntaron hacia él sus armas.

Lessing obedeció al instante y des­pués, con su mejor inglés, expresó:

—Vengo a ver al coronel Reed.

Uno de los soldados lo llevó en jeep hasta el puesto de mando del coronel, instalado en una granja cercana.

¿Sí? —preguntó lacónicamen­te Reed, alzando la mirada de los mapas que había sobre la mesa.

Lessing se cuadró y saludó:

—Vengo de Hostau, señor. El destino de los caballos está en sus manos. Sálvelos, por favor. Venga con su unidad a ocupar la granja. No dispararemos.

En silencio, el norteamericano se acercó a la ventana y miró hacia afuera. ¿Podía realmente pensar en la posibilidad de atravesar la frontera checa e invadir una zona soviética?

La artillería rusa rugía a lo lejos, y avanzaba; pero en el frente esta­dunidense todo estaba en calma. Allí, el segundo grupo motorizado del coronel Reed —1,800 hombres, 34 tanques M24, 66 vehículos ex­ploradores blindados y 15 cañones de asalto— formaba la punta de lan­za de la XII Unidad, parte del III Ejército a cargo del general Patton, que había penetrado más al este sin encontrar oposición. Sin embargo, una unidad de los ss estaba todavía atrincherada en las colinas circun­dantes de los bosques de Bohemia; era una fuerza de sólo cien hombres, pero fanáticamente decididos a re­sistir si los norteamericanos avan­zaban más.

Reed tomó la decisión. Mandó llamar al capitán Thomas Stewart, hombre delgado y de juvenil aspec­to nacido en Nashville, Tennessee, y quien era propietario de caballos; le dio la orden de acompañar al ca­pitán Lessing hasta donde estaba su comandante y hablarle de la rendi­ción. Reed explicó que avanzarían hacia Hostau tratando de evitar cual­quier combate.

Tras de montar los caballos que habían quedado con el ordenanza en el bosque, Lessing y Stewart cabal­garon en medio de la tranquila no­che. El reloj de la iglesia dio las 12 cuando se acercaban al trote a la ciudad. Bajo el claro de luna vieron cientos de caballos blancos pacer en sus corrales.

Ya en Hostau, Lessing se enteró de que un tal general Schulze había establecido su puesto de mando en la caballeriza. Schulze estaba encar­gado de defender a Hostau con un batallón de la llamada Volkssitirm, unidad de defensa de última línea, compuesta de ancianos y jóvenes armados con carabinas y granadas de mano. Lessing saludó y explicó su misión. Schulze miró escrutado­ramente al capitán Stewart y des­pués, sacudiendo la cabeza, dijo en voz baja: "No, no puedo nego­ciar una rendición. Eso corresponde al comandante de la unidad en Kladrau".

En el cuartel general del coman­dante de la unidad, un ayudante pre­sentó a Lessing. El general, hombre de baja estatura y pelo cano, estaba sentado a una larga mesa en un enor­me refectorio.

—Mi general —informó Les­sing—, hay en el acaballadero de Hostau un oficial del Ejército de Es­tados Unidos. Los norteamericanos solicitan que nos rindamos para salvar vidas humanas... y a los Lipizanos.

—¿Qué? —rezongó el general—¿Rendirnos? ¡Por nada del mundo! Escuche: si los estadunidenses quie­ren los caballos, que vengan por ellos. Les volaremos la cabeza.

Lessing se negó a aceptar aquella negativa, y prosiguió:

—General, ¿cree usted en las ar­mas milagrosas de Hitler?

Por respuesta obtuvo una amarga carcajada, pero continuó:

—Y, ¿aún cree usted que pode­mos ganar la guerra? —el coman­dante meneó la cabeza—. Entonces, salve a sus hombres. y a los ca­ballos también.

El general suspiró, y dijo lenta­mente:

—Está bien; comunique al coro­nel Reed que puede ocupar la gran­ja. No dispararemos. Eso es todo, capitán.

En el puesto de mando, Stewart in­formó a Reed, quien ordenó: "Que venga el teniente primero Quinli­van. Cuando se presentó el intrépi­do californiano William Quinlivan, recibió estas órdenes: "Lleve al tercer pelotón. Y también cinco tan­ques. Mañana a las 6 horas encabe­zará usted la ocupación del acaballadero de llostau".

Al amanecer, Quinlivan y sus veintiocho hombres, apoyados por cinco tanques, avanzaron cautelosa­mente guiando a los soldados del se­gundo regimiento de caballería de Reed. Aun cuando algunas unidades afrontaron una resistencia enconada, los hombres del teniente avanzaron con facilidad por una sección mal protegida de las líneas alemanas. Con ojos desorbitados, los hombres del pelotón de Quinlivan vieron que a cada lado del camino bordeado de árboles que desembocaba en la ca­balleriza había soldados alemanes formados como si fuesen a pasar re­vista, sin armas y saludando al es­tilo militar. Una bandera blanca on­deaba en el mástil de la granja. Las campanas de la iglesia tañían ale­gremente.

Pero a la mañana siguiente se desató en el bosque un infierno de descargas de rifles y ametralladoras de los ss. No obstante, poco tarda­ron los estadunidenses en reunirse y avanzar en línea de escaramuza. Luego de 45 minutos cesó el fuego de los ss, que en su huida dejaron veintitrés muertos sobre el terreno; los norteamericanos perdieron sólo un hombre y tuvieron cinco heridos.

Duranté los días siguientes Quin­livan recibió refuerzos, y el propio coronel Reed fue a visitar la caba­lleriza. Estrechó la mano del tenien­te coronel Rudofsky: eran oficiales enemigos que se habían aliado aun antes de concluir la guerra. Reed Pasó largo rato con los caballos, aca­riciándoles los cuellos orgullosamen­te arqueados, pasando los dedos por entre las sedosas crines, acariciando los ollares.

Mientras, el rugido de la artille­ría soviética avanzaba, lenta y omi­nosamente. De pronto cesó el fuego: el gobierno alemán había capitulado. Checoslovaquia iba a ser ocupada por el Ejército Rojo. El 10 de mayo de 1945, el coronel Reed dio la or­den de llevar todos los caballos a Baviera, a la seguridad de la zona de ocupación norteamericana.

Al alba del 12 de mayo todo estaba preparado. "Fue una cabalgata que nunca olvidaré", comenta Quinli­van, hoy ingeniero electrónico jubi­lado que vive cerca de Los Ángeles, California. A la cabeza del desfile, una línea de diez Lipizanos adultos parecía la blanca espuma de un mar ondulante. Detrás iban los potros, sujetos en grupos de tres, con las cabezas muy altas, corveteando y relinchando. Los potrillos y las potrancas formaban la retaguardia, conducidos por mozos de cuadra. Entre ellos estaban los rechinantes carromatos llenos de refugiados si­lesianos que huían de los soviéticos, y, tirados por las mejores yeguas de cría, seguían los vehículos de mu­chas familias de llostau. Por una distancia de más de diez kilómetros reverberó en el aire el go]pe de los cascos de muchos centenares de ca­ballos. Aquella noche la caravana llegó a Kótzting, en el bosque bá­varo. ¡Por fin, los Lipizanos esta­ban a salvo!

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