EL RESCATE DE LOS CABALLOS BLANCOS
SELECCIONES DEL READER'S DIGEST Mayo 1983
LOS ALEGRES acordes de una polonesa de Chopin llenan el amplio salón. Inclinados haciaadelante,
los espectadores observan llenos de
admiración a ocho sementales blancos
como la nieve, montados por jinetes que semejan estatuas ataviadas con trajes de gala de color café
y con los tradicionales bicornios. De manera elegante y sin esfuerzo, los
Lipizanos (llamados también Lipizzaner) ejecutan complicados pasos al animado ritmo de la música. Este es el final de
un espectáculo organizado por la Escuela
de Equitación Española de Viena,
POR CLAUS GAEDEMANN
en la Hofburg, y entre el público hay personas que acudieron desde diversos países para compartir esta experiencia excepcional.
En el vestíbulo de la sala de equitación, los espectadores se detienen para leer en una placa de mármol las palabras siguientes: "En recuerdo del rescate del acaballadero Lipizzaner, efectuado en abril de 1945 por el general George Patton y el coronel Charles Reed". Sirve para recordar que un bello aspecto de la cultura del Viejo Mundo se habría perdido, si no se hubiera hermanado un grupo de oficiales de los ejércitos estadunidense y alemán para, en medio de los últimos cañoneos de la guerra, salvar esa magnífica raza equina.
AQUELLO ocurrió a mediados de abril de 1945. Bajo la débil luz de la cocina de una granja en Bohemia, dos oficiales estaban sentados ante una mesa, cara a cara. Uno de ellos era un esbelto y fuerte coronel vestido con el uniforme color amarillo verdoso del Ejército norteamericano; el otro, un coronel alemán alto y delgado, vestido con el uniforme gris de campaña de la Wehrmacht. Se podía oír el rugir de los cañones del Ejército Rojo, que atacaba por que atacaba porel lado de Pilsen, a unos cincuenta kilómetros de distancia.
El coronel alemán, tratado con cortesía por sus captores estadunidenses, sacó de la billetera varias fotografías y se las dio al coronel Charles Hancock Reed, de 44 años, quien las observó detenidamente.
—La Escuela de Equitación Española de Viena, ¿verdad? —preguntó Reed.
El alemán asintió con la cabeza y luego dijo en voz baja:
—En sus manos está asegurarse de que una tradición de 365 años no termine sin gloria —y, con vehemencia, prosiguió—. Se llevaron yeguas de vientre, yeguas madres, potros y potrancas de Austria a Checoslovaquia, al acaballadero de Hostau, a sólo treinta kilómetros de aquí, hacia el este. Una vez que lleguen allí los rusos, todo habrá terminado: igual que los ejemplares de otras caballerizas alemanas, los Lipizanos terminarán en las cocinas de campaña del Ejército Rojo. Coronel Reed, por favor, dé usted a sus tropas la orden de avanzar para salvarlos.
Como ex miembro del equipo ecuestre de exhibición del Ejército estadunidense, Reed amaba los caballos y sabía todo respecto a los Lipizanos. Pero movió lentamente la cabeza y contestó:
—Según el acuerdo de Yalta, no debemos entrar en territorio checo, pues debe quedar para el Ejército Rojo. No, coronel, me temo que lo que usted pide es imposible.
Y, sin embargo, pensó después Reed, quizá hubiera una forma de salvar a los Lipizanos sin violar el acuerdo. Aquella mañana envió a un guardabosques alemán a Hostau, con una carta para los alemanes en la cual indicaba: "Envíennos un emisario para organizar el traslado de los caballos".
El jefe de veterinarios de la caballeriza, capitán médico Rudolf Lessing, de veintiocho años, fue convocado por el teniente coronel Hubert Rudofsky, comandante de la posta. Lessing leyó el mensaje y sacudió la cabeza. Parecía imposible la empresa de llevar los caballos a las líneas norteamericanas. Trescientos cincuenta Lipizanos, 55 árabes de raza pura y trescientos kabardinos y ejemplares del Don: sería una interminable caravana de caballos. No disponían de los hombres necesarios. Pero estaban deseosos de salvar a los animales. Llegaron a la conclusión de que los estadunidenses tendrían que ir a buscarlos con sus soldados y sus medios de trasporte.
Lessing, larguirucho joven berlinés que había hecho de los caballos su vocación, por orden de Rudofsky montó en su pura sangre y partió en compañía de su ordenanza. Adelante de ellos iba en bicicleta el emisario del coronel Reed, que los guió hasta una casa situada en lo profundo del bosque. Allí dejó Lessing los caballos con su ordenanza, y siguió a pie.
Pronto aparecieron en el camino dos guardias, que se quedaron atónitos al ver al oficial alemán dirigirse a ellos desarmado.
—¡Manos arriba! —gritaron, y apuntaron hacia él sus armas.
Lessing obedeció al instante y después, con su mejor inglés, expresó:
—Vengo a ver al coronel Reed.
Uno de los soldados lo llevó en jeep hasta el puesto de mando del coronel, instalado en una granja cercana.
¿Sí? —preguntó lacónicamente Reed, alzando la mirada de los mapas que había sobre la mesa.
Lessing se cuadró y saludó:
—Vengo de Hostau, señor. El destino de los caballos está en sus manos. Sálvelos, por favor. Venga con su unidad a ocupar la granja. No dispararemos.
En silencio, el norteamericano se acercó a la ventana y miró hacia afuera. ¿Podía realmente pensar en la posibilidad de atravesar la frontera checa e invadir una zona soviética?
La artillería rusa rugía a lo lejos, y avanzaba; pero en el frente estadunidense todo estaba en calma. Allí, el segundo grupo motorizado del coronel Reed —1,800 hombres, 34 tanques M24, 66 vehículos exploradores blindados y 15 cañones de asalto— formaba la punta de lanza de la XII Unidad, parte del III Ejército a cargo del general Patton, que había penetrado más al este sin encontrar oposición. Sin embargo, una unidad de los ss estaba todavía atrincherada en las colinas circundantes de los bosques de Bohemia; era una fuerza de sólo cien hombres, pero fanáticamente decididos a resistir si los norteamericanos avanzaban más.
Reed tomó la decisión. Mandó llamar al capitán Thomas Stewart, hombre delgado y de juvenil aspecto nacido en Nashville, Tennessee, y quien era propietario de caballos; le dio la orden de acompañar al capitán Lessing hasta donde estaba su comandante y hablarle de la rendición. Reed explicó que avanzarían hacia Hostau tratando de evitar cualquier combate.
Tras de montar los caballos que habían quedado con el ordenanza en el bosque, Lessing y Stewart cabalgaron en medio de la tranquila noche. El reloj de la iglesia dio las 12 cuando se acercaban al trote a la ciudad. Bajo el claro de luna vieron cientos de caballos blancos pacer en sus corrales.
Ya en Hostau, Lessing se enteró de que un tal general Schulze había establecido su puesto de mando en la caballeriza. Schulze estaba encargado de defender a Hostau con un batallón de la llamada Volkssitirm, unidad de defensa de última línea, compuesta de ancianos y jóvenes armados con carabinas y granadas de mano. Lessing saludó y explicó su misión. Schulze miró escrutadoramente al capitán Stewart y después, sacudiendo la cabeza, dijo en voz baja: "No, no puedo negociar una rendición. Eso corresponde al comandante de la unidad en Kladrau".
En el cuartel general del comandante de la unidad, un ayudante presentó a Lessing. El general, hombre de baja estatura y pelo cano, estaba sentado a una larga mesa en un enorme refectorio.
—Mi general —informó Lessing—, hay en el acaballadero de Hostau un oficial del Ejército de Estados Unidos. Los norteamericanos solicitan que nos rindamos para salvar vidas humanas... y a los Lipizanos.
—¿Qué? —rezongó el general—¿Rendirnos? ¡Por nada del mundo! Escuche: si los estadunidenses quieren los caballos, que vengan por ellos. Les volaremos la cabeza.
Lessing se negó a aceptar aquella negativa, y prosiguió:
—General, ¿cree usted en las armas milagrosas de Hitler?
Por respuesta obtuvo una amarga carcajada, pero continuó:
—Y, ¿aún cree usted que podemos ganar la guerra? —el comandante meneó la cabeza—. Entonces, salve a sus hombres. y a los caballos también.
El general suspiró, y dijo lentamente:
—Está bien; comunique al coronel Reed que puede ocupar la granja. No dispararemos. Eso es todo, capitán.
En el puesto de mando, Stewart informó a Reed, quien ordenó: "Que venga el teniente primero Quinlivan—. Cuando se presentó el intrépido californiano William Quinlivan, recibió estas órdenes: "Lleve al tercer pelotón. Y también cinco tanques. Mañana a las 6 horas encabezará usted la ocupación del acaballadero de llostau".
Al amanecer, Quinlivan y sus veintiocho hombres, apoyados por cinco tanques, avanzaron cautelosamente guiando a los soldados del segundo regimiento de caballería de Reed. Aun cuando algunas unidades afrontaron una resistencia enconada, los hombres del teniente avanzaron con facilidad por una sección mal protegida de las líneas alemanas. Con ojos desorbitados, los hombres del pelotón de Quinlivan vieron que a cada lado del camino bordeado de árboles que desembocaba en la caballeriza había soldados alemanes formados como si fuesen a pasar revista, sin armas y saludando al estilo militar. Una bandera blanca ondeaba en el mástil de la granja. Las campanas de la iglesia tañían alegremente.
Pero a la mañana siguiente se desató en el bosque un infierno de descargas de rifles y ametralladoras de los ss. No obstante, poco tardaron los estadunidenses en reunirse y avanzar en línea de escaramuza. Luego de 45 minutos cesó el fuego de los ss, que en su huida dejaron veintitrés muertos sobre el terreno; los norteamericanos perdieron sólo un hombre y tuvieron cinco heridos.
Duranté los días siguientes Quinlivan recibió refuerzos, y el propio coronel Reed fue a visitar la caballeriza. Estrechó la mano del teniente coronel Rudofsky: eran oficiales enemigos que se habían aliado aun antes de concluir la guerra. Reed Pasó largo rato con los caballos, acariciándoles los cuellos orgullosamente arqueados, pasando los dedos por entre las sedosas crines, acariciando los ollares.
Mientras, el rugido de la artillería soviética avanzaba, lenta y ominosamente. De pronto cesó el fuego: el gobierno alemán había capitulado. Checoslovaquia iba a ser ocupada por el Ejército Rojo. El 10 de mayo de 1945, el coronel Reed dio la orden de llevar todos los caballos a Baviera, a la seguridad de la zona de ocupación norteamericana.
Al alba del 12 de mayo todo estaba preparado. "Fue una cabalgata que nunca olvidaré", comenta Quinlivan, hoy ingeniero electrónico jubilado que vive cerca de Los Ángeles, California. A la cabeza del desfile, una línea de diez Lipizanos adultos parecía la blanca espuma de un mar ondulante. Detrás iban los potros, sujetos en grupos de tres, con las cabezas muy altas, corveteando y relinchando. Los potrillos y las potrancas formaban la retaguardia, conducidos por mozos de cuadra. Entre ellos estaban los rechinantes carromatos llenos de refugiados silesianos que huían de los soviéticos, y, tirados por las mejores yeguas de cría, seguían los vehículos de muchas familias de llostau. Por una distancia de más de diez kilómetros reverberó en el aire el go]pe de los cascos de muchos centenares de caballos. Aquella noche la caravana llegó a Kótzting, en el bosque bávaro. ¡Por fin, los Lipizanos estaban a salvo!
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