jueves, 28 de julio de 2022

ÉMULOS DE LOS CONQUISTADORES

Lewis y Clark no sabían a dónde iban, pero llegaron al desconocido lugar de su destino y clavaron allí la bandera de los Estados Unidos.
ÉMULOS DE LOS CONQUISTADORES   

 Condensado de
«The American Legion Magazine»)
Por Richard L. Neuberger

 RICHARD L. NEUBERGER es un joven que lleva en el corazón el Noroeste donde nació. Ha escrito un libro sobre su tierra amada —Nuestra tierra prometida — y tiene otro en preparación. Trepa por sus montañas, acampa en las márgenes de sus ríos y ha marchado sobre muchas de las huellas que, en la ruta hacia el Pacífico, dejaron Lewis y Clark. Neuberger nació en Portland hace 28 años y ha sido periodista y escritor desde los 16. Actualmente es corresponsal en el Noroeste del Times de Nueva York; envía artículos de colaboración fija al Oregonian de Portland, y colabora con frecuencia en las principales revistas norteamericanas. En noviembre último fué elegido miembro del poder legislativo en Oregón.

 JOHN ORDWAY, sargento del Ejército de los Estados Unidos, escribía a sus padres, residentes en New Hampshire, desde San Luis, límite final de la civilización norteamericana: «Queridos padres: formo parte de una expedición que va a aventurarse en el interior de Norteamérica para explorar el Oeste. La dirigen el Capitán Lewis y el Teniente Clark, que han sido nombrados por el mismo Presidente Jefferson. Tenemos que remontar el río Misurí para seguir después por tierra hasta el Océano Occidental».
Un correo pasó por el campamento recogiendo mensajes parecidos de aquellos hombres que ninguna seguridad tenían de que volviera a saberse de ellos.

 Después, ya avanzada la lluviosa tarde del 14 de mayo de 1804, los 29 miembros de la partida embarcaban en dos largas lanchas remeras y en una especie de gabarra de 17 metros. Se habían lanzado hacia lo desconocido.
En San Luis la geografía se acababa y empezaba el mito. ¿Era una leyenda lo que cuchicheaban los indios acerca de las enhiestas montañas coronadas de perpetua nieve? ¿qué habría en realidad de lo que ellos contaban de esas Montañas Rocosas o Resplandecientes cuyas cumbres se hundían en el cielo? Cuando Jefferson desempeñó la Embajada de Francia, había oído a los marinos que navegaron con el capitán Cook en sus viajes por el Pacífico, descripciones de bosques inmensos como el mar y como él eternamente verdes, y de picos altos como los Alpes, en la costa occidental de América. ¿Que había de cierto en aquellas narraciones? La viva imaginación de Jefferson, encendida por aquellos relatos, le había hecho soñar en una expedición de hombres decididos que «explorasen la vasta selva de allende el Misisipí y trazaran una línea de comunicación entre uno y otro mar».
Luego que sus enviados hubieron comprado a Napoleón en quince millones de dólares el millón de millas cuadradas que Francia reclamaba como suyas al poniente del Misisipí, Jefferson pidió al Congreso un crédito de dos mil quinientos dólares para la expedición. «Y descubramos lo que hay al otro lado», fué la frase final de su dicurso.
El Presidente escogió para dirigir la expedición a su secretario particular, el capitán del Ejército Meriwether Lewis, que frisaba en los 29 años y en cuya invencible decisión tenía Jefferson absoluta fe. Se necesitaba un hombre de temple; podían presentarse otros peligros que la selva virgen e infinitas tentaciones de volverse atrás. Se jugaba el porvenir de los Estados Unidos, puesto que los ingleses habían hablado de enviar tropas e izar el Union Jack en la desembocadura del Columbia.
Jefferson le indicó a Lewis la conveniencia de que la expedición llevara un segundo jefe, y Lewis, a quien se dejó en libertad de elegir la persona que debiera serio, designó para el cargo a su mejor amigo, William Clark, hombre de 34 años y teniente de artillería.
Los dos hacían fuerte contraste. Lewis, delgado, de provocadora mandíbula y ojos de un gris pizarra, era taciturno, casi sombrío. Clark, coloradote, de rojizos cabellos, jamás estaba serio ni callado. Su alegre parloteo reanimaba muchas veces el espíritu de la cansada tropa en la incesante marcha. Le gustaba escabullirse de entre los oficiales para comer el rancho con los soldados y llamaba por su nombre de pila lo mismo a los coroneles que a los cabos. Se entendió con los indios mejor que ningún otro norteamericano, probablemente porque los trataba como a iguales.
Clark anduvo de uno a otro puesto fronterizo, buscando hombres escogidos que quisieran llevar la bandera de su patria al Océano Occidental. Lewis se encargó de los bastimentos, que comprendían espejos, telas rojas, agujas, abalorios, camisas de percal y otras baratijas para regalar a los indios.
Los hombres elegidos para la expedición fueron alistados en el Ejército con una soldada de diez dólares para cada individuo de tropa, de quince para cada uno de los tres sargentos, y de ochenta por cabeza para Lewis y Clark, más una adehala de parcelas de tierra. Era dudoso que sobrevivieran para gozar las recompensas. Su destino eventual era algo tan indefinido que Jefferson les dió cartas de recomendación para «los cónsules norteamericanos en Batavia, Java y el Cabo de Buena Esperanza».
La partida era una avanzada de la expansión nacional que remontaba a remo el lento curso del Misurí, bajo la bandera de las quince estrellas. Su miembro más viejo era Patrick Gass, que tenía 33 años; el más joven era John Colter, que contaba 16. Junto a los naturales de Kentucky, escogidos por su pericia forestal, había cazadores de Virginia, carpinteros de Pensilvania, hombres venidos de Irlanda, Escocia, Holanda y Francia. En el primer bote, se sentaba en cuclillas cerca del teniente Clark su criado negro, York.
No necesitaron los exploradores alejarse mucho para darse cuenta de la inutilidad del mapa que les había facilitado el Presidente; ni siquiera indicaba la dirección exacta del río. Todo lo que podían hacer era seguir el Misurí hasta sus fuentes. De allí un cálculo de rumbo podía llevarlos al mar.
Durante algunos meses el viaje fué idílico — cómodos campamentos nocturnos, días sin más ocurrencias que el goce del paisaje. A la luz de la hoguera los dos jefes trabajaban afanosamente en sus diarios para satisfacer los deseos de completa información del Presidente y el Congreso sobre plantas, árboles, bestias, aves e indios. Una noche, Lewis escribió: «Además del ciervo común, que abunda mucho, vimos cabras, alces, búfalos, antílopes, ciervos de cola negra, y corpulentos lobos». Un día contaron 52 rebaños de bisontes.
A los tres meses de haber salido de San Luis los aventureros habían viajado 1360 kilómetros y se encontraban a no gran distancia del lugar en que hoy se alza Sioux City, en el Estado de Iowa. Entonces empezó lo más duro. La desgarbada gabarra encallaba constantemente en bancos de arena. Un hombre sufrió una insolación. El sargento Charles Floyd murió de cólico una sofocante tarde de agosto. Era el primer soldado norteamericano que moría al Oeste del Misisipí. Le dieron sepultura en lo alto de un cerro. Partieron las barcas. Los hombres iban silenciosos y Lewis ensimismado en sus pensamientos. Un hombre muerto, varios enfermos. El verdadero peligro empezaba ahora.
Aquella noche, en vez de nombrar un nuevo sargento, Lewis facultó a los hombres para designar el sucesor de Floyd. Tras muchas discusiones, nombraron tres candidatos; de los cuales fué el elegido Patrick Gass. A la mañana siguiente la partida tornó a las barcas con renovado celo. Lewis había logrado alejar del espíritu de sus hombres las cavilaciones sobre la pérdida del compañero.
Las desventuras se multiplicaron.
READER'S DIGEST    Mayo
George Shannon , un muchacho de 19 años, se extravió en servicio de reconocimiento y estuvo a punto de morirse de hambre. Un desprendimiento de tierra en una de las orillas casi destruyó las preciosas provisiones. Lewis, que normalmente se adelantaba para reconocer el terreno, tuvo que escapar a varias acometidas de espantados búfalos.
Solían hacer amistad con los indios que encontraban, quienes gruñían de contento ante las baratijas y se deleitaban con el whisky administrado en prudentes dosis. Donde podían, citaban a los jefes de las tribus cercanas y celebraban consejo, bajo el dosel de velas marineras y con la bandera desplegada, para hablarles del Gran Padre Blanco de Wáshington a quien debían ahora lealtad. La ciudad de Council Bluffs debe este nombre a haberse celebrado allí una de estas juntas.
Un vagabundo mestizo, Toussaint Charbonneau, a quien la partida había recogido en ruta, les servía de intérprete. Le acompañaba su esposa, una india de 19 años, llamada Sacajawea, de esbelta figura, largas trenzas y oscuros ojos. Seis años atrás, unos atrevidos merodeadores la habían robado a los indios shoshones y Charbonneau se la había ganado a los raptores en una partida de juego. Lewis y Clark vacilaron mucho para admitir una mujer en la expedición, pero se decidieron ante la desesperada necesidad que tenían de Charbonneau. Por otra parte, se decía que la tribu de Sacajawea vivía al otro lado de las altas montañas; y cabía esperar que la india reconociera el camino.
A praderas y vegas sucedieron colinas ondulantes y a éstas, duras mesetas. Pero siempre quedaba la tierra al horizonte. Dónde se acababa? ¿Dónde estaba el Océano Occidental?
Las primeras grandes nevadas cayeron en noviembre, encerrando a la partida cerca del lugar que hoy ocupa Bismarck, en la Dakota del Norte. En medio año habían recorrido 2575 kilómetros Misurí arriba. Habían llegado hasta allí algunos mercaderes pero ningún hombre blanco había ido más lejos. Construyeron una empalizada a la que llamaron Fort Mandan, por amistad con los indios de este nombre, y allí dió a luz Sacajawea un niño durante el invierno.
El 7 de abril, la corriente arrastró los últimos hielos y la partida abandonó a Fort Mandan. También hubo que abandonar la gabarra, demasiado grande para el Misurí, que se iba estrechando, la cual no era ya indispensable, dado lo reducido de las provisiones. La sustituyeron seis canoas hechas con pieles de bufalo y ramas de mimbre.
La naturaleza se iba haciendo cada vez más salvaje y menos hospitalaria. Los mosquitos y jejenes eran una maldición. Escaseaba el búfalo, sin cuya piel no había modo de remendar ropas y calzado, que se caían a pedazos.
Pero era entonces cuando los harapientos expedicionarios empezaban a descubrir secretos. Encontraron enormes osos pardos para matar los cuales era menester una docena de balas de mosquete. Pasaron semanas enteras transportando a lomo efectos y botes, y bordeando atronadoras cataratas que bautizaron con el nombre de Grandes Cataratas del Misurí. El 26 de mayo, Lewis, que se había adelantado, como de costumbre, para efectuar un reconocimiento, volvió al campo entusiasmado. ¡Acababa de columbrar majestuosas montañas!
El Día de la Independencia de 1805, lo celebraron al pie de las Rocosas a 4000 kilómetros y a 14 meses de distancia de San Luis. Bebieron con avidez su último aguardiente. También escaseaban las otras provisiones. Lewis escribió en su diario: «Todos creemos que estamos a punto de entrar en la parte más peligrosa de nuestro viaje».
Solamente la muchacha india, con su niño amarrado a la espalda, tenía una noción muy vaga del lugar donde se encontraban. Desenterrando recuerdos de su niñez, Sacajawea reconoció una cala en la que su tribu había recogido greda para pintarrajearse, según lo acostumbraban al guerrear. Cuando el mermado Misurí se dividió súbitamente en tres brazos, la buena memoria de la india volvió a ser útil, pues gracias a ella pudo guiar a los expedicionarios por el brazo de corriente más viva, al que llamaron río Jefferson.
El río torcía a través de un laberinto de muros volcánicos en los que clavaba sus garras de espuma. A veces zozobraban los botes y la carga, arrastrada por la corriente, se iba río abajo. Los hombres vadeaban tirando de sus mojadas embarcaciones con largas cuerdas y sin poder caminar por las escarpadas orillas. «Los hombres se están debilitando a causa de la continua mojadura», anotó el capitán. Guijos de dura piedra que les quedaban en las abarcas les herían los pies, que goteaban sangre. Habían alcanzado el punto más alto de la vertiente a que podía llegarse remontando el río. Doquiera que miraban, la línea del cielo era una fila mellada de pináculos, «montañas apiladas sobre montañas», picachos tales como nunca habían visto ojos norteamericanos. Cada loma subida traía la visión de otra loma más alta. Así llegaron a la región en que hoy día se juntan los estados de Montana e Idaho, donde las Rocosas y las Bitter Root corren paralelas. Lewis envió exploradores en diversas direcciones en busca de alguna salida. Volvieron desconcertados y cuatro de ellos heridos a consecuencia de caídas.
Para entonces Lewis se había dado cuenta de que le era menester encontrar a los shoshones o desistir de continuar la expedición.
Sus fatigados hombres no podían ascender aquellas montañas; necesitaban caballos. Las raciones eran cortas y no hubieran sobrevivido a un invierno en las Rocosas. Pronto empezarían las nieves y no podrían volver. No habían visto un indio durante cuatro meses, aunque Sacajawea había reconocido dos veces las señales de humo de su pueblo.
Lewis escogió tres hombres y avanzó. Todas las mañanas al abandonar el campamento dejaban abalorios y espejos, muestras de amistad para cualquier indio que acertara a tropezar con las cenizas de las hogueras. Al fin, desgarrados y exhaustos, alcanzaron la cima de una elevada loma y vieron la vertiente de las Rocosas que da hacia el Pacífico. Allí desplegaron la bandera. Les quedaban dos libras de harina.
CUANDO el cacique Cameahwait y 60 jinetes shoshones subieron a trote corto a la cima del Paso de Lemhi al atardecer del 13 de agosto, vieron dirigirse hacia ellos tambaleante a un extranjero alto y harapiento, de pálida piel. Llevaba en la mano derecha una tela roja, blanca y azul. Cincuenta pasos detrás había otros tres extranjeros con largos palos negros. «Taba bone (hombre blanco)», dijo el ojeroso extranjero.
«¡A jai i! (¡me alegro mucho!) »,replicó gravemente el joven cacique. Allí, en lo más alto del continente, el empenachado salvaje y el caballero de Virginia se abrazaron y se dieron mutua palmada en la espalda.
La caza había sido escasa aquel año y los shoshones tenían hambre, pero compartieron lo que tenían con los hombres blancos. El pulso del capitán se aceleró cuando el jefe le ofreció salmón asado. ¡Salmón del mar! Lewis cambió adornos, chupas, mantas y cuchillos por 38 caballos que envió para traer al resto de la partida. Cuando todos se reunieron, hubo un incidente dramático. Sacajawea saludó a Cameahwait con afectuosos gritos. ¡Eran hermanos! Sin embargo, cuando los indios se fueron Sacajawea prefirió continuar con su marido a volver con su gente.
Un anciano shoshone de blancos cabellos, a quien Clark bautizó con el nombre de Toby, se ofreció para guía. Sirvió para muy poco. Erraron por las Bitter Root como hombres en una fortaleza cerrada, mientras la nieve empezó a cerrarles el paso. Las provisiones se acabaron. Tuvieron que matar algunos caballos que también se morían de hambre en la tierra desnuda de vegetación. Un día sólo hubo un par de faisanes para 32 bocas. Registraron la cala de Hungry Creek en busca de cangrejos; buscaron raíces que arrancar. Una noche tuvieron por cena la carne de un lobo que había matado el capitán. Lewis dió su montura a uno de los hombres y continuó adelante, a pie. Un caballo cargado de ropa de invierno resbaló, se asustó y cayó a un precipicio.
Al fin, llegaron a campo abierto. Parecían esqueletos y hasta el inexorable jefe, Lewls, desfalleció. Mientras yacía enfermo a orillas del río Clearwater, el resto de la partida desbastó más troncos de pino, los vació por medio de fuego y trató de darles la forma de unas toscas canoas. Era una tarea demasiado dura para aquellos hombres extenuados y progresaba muy lentamente.
Pero llegó un día en que las canoas flotaron río abajo por el Clearwater hasta su confluencia con el Snake, en el lugar donde hoy se alza Lewlston, en el Estado de Idaho. Bogaron descendiendo el curso del Snake y hacia mediados de octubre llegaron a un gran río que venía del Norte y se dirigía hacia Occidente. ¡Era el Columbia, el «gran río Oregón», que almas aventureras venían soñando con explorar desde hacía dos generaciones!
Durante tres semanas más siguieron remando en las voluminosas canoas, entre verdes montañas, praderas herbosas y bosques de abetos. Una noche tranquila llegó un bramar lejano a sus oídos. Vieron luego que las aguas del río se encrespaban en olas que llevaban dirección contraria a la de la corriente; que volaban, como mensajeras de buenas noticias, las gaviotas; que el río estaba lleno de salmones. El aire tenía un regusto de sal.
La niebla cubría el Columbia la mañana del 7 de noviembre de 1805, pero aclaró hacia mediodía y se vió a distancia una vasta expansión sacudida por el oleaje. Durante un momento la partida contempló silenciosamente el mar y de pronto prorrumpieron en vítores. Clark garrapateó en su a ratos extravagante diario: «¡Océano a la vista! ¡Qué alegría! ¡Tenemos delante el Océano, el gran Océano que hace tanto tiempo ansiábamos ver!»
Por primera vez, los norteamericanos habían cruzado de costa a costa el país que poblarían más adelante. En aquella solitaria orilla, el capitán Lewis, con la bandera flotante a su espalda, dió gracias a los soldados en nombre del Presidente Jefferson. Habían alcanzado su meta, adelantándose a cualquiera otra nación rival, habían recorrido 6560 kilómetros en año y medio.
Cerca de la Astoria de nuestro tiempo la expedición construyó una empalizada, Fort Clatsop, que los abrigara durante el segundo invierno,
y el Teniente Clark grabó en la corteza de un alto pino que miraba al mar, la siguiente inscripción:
WM. CLARK 3 DE DICIEMBRE

 DE 1805 POR TIERRA DESDE 

LOS ESTADOSUNIDOS EN 1804 Y 1805

A FINES de marzo de 1806 la expedi-ión emprendió el largo viaje de regreso. Costó solamente una tercera parte del tiempo empleado en la marcha a Occidente: ahora tenían señales. Sacajawea volvió a ser inapreciable, siempre a la cabeza de la columna, con Lewis, señalando el camino sin errar. «Tiene la misma fortaleza y resolución que cualquier hombre de la partida», escribió Lewis. Llegaron a San Luis el 23 de septiembre de 1806, a los seis meses del día en que salieron de Fort Clatsop.
La nación los había dado por muertos. Habían estado ausentes dos años y cuatro meses. La entusiasmada multitud les dió escolta en San Luis. Jefferson les escribió congratulándolos e informó triunfalmente al Congreso del éxito de la expedición. Habían viajado 12,900 kilómetros a través de lo desconocido, habían alcanzado su objetivo y vuelto con la pérdida de un solo hombre. La gente se asombraba de las informaciones que habían traído: osos feroces que pesan 500 kilos, cordilleras de montañas tres veces más altas que las Alleghanys, rebaños de búfalos mensurables por horizontes, carneros salvajes con cuernos en forma de cornucopias, cabras que dan saltos increíbles de risco en risco.
La Gazette de Nueva York predijo que probablemente no volvería a viajarse por aquella región, pero el Presidente Jefferson tuvo la visión de «una nación grande, libre e independiente sobre las márgenes del río Columbia».
La expedición de Lewis y Clark continúa siendo la más importante que han emprendido los Estados Unidos.
Lewis fué nombrado gobernador de Luisiana, y Clark, ascendido a brigadier y designado administrador de los indios de la región. Solitario, reconcentrado, no corrió con fortuna en su cargo político. En el otoño de 1809, yendo a Wáshington para responder a las críticas de que habían sido objeto sus métodos administrativos, se detuvo una noche en una posada, cerca de Nashville, en Tennessee. Poco después de media noche un tiro de pistola despertó a las gentes de la casa y el posadero encontró al explorador en el suelo con una herida en el costado. Murió al alborear. Jefferson, abrumado por el pesar, creyó siempre que Lewis se había suicidado. El pueblo de Tennessee mantuvo que lo habían asesinado. El misterio de su muerte no llegó a aclararse nunca. No lejos de donde murió  Lewis, se alza una columna de granito que tiene grabadas las palabras del Presidente cuando le envió al Oeste:
Su valor era infinito. 

Su firmeza y perseverancia sólo

se rendían a lo imposible.
Los árboles inclinan sus ramas sobre la tumba; en las noches tormentosas, el bramido del viento que los sacude recuerda el de las olas que se estrellan contra la distante costa del Pacífico.      
Copyright 1941, The American Legion, 15 W. 48 Sí., Nueva York. 68    (The American Legion Magazine, Marzo, 1941) SELECCIONES DEL READER'S DIGEST Mayo de 1941

 

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