LA DAGA DE DOS FILOS
DE YUSOF
HUSSEIN
Por D. R. Halford-Watkins
Estuve a punto
de matar de un tiro, dos días después de haberlo conocido, a un pequeño cabo de
la policía malaya llamado Yusof Hussein bin Jaffa. Nadie me hubiera censurado
porque todos habrían considerado que había matado en defensa propia. Ahora, sin
embargo, suelo pensar: si lo hubiera matado ... ¿me encontraría hoy entre los
vivos ?
El episodio
ocurrió en 1948. Era yo a la sazón oficial en las fuerzas inglesas destacadas
en Singapur cuando, a principios de aquel año, casi de la noche a la mañana,
estalló en la Malaca intensa guerra de guerrillas, integradas éstas mayormente
por comunistas chinos. De la península malaya procede una tercera parte del
estaño mundial y casi la mitad del caucho del mundo: éste era el objetivo
chino.
Como veterano de
las campañas en las selvas del sudeste de Asia, recibí inmediatamente órdenes
de marchar al norte y encargarme del distrito policial *de Rengam, en el turbulento
estado de Johore.
Nuestra
tarea no iba a ser fácil. Los 4000 kilómetros cuadrados
de traidoras selvas y pantanos en los que mis 1200 soldados, entre malayos e
ingleses, tenían la misión de mantener el orden y la ley, estaban reputados
como una de las zonas más aterrorizadas del país. Había un promedio de
dos asesinatos políticos por día. Los incendios, las torturas, el robo, el
chantaje, los secuestros y los atracos estaban a la orden del día. Los
terroristas podían atacar, desvalijar y matar, volverse a la selva, enterrar
las armas y salir de nuevo como si fuesen los más pacíficos caucheros. Los
comunistas esperaban declarar a Malaca otra «república del pueblo,» filial de
la China Roja, para el mes de agosto.Tal era la turbia perspectiva cuando Haji, el entrecano sargento mayor malayo, me recibió en el cuartel general de la policía en Rengam y me presentó a los cabos de mis escuadras de la selva. La más distinguida de éstas, la que contaba en su haber el mayor número de comunistas muertos, era la del cabo Yusof Hussein.
Hasta en Singapur había oído yo hablar de sus proezas. Era un héroe reconocido entre sus compatriotas malayos ... y acrecentaba su reputación el hecho de ser ufano poseedor de un Kain Merah, raro presente hecho por un mulvi (sacerdote musulmán) a unos pocos individuos selectos entre los fieles más distinguidos. El Kain Merah, que significa literalmente «paño rojo,» consiste en pequeñísimos rollitos de pergamino con escritos religiosos mahometanos introducidos en una especie de funda de paño rojo; el conjunto se retuerce como una cuerda y, a manera de amuleto, se ata a lo alto del brazo izquierdo. Los malayos, todos ellos devotos mahometanos, creen que el Kain Merah libra a su poseedor de la muerte por heridas de arma blanca y de fuego; y era voz pública que el de Yusof le había sacado ileso de muchas empresas temerarias.
A decir verdad no di gran crédito a la baratija religiosa. Sea lo que fuere, Yusof Hussein me impresionó un tanto desagradablemente cuando Haji me lo presentó. Guapo mozo de 29 años con el negro cabello cortado al rape y una sonrisa deslumbradora, tenía una desenvoltura que difería por completo de las maneras altivas pero siempre corteses de los malayos. Demasiado gallito, tal vez fue eso lo que me llamó la atención. Pensé que era hombre al cual convenía vigilar. Dos días después, en nuestra primera ronda, Yusof Hussein se me reveló de cuerpo entero.
Había yo salido en un jeep con Yusof y cinco guardias de su escuadra para inspeccionar una avanzada en aislada hacienda de caucho que distaba unos 25 kilómetros, cuando, al doblar el pronunciado recodo de una cuesta, desde el verde follaje de la loma a nuestra derecha, se produjo una descarga de armas portátiles. El bloque del motor del jeep sufrió el impacto. Lanzamos en zigzag cuesta abajo el inutilizado vehículo y logramos así pasar indemnes la zona mortífera inmediata de la emboscada; en seguida nos arrojamos a un lado de la carretera donde quedamos a cubierto. Al espaciarse los tiros oímos las señales de llamada (le los chinos. Era evidente que nos querían acorralar dos partidas y que eran muchos más que nosotros.
De pronto, desde el extremo más lejano de un claro pequeño una voz gritó en malayo con marcado acento chino: W Orang melayu! «¡Eh, malayos! Entregadnos el blanco! ¡Tirad las armas y quedaréis a salvo; sólo queremos al blanco!»
Siguió un silencio terrible. Y muy pronto sonó la voz de Yusof Hussein: «Oi! Baik lah!» (Conformes, me rindo. Ahí va mi fusil.) Y una carabina fue a caer en el claro moteado de sol.
Tras aquella traición del tan admirado cabo Yusof, bien sabía yo que apenas podía contar con el apoyo de los demás guardias. Cambié la puntería del arma hacia la probable posición de Yusof Hussein y esperé con el dedo en el gatillo, ocultando mi posición hasta estar cierto de la suya. Entonces distrajo mi atención un movimiento en el extremo lejano del claro: tres terroristas avanzaban a gatas para apoderarse del arma. Casi le habían echado mano cuando Yusof gritó: Oi! ini juga! (¡Y ahí va esto también!)
En momentos de intenso pavor, las cosas más nimias se clavan en la memoria con dolorosa claridad. Todavía siento el ruido seco de la explosión en los oídos y veo el rojo fogonazo salpicado de negro fango causado por la granada de Yusof al reventar entre los tres comunistas. Y todavía me parece que cae sobre mí la ducha de barro y piedras a manera de reproche por haber juzgado mal a Yusof Hussein.
Mientras el humo flotaba en baja y fantasmal nubecilla azul sobre los muertos, Yusof corrió como una flecha a recoger su arma y estalló pavoroso tiroteo. Grité a pleno pulmón : Yusof! ... sini! (¡venga aquí!)
Regresó corriendo y hurtando el bulto hasta que vino a caer en los helechos que había a mi lado. Se sonrió de oreja a oreja y dijo: «Jefe, siento haberle hecho pasar un mal momento.»
El peligro le parecía divertido.
Reunimos entre los dos a nuestros hombres y ganamos altura, dejando a las dos partidas enemigas disparando sobre unos matorrales vacíos. Durante un rato el cabo Yusof caminó cerca de mí. Tenía un fulgor de travesura en los ojos.
—La treta ha sido hábil, cabo —le dije—. Y no tengo inconveniente eh reconocer que me ha inquietado usted breves instantes. Pero lo importante es que todos hemos salido vivos.
—Así es jefe — asintió. Se desvaneció de sus labios la sonrisa juguetona y tocó reverentemente con los dedos el paño rojo de su brazo izquierdo.
Al prolongarse nuestro interminable juego de escondite con los cómunistas de la selva, llegué a conocer bien al cabo Yusof Hussein y a confiar ciegamente en él. Era leal, valiente, ingenioso y, si su bravura me causaba admiración
causaba su fe me infundía respeto. Oraba al alborear y al anochecer, como todo buen musulmán, en el cuartel o durante nuestras largas rondas por la manigua, cara a la Meca, arrodillado, las manos en las rodillas y a veces prosternado. Y acabé por valorar también su Kain Merah como emblema de su valor y su fe, útil para él y sus hombres en la batalla.
El Paño Rojo pasó por una prueba impresionante al finalizar aquel verano, el día que, sólo a tres cuartos de kilómetro de Rengam, vimos demasiado tarde un árbol caído que interceptaba la carretera. Volcó nuestro jeep del cual salimos despedidos; corrimos hasta pasar las líneas de fuego de las guerrillas y nos reunimos cien metros más arriba en la carretera. Allí eché de menos a Yusof y lo vi tendido e inmóvil en la carretera junto al volcado jeep.
Grité a mi gente que abriera fuego para proteger mi avance, corrí hasta el vehículo y conseguí arrastrar a Yusof hasta la seguridad de la cuneta. Estaba inconsciente y tenía una herida grande, aunque superficial, en la nuca, producida probablemente por el jeep al volcarse sobre él. Llegaron más fuerzas de Rengam al poco rato y ya habíamos dominado la situación cuando uno de los muchachos dijo: «Jefe, mire ... sangra usted por la espalda.» Una bala me había alcanzado debajo del omóplato izquierdo. Afortunadamente no interesó el pulmón, pero me tuvo hospitalizado casi dos semanas.
Entretanto Yusof, en uso de licencia y con su cabeza remendada, se marchó a su aldea natal. Casi al finalizar mi estancia en el hospital se presentó un día a la puerta de mi cuarto, resplandeciente y endomingado con un sarong largo, de color azul y plata, y un amplio baju (especie de chaqueta) de seda anaranjada con dos holgados bolsillos. Parecía extrañamente azorado mientras permanecía a la puerta, tratando infructuosamente de sonreír. «Jefe —dijo al fin tímidamente— ¿me permite entrar?»
Le indiqué con la mano que tomara asiento. Pero no quiso sentarse y continuó de pie evidentemente incómodo y nervioso. Al fin dijo: «Jefe, le estoy muy agradecido por haberme salvado la vida.»
—No vale la pena, cabo. Aquel día cayeron así las pesas —le contesté—. Usted hubiera hecho lo mismo por mí.
—Jefe —insistió Yusof— usted me salvó la vida. (Hundió la mano en un bolsillo de su baju y sacó un cilindro de madera, bellamente veteada y pulida, de unos 15 centímetros de longitud.) Me sentiría honrado si usted aceptara este pequeño kris . una prenda de mi gratitud.
Abrió el cilindro y me enseñó una miniatura perfectamente construida de la famosa espada corta malaya, la temible daga (cuyo uso está prohibido en la actualidad) de ancha hoja con filo ondeado. El extremo de la hoja mortífera adherida al puño tiene una espiga delgada que entra en la preciosa empuñadura;
cuando se clava el kris al enemigo, un hábil giro de la empuñadura puede soltar la espiga y dejar la hoja hundida en el cuerpo de la víctima.
—Son contados los que saben hacer un buen kris en estos tiempos — dijo Yusof. Añadió que había encontrado un artesano muy viejo para que se lo hiciera, y que también había -Convencido al mulvi de su aldea para que lo bendijese. Me pareció comprender que me lo daba con mezcla de placer y pesar; porque si bien parecía ansioso de que yo tuviese la minúscula daga, parecía asimismo costarle trabajo desprenderse de ella.
—Llévela siempre consigo, jefe —dijo solemnemente—. Le traerá a usted suerte.
Cuando le di las gracias y charlamos unos cuantos minutos, volvió a ser el de siempre. Al fin saludó atentamente y se fue.
Iluminaban el cielo las primeras luces grises de una madrugada de fines del año 1948, cuando me desperté en mi bungalow de Rengam. Me estaban llamando por teléfono. Era el cabo malayo de servicio que me daba cuenta de haber oído tiros. Dijo también que alguien le había telefoneado que se habían oído disparos en la dirección de la hacienda de Sembrong. Había intentado comunicarse con la hacienda pero no funcionaba la línea.
Conocía yo a Sandy Grant, el director de la hacienda, a su rubia esposa y a su hijita de dos años. Me vestí a toda prisa y crucé corriendo el sendero de grava hasta los vehículos que esperaban. Tenía siempre una de las escuadras de servicio lista para marchar, y aquella mañana era la de Yusof Hussein. Salté al jeep delantero. Yusof, que siempre iba sentado inmediatamente detrás de mí, me tocó un hombro.
—¿Lleva usted el kris, jefe?
Me palpé la cartuchera de lona y contesté:
—Siempre.
—Baile! (¡Muy bien!)
Tomamos la carretera de la hacienda, de unos tres kilómetros de largo. Era imprudente hacerlo así. Deberíamos haber hecho alto y habernos desplegado, pero había una mujer y una niña en peligro y decidimos correr el riesgo. Al aproximarnos al edificio de las oficinas de la hacienda, ametralladoras apostadas en las ventanas del segundo piso empezaron a Vomitar fuego. Nos metimos en la zanja. El humo negro y oleoso que subía de los cobertizos de almacenaje a la izquierda nos advertía que estaban ardiendo balas de caucho. El bungalow de los Grant estaba a 200 metros más allá.
—Hay que acallar esas ametralladoras ...
No había terminado la frase cuando Yusof saltó de la zanja a campo abierto con una granada en la mano. Embistió hacia la puerta de la oficina y, al abrirse ésta de par en par, crepitó una ametralladora. Yusof cayó en el escalón de entrada. Fue su hermano, Abdul Rhaman, que iba corriendo tras él, quien recogió la granada y la arrojó describiendo un gran arco a través de la puerta. Luego Yusof se arrastró hasta apostarse en una esquina del edificio y empezó a cazar terroristas que huían por la trasera.
De pronto, abrieron a mi izquierda furioso tiroteo. Algunos terroristas estaban lanzando un contraataque y, cuando miré, vi a uno de ellos lanzarse velozmente por la carretera del bungalow. Si la cruzaba, flanquearía nuestra partida de la zanja. Casi sin darme cuenta, sentí que mi carabina disparaba tres veces. Las balas hicieron rodar al terrorista.
Continuaron volando las balas hasta que, por fin, dominamos el contraataque. Corrí al bungalow de los Grant, donde encontré a Sandy Grant y su familia fortificados en el cuarto de baño. La madre, temerosa de que los gritos de la niña pudiesen llamar la atención, la había metido en la bañera a medio llenar, donde seguía jugueteando con el agua sin enterarse del peligro.
Entonces llegaron tropas de Rengam y se desplegaron entre las arboledas; un distante toque de corneta anunció la retirada de los comunistas y pudimos contar nuestras pérdidas. Además de Abdul, que permanecía silencioso junto a su hermano caído, sólo otro malayo quedaba de los 15 hombres que componían la escuadra de Yusof. El cabo estaba aún en posición de hacer fuego, con la cabeza caída sobre la carabina. Cuando le quité el arma de las manos sentí desgarradora emoción. Me pareció increíble milagro que yo mismo hubiera escapado con vida.
En Rengam, el sargento mayor Haji me saludó impasible. Me dejé caer en una silla y describí la acción de aquella mañana.
—Ha sido una desdicha —acabé diciendo tristemente— que el Paño Rojo no haya librado esta vez a Yusof Hussein.
—Nada tiene de sorprendente, jefe —contestó Haji con mucha simpatía en su atronadora voz— puesto que era usted quien lo llevaba.
Levanté hacia él los asombrados ojos y pregunté:
—¿Qué demonios quiere usted decir ?
—El kris que Yusof le dio a usted ... ¿No lo ha abierto? El Paño Rojo está en la empuñadura del cuchillo.
Aturdido saqué el pequeño kris y descubrí que la empuñadura se soltaba fácilmente de la espiga. Dentro, apretadamente recogido, estaba el Kain Merah de Yusof Hussein bin Jaffa. Me quedé mirando, casi sin creer a mis ojos, mientras en la palma de mi mano el Kain Merah se convertía en borrosa mancha carmesí y comprendía por vez primera la plena significación del acto de Yusof.
Yo era cristiano y no creía en su Kain Merah, pero Yusof Hussein era musulmán y creía en él. Y «nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos.
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