Lewis y Clark
no sabían a dónde iban, pero llegaron al desconocido lugar de su destino y
clavaron allí la bandera de los Estados Unidos.
ÉMULOS DE LOS CONQUISTADORES
Condensado
de
«The American Legion Magazine»)
Por Richard L. Neuberger
RICHARD L. NEUBERGER es un joven que lleva en el corazón el Noroeste donde nació. Ha escrito un libro sobre su tierra amada —Nuestra tierra prometida — y tiene otro en preparación. Trepa por sus montañas, acampa en las márgenes de sus ríos y ha marchado sobre muchas de las huellas que, en la ruta hacia el Pacífico, dejaron Lewis y Clark. Neuberger nació en Portland hace 28 años y ha sido periodista y escritor desde los 16. Actualmente es corresponsal en el Noroeste del Times de Nueva York; envía artículos de colaboración fija al Oregonian de Portland, y colabora con frecuencia en las principales revistas norteamericanas. En noviembre último fué elegido miembro del poder legislativo en Oregón.
JOHN
ORDWAY, sargento del Ejército de los Estados Unidos, escribía a sus padres,
residentes en New Hampshire, desde San Luis,
límite final de la civilización norteamericana: «Queridos
padres: formo parte de una expedición que va a aventurarse en el interior de
Norteamérica para explorar el Oeste. La dirigen el
Capitán Lewis y el Teniente Clark, que han sido nombrados por el mismo
Presidente Jefferson. Tenemos que remontar el río Misurí para seguir después
por tierra hasta el Océano Occidental».
Un correo pasó por el campamento recogiendo mensajes parecidos de aquellos
hombres que ninguna seguridad tenían de que volviera a saberse de ellos.
Después,
ya avanzada la lluviosa tarde del 14 de mayo de
1804, los 29 miembros de la partida embarcaban en dos largas lanchas
remeras y en una especie de gabarra de 17 metros. Se habían lanzado hacia lo
desconocido.
En San Luis la geografía se acababa y empezaba el mito. ¿Era una leyenda lo que cuchicheaban los indios acerca de las enhiestas
montañas coronadas de perpetua nieve? ¿qué habría en realidad de lo
que ellos contaban de esas Montañas Rocosas o
Resplandecientes cuyas cumbres se hundían en el cielo? Cuando Jefferson desempeñó la Embajada de Francia, había
oído a los marinos que navegaron con el capitán Cook en sus viajes
por el Pacífico, descripciones de bosques inmensos como el mar y como él
eternamente verdes, y de picos altos como los Alpes, en la costa occidental de América. ¿Que había de cierto en aquellas
narraciones? La viva imaginación de Jefferson, encendida por
aquellos relatos, le había hecho soñar en una
expedición de hombres decididos que «explorasen la vasta selva de allende el
Misisipí y trazaran una línea de comunicación entre uno y otro mar».
Luego que sus enviados hubieron comprado a
Napoleón en quince millones de dólares el
millón de millas cuadradas que Francia
reclamaba como suyas al poniente del Misisipí, Jefferson pidió al Congreso un crédito de dos mil
quinientos dólares para la expedición. «Y descubramos lo que hay al
otro lado», fué la frase final de su dicurso.
El Presidente escogió para dirigir la expedición
a su secretario particular, el capitán del Ejército Meriwether Lewis,
que frisaba en los 29 años y en cuya invencible decisión tenía Jefferson
absoluta fe. Se necesitaba un hombre de temple; podían presentarse otros
peligros que la selva virgen e infinitas tentaciones de volverse atrás. Se jugaba el porvenir de los Estados Unidos, puesto que los ingleses habían hablado de enviar tropas e izar el Union Jack en la desembocadura del
Columbia.
Jefferson le indicó a Lewis la conveniencia de que la expedición llevara un
segundo jefe, y Lewis, a quien se dejó en libertad de elegir la persona que
debiera serio, designó para el cargo a su mejor
amigo, William Clark, hombre de 34 años y teniente de artillería.
Los dos hacían fuerte contraste. Lewis, delgado, de provocadora mandíbula y
ojos de un gris pizarra, era taciturno, casi sombrío. Clark, coloradote, de
rojizos cabellos, jamás estaba serio ni callado. Su alegre parloteo reanimaba
muchas veces el espíritu de la cansada tropa en la incesante marcha. Le gustaba escabullirse de entre los oficiales para comer
el rancho con los soldados y llamaba
por su nombre de pila lo mismo a los coroneles que a los cabos. Se entendió con los indios mejor que ningún otro
norteamericano, probablemente porque
los trataba como a iguales.
Clark anduvo de uno a otro puesto fronterizo, buscando hombres escogidos que
quisieran llevar la bandera de su patria al Océano Occidental. Lewis se encargó
de los bastimentos, que comprendían espejos, telas
rojas, agujas, abalorios, camisas de percal y otras baratijas para regalar a
los indios.
Los hombres elegidos para la expedición fueron alistados en el Ejército con una
soldada de diez dólares para cada individuo de tropa, de
quince para cada uno de los tres sargentos,
y de ochenta por cabeza para Lewis y Clark, más una adehala de parcelas de
tierra. Era dudoso que sobrevivieran para gozar las recompensas.
Su destino eventual era algo tan indefinido que
Jefferson les dió cartas de recomendación para «los cónsules norteamericanos en
Batavia, Java y el Cabo de Buena Esperanza».
La partida era una avanzada de la expansión nacional que remontaba a remo el
lento curso del Misurí, bajo la bandera de las quince
estrellas. Su miembro más viejo era Patrick Gass, que tenía 33
años; el más joven era John Colter, que contaba 16. Junto a los naturales de
Kentucky, escogidos por su pericia forestal, había cazadores de Virginia,
carpinteros de Pensilvania, hombres venidos de
Irlanda, Escocia, Holanda y Francia. En el primer bote, se sentaba en cuclillas cerca del teniente Clark su
criado negro, York.
No necesitaron los exploradores alejarse mucho para darse cuenta de la
inutilidad del mapa que les había facilitado el Presidente; ni siquiera
indicaba la dirección exacta del río. Todo lo que podían hacer era seguir el
Misurí hasta sus fuentes. De allí un cálculo de rumbo podía llevarlos al mar.
Durante algunos meses el viaje fué idílico — cómodos campamentos nocturnos,
días sin más ocurrencias que el goce del paisaje. A
la luz de la hoguera los dos jefes trabajaban afanosamente en sus diarios para
satisfacer los deseos de completa información del Presidente y el Congreso
sobre plantas, árboles, bestias, aves e indios. Una noche, Lewis
escribió: «Además del ciervo común, que abunda
mucho, vimos cabras, alces, búfalos, antílopes, ciervos de cola negra, y
corpulentos lobos». Un día contaron
52 rebaños de bisontes.
A los tres meses de haber salido de San Luis los aventureros habían viajado
1360 kilómetros y se encontraban a no gran distancia del lugar en que hoy se
alza Sioux City, en el Estado de Iowa. Entonces empezó lo más duro. La
desgarbada gabarra encallaba constantemente en bancos de arena. Un hombre
sufrió una insolación. El sargento Charles Floyd
murió de cólico una sofocante tarde de agosto. Era
el primer soldado norteamericano que moría al Oeste del Misisipí. Le dieron
sepultura en lo alto de un cerro. Partieron las barcas. Los hombres
iban silenciosos y Lewis ensimismado en sus pensamientos. Un hombre muerto,
varios enfermos. El verdadero peligro empezaba ahora.
Aquella noche, en vez de nombrar un nuevo sargento, Lewis facultó a los hombres
para designar el sucesor de Floyd. Tras muchas discusiones, nombraron tres
candidatos; de los cuales fué el elegido Patrick Gass. A la mañana siguiente la
partida tornó a las barcas con renovado celo. Lewis había logrado alejar del
espíritu de sus hombres las cavilaciones sobre la pérdida del compañero.
Las desventuras se multiplicaron.
READER'S DIGEST Mayo
George Shannon , un muchacho de 19 años, se extravió en servicio de
reconocimiento y estuvo a punto de morirse de hambre. Un desprendimiento de
tierra en una de las orillas casi destruyó las preciosas provisiones. Lewis,
que normalmente se adelantaba para reconocer el terreno, tuvo que escapar a varias acometidas de espantados búfalos.
Solían hacer amistad con los indios que encontraban, quienes gruñían de contento ante las baratijas y se
deleitaban con el whisky administrado en prudentes dosis. Donde podían, citaban
a los jefes de las tribus cercanas y celebraban consejo, bajo el dosel de velas
marineras y con la bandera desplegada, para
hablarles del Gran Padre Blanco de Wáshington a quien debían ahora lealtad.
La ciudad de Council Bluffs debe este nombre a haberse celebrado allí una de
estas juntas.
Un vagabundo mestizo, Toussaint Charbonneau, a
quien la partida había recogido en ruta, les servía de intérprete. Le acompañaba su esposa, una india de 19 años, llamada
Sacajawea, de esbelta figura, largas trenzas y oscuros ojos. Seis años atrás, unos atrevidos merodeadores la habían
robado a los indios shoshones y Charbonneau
se la había ganado a los raptores en una partida de juego. Lewis y Clark vacilaron mucho para admitir una mujer en
la expedición, pero se decidieron ante la desesperada necesidad que
tenían de Charbonneau. Por otra parte, se decía que
la tribu de Sacajawea vivía al otro lado de las altas montañas; y
cabía esperar que la india reconociera el camino.
A praderas y vegas sucedieron colinas ondulantes y a éstas, duras mesetas. Pero
siempre quedaba la tierra al horizonte. Dónde se
acababa? ¿Dónde estaba el Océano
Occidental?
Las primeras grandes nevadas cayeron en noviembre, encerrando a la partida
cerca del lugar que hoy ocupa Bismarck, en la Dakota del Norte. En medio año
habían recorrido 2575 kilómetros Misurí arriba. Habían llegado hasta allí
algunos mercaderes pero ningún hombre blanco había
ido más lejos. Construyeron una empalizada a la que llamaron Fort
Mandan, por amistad con los indios de este nombre, y
allí dió a luz Sacajawea un niño durante el invierno.
El 7 de abril, la corriente arrastró los últimos hielos y la partida abandonó a
Fort Mandan. También hubo que abandonar la gabarra, demasiado grande para el
Misurí, que se iba estrechando, la cual no era ya indispensable, dado lo
reducido de las provisiones. La sustituyeron seis canoas hechas con pieles de
bufalo y ramas de mimbre.
La naturaleza se iba haciendo cada vez más salvaje y menos hospitalaria. Los mosquitos y jejenes eran una maldición. Escaseaba el búfalo, sin cuya piel no había modo de remendar
ropas y calzado, que se caían a pedazos.
Pero era entonces cuando los harapientos
expedicionarios empezaban a descubrir secretos. Encontraron enormes osos pardos para matar los cuales era menester una
docena de balas de mosquete. Pasaron semanas enteras
transportando a lomo efectos y botes, y bordeando atronadoras
cataratas que bautizaron con el nombre de Grandes Cataratas del Misurí. El 26 de mayo, Lewis, que
se había adelantado, como de costumbre, para efectuar un reconocimiento, volvió
al campo entusiasmado. ¡Acababa de columbrar
majestuosas montañas!
El Día de la Independencia de 1805, lo
celebraron al pie de las Rocosas a 4000 kilómetros y a 14 meses de distancia de
San Luis. Bebieron con avidez su último aguardiente. También
escaseaban las otras provisiones. Lewis escribió en su diario: «Todos creemos
que estamos a punto de entrar en la parte más peligrosa de nuestro viaje».
Solamente la muchacha india, con su niño
amarrado a la espalda, tenía una noción muy vaga del lugar donde se
encontraban. Desenterrando recuerdos de su
niñez, Sacajawea reconoció una cala en la que su tribu había
recogido greda para pintarrajearse, según lo acostumbraban al guerrear. Cuando
el mermado Misurí se dividió súbitamente en tres brazos, la buena memoria de la india volvió a ser útil, pues
gracias a ella pudo guiar a los expedicionarios por el brazo de
corriente más viva, al que llamaron río Jefferson.
El río torcía a través de un laberinto de muros volcánicos en los que clavaba
sus garras de espuma. A veces zozobraban los botes y la carga, arrastrada por
la corriente, se iba río abajo. Los hombres vadeaban tirando de sus mojadas
embarcaciones con largas cuerdas y sin poder caminar por las escarpadas
orillas. «Los hombres se están debilitando a
causa de la continua mojadura», anotó el capitán. Guijos de dura piedra que les quedaban en las abarcas les
herían los pies, que goteaban sangre. Habían alcanzado el
punto más alto de la vertiente a que podía llegarse remontando el río. Doquiera
que miraban, la línea del cielo era una fila mellada
de pináculos, «montañas apiladas sobre montañas», picachos tales como nunca
habían visto ojos norteamericanos. Cada
loma subida traía la visión de otra loma más alta. Así llegaron a la región en
que hoy día se juntan los estados de Montana e Idaho, donde las
Rocosas y las Bitter Root corren paralelas. Lewis envió exploradores en
diversas direcciones en busca de alguna salida. Volvieron desconcertados y
cuatro de ellos heridos a consecuencia de caídas.
Para entonces Lewis se había dado cuenta de que le era
menester encontrar a los shoshones o desistir de continuar la expedición.
Sus fatigados hombres no podían ascender aquellas montañas; necesitaban
caballos. Las raciones eran cortas y no hubieran
sobrevivido a un invierno en las Rocosas. Pronto empezarían las
nieves y no podrían volver. No habían visto un indio durante cuatro meses,
aunque Sacajawea había reconocido dos veces las señales de humo de su pueblo.
Lewis escogió tres hombres y avanzó. Todas las mañanas al abandonar el campamento dejaban abalorios y espejos,
muestras de amistad para cualquier indio que acertara a tropezar con las
cenizas de las hogueras. Al fin, desgarrados y exhaustos, alcanzaron
la cima de una elevada loma y vieron la vertiente de las Rocosas que da hacia
el Pacífico. Allí desplegaron la bandera. Les
quedaban dos libras de harina.
CUANDO el cacique Cameahwait y 60 jinetes shoshones subieron a trote corto a la
cima del Paso de Lemhi al atardecer del 13 de
agosto, vieron dirigirse hacia ellos tambaleante a un extranjero alto y
harapiento, de pálida piel. Llevaba en
la mano derecha una tela roja, blanca y azul. Cincuenta pasos
detrás había otros tres extranjeros con largos palos negros. «Taba bone
(hombre blanco)», dijo el ojeroso extranjero.
«¡A jai i! (¡me alegro mucho!) »,replicó gravemente el joven cacique.
Allí, en lo más alto del continente, el
empenachado salvaje y el caballero de Virginia se abrazaron y se dieron mutua
palmada en la espalda.
La caza había sido escasa aquel año y los shoshones tenían hambre, pero
compartieron lo que tenían con los hombres blancos. El pulso del capitán se
aceleró cuando el jefe le ofreció salmón asado.
¡Salmón del mar! Lewis cambió adornos,
chupas, mantas y cuchillos por 38 caballos que envió para traer al resto de la
partida. Cuando todos se reunieron, hubo un incidente dramático. Sacajawea saludó a Cameahwait con afectuosos gritos. ¡Eran
hermanos! Sin embargo, cuando los indios se fueron Sacajawea
prefirió continuar con su marido a volver con su gente.
Un anciano shoshone de blancos cabellos, a quien Clark bautizó con el nombre de
Toby, se ofreció para guía. Sirvió para muy poco. Erraron por las Bitter Root
como hombres en una fortaleza cerrada, mientras la nieve empezó a cerrarles el
paso. Las provisiones se acabaron. Tuvieron que
matar algunos caballos que también se morían de hambre en la tierra
desnuda de vegetación. Un día sólo hubo un par
de faisanes para 32 bocas. Registraron la cala de Hungry Creek en busca de cangrejos; buscaron raíces que arrancar.
Una noche tuvieron por cena la carne de un
lobo que había matado el capitán. Lewis dió su montura a uno de
los hombres y continuó adelante, a pie. Un caballo
cargado de ropa de invierno resbaló, se asustó y cayó a un precipicio.
Al fin, llegaron a campo abierto. Parecían
esqueletos y hasta el inexorable jefe, Lewls, desfalleció.
Mientras yacía enfermo a orillas del río Clearwater, el resto de la partida
desbastó más troncos de pino, los vació por medio de fuego y trató de darles la
forma de unas toscas canoas. Era una tarea
demasiado dura para aquellos hombres extenuados y progresaba muy
lentamente.
Pero llegó un día en que las canoas flotaron río abajo por el Clearwater hasta
su confluencia con el Snake, en el lugar donde hoy se alza Lewlston, en el
Estado de Idaho. Bogaron descendiendo el curso del Snake y hacia mediados de
octubre llegaron a un gran río que venía del Norte y se dirigía hacia
Occidente. ¡Era el Columbia, el «gran río Oregón»,
que almas aventureras venían soñando con explorar desde hacía dos generaciones!
Durante tres semanas más siguieron remando en las voluminosas canoas, entre
verdes montañas, praderas herbosas y bosques de abetos. Una noche tranquila llegó un bramar lejano a sus oídos.
Vieron luego que las aguas del río se encrespaban en olas que llevaban
dirección contraria a la de la corriente; que volaban,
como mensajeras de buenas noticias, las gaviotas; que el río estaba lleno de
salmones. El aire tenía un regusto de sal.
La niebla cubría el Columbia la mañana del 7 de
noviembre de 1805, pero aclaró hacia mediodía y se vió a distancia una vasta expansión sacudida por el oleaje.
Durante un momento la partida contempló
silenciosamente el mar y de pronto prorrumpieron en vítores. Clark
garrapateó en su a ratos extravagante diario: «¡Océano a la vista! ¡Qué
alegría! ¡Tenemos delante el Océano, el gran Océano que hace tanto tiempo
ansiábamos ver!»
Por primera vez, los norteamericanos habían cruzado
de costa a costa el país que poblarían más
adelante. En aquella solitaria orilla, el capitán Lewis, con la bandera
flotante a su espalda, dió gracias a los soldados en nombre del Presidente
Jefferson. Habían alcanzado su meta, adelantándose a cualquiera otra nación rival, habían recorrido 6560 kilómetros en año y medio.
Cerca de la Astoria de nuestro tiempo la expedición construyó una empalizada,
Fort Clatsop, que los abrigara durante el segundo invierno, y el Teniente Clark grabó en la corteza de un alto pino
que miraba al mar, la siguiente inscripción:
WM. CLARK 3 DE DICIEMBRE
DE 1805 POR TIERRA DESDE
LOS ESTADOSUNIDOS EN 1804 Y 1805
A
FINES de marzo de 1806 la expedi-ión emprendió el largo viaje de regreso. Costó solamente una tercera parte del
tiempo empleado en la marcha a Occidente: ahora tenían señales. Sacajawea volvió a ser inapreciable, siempre a la
cabeza de la columna, con Lewis, señalando el camino sin errar. «Tiene la misma fortaleza y resolución que
cualquier hombre de la partida», escribió Lewis. Llegaron a San Luis el 23 de septiembre
de 1806, a los seis meses del día en que salieron de Fort Clatsop.
La nación los había dado
por muertos. Habían estado ausentes dos años y cuatro meses. La entusiasmada multitud les dió escolta en
San Luis. Jefferson les escribió congratulándolos e informó triunfalmente al
Congreso del éxito de la expedición. Habían viajado 12,900 kilómetros a través de lo desconocido, habían alcanzado su
objetivo y vuelto con la pérdida de un solo hombre. La gente se asombraba de
las informaciones que habían traído: osos feroces que pesan 500 kilos, cordilleras de montañas tres veces más altas que las
Alleghanys, rebaños
de búfalos mensurables
por horizontes, carneros salvajes con cuernos en forma de cornucopias, cabras que dan saltos increíbles de
risco en risco.
La Gazette de Nueva York predijo que probablemente no volvería a viajarse por
aquella región, pero el Presidente Jefferson tuvo la visión de «una nación
grande, libre e independiente sobre las márgenes del río Columbia».
La expedición de Lewis y Clark continúa siendo la más importante que han
emprendido los Estados Unidos.
Lewis fué nombrado
gobernador de Luisiana, y Clark, ascendido a brigadier y
designado administrador de los indios de la región. Solitario, reconcentrado, no corrió con
fortuna en su cargo político. En el otoño de 1809, yendo a Wáshington para
responder a las críticas de que habían sido objeto sus métodos administrativos,
se detuvo una noche en una posada, cerca de Nashville, en Tennessee. Poco después de media noche un tiro de pistola
despertó a las gentes de la casa y el posadero encontró al explorador en el
suelo con una herida en el costado. Murió al alborear. Jefferson, abrumado por el pesar, creyó
siempre que Lewis se había suicidado. El pueblo de Tennessee mantuvo que lo habían asesinado. El misterio de su muerte no llegó a aclararse nunca. No lejos de donde murió Lewis, se
alza una columna de granito que tiene grabadas las palabras del Presidente
cuando le envió al Oeste:
Su valor era
infinito.
Su firmeza y perseverancia sólo
se
rendían a lo imposible.
Los árboles
inclinan sus ramas sobre la tumba; en las noches tormentosas, el bramido del viento que los sacude recuerda el de las olas que se
estrellan contra la distante costa del Pacífico.
Copyright 1941, The American Legion, 15 W. 48 Sí., Nueva York.
68 (The American Legion Magazine, Marzo, 1941) SELECCIONES
DEL READER'S DIGEST Mayo de 1941
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