Si de sus ondas el murmullo oyeres, no desoigas la voz con que te llama
EL
ARROYUELO AMIGO
(Condensado de «The Ave Maria»)
Por Arthur Wallace Peach
Seleccines del Reader´s Digest
Junio de 1947
POR LA VIDA de todo hombre debiera cruzar—en alguna ocasión, en alguna época—el encanto de un
arroyuelo.
Podrá ser el arroyuelo que, oculto entre la yerba, le acarició inesperadamente
el oído aquella tarde de vacaciones en que vagaba por un sendero; o el
arroyuelo compañero de su niñez, ése cuyo recuerdo no han borrado los años.
Acaso sea un ensoñado arroyuelo, semejante al que, en el poema de Ténnyson,
pasa con murmullo apaciguador por la mente fatigada de la lucha y el tumulto
cotidianos. Dondequiera y en cualquier tiempo que lo encuentre, el hombre debe
dejar que el arroyuelo llene con su encanto unos momentos o unos años de su
vida.
« ¿Has reparado tú en que no hay dos arroyuelos
que suenen lo mismo; que en cada cual canta
el agua de diversa manera?»
A esta pregunta de un sagaz escritor amigo mío, no supe qué responder. Los
arroyuelos y yo éramos amigos desde hacía años. Pero nunca había prestado mayor
atención al ruido de sus aguas; ni sospechaba que hubiese diferencia de unos a
otros.
Desde aquel día empecé a oír a los arroyuelos, a escucharlos con nuevo
conocimiento. Percibí la suavidad con que uno de ellos acompañaba, a la caída
de la tarde, el canto del zorzal; sorprendí a otro
murmurándoles a los alisos maravillosos cuentos para decir los cuales nos faltarían palabras a los hombres. Un
arroyuelo conozco que, al correr monte abajo, finge, a veces, música
melancólica de campanas; otro que, en la
sombría catedral del pinar, parece que tañera dulces arpas místicas al
deslizarse por sobre la arena de los remansos. He
seguido—escuchándolo en todo su curso—al arroyuelo juguetón y bullicioso que,
por la ladera, llenaba el bosque con el ruido de sus aguas, e intentaba luego
turbar el silencio del prado, en el cual se veía obligado, al fin, a sosegar el
tumulto de sus ondas y a convertir su estrépito en murmullo. Hoy, a más de
saber que no hay dos arroyuelos que suenen lo mismo, sé también que cada
arroyuelo tiene su individualidad, pues no hay dos que puedan llamarse iguales.
Aseguran que Thoreau decía que, para aprender
todo cuanto puede enseñar un solo roble, tendría un hombre que pasarse
estudiando la vida entera. Me atrevo a creer que lo mismo puede
decirse de cualquier arroyuelo. En cada palmo de su curso iremos hallando, sea
cual fuere la estación del año, variadísimas manifestaciones de la vida. En la
orilla misma de un remanso, unas leves huellas nos hablarán de la perdiz—sombra
que se desprendió de la espesura del monte, y, mirando recelosa en torno,
atento el oído, se llegó a beber, con rápidos y graciosos movimientos de
cabeza, el agua límpida y fría. Las guijas del fondo nos invitarán al ensueño,
acaso a la meditación. Tendidos en el soleado, verdeante pradillo que baja
hacia el cauce en blando declive, bien podremos, al ver cuán sosegada va
deslizándose el agua, recordar a Santayana cuando dice que «el único alivio
para el nacimiento y la muerte es gozar del tiempo que media entre uno y otra».
La alegría de la primavera vuelve al arroyuelo retozón y cantarín en todo su
curso; en el ardor del verano, sus aguas amodorradas dialogan en voz baja con
las piedras; reflejando en sus ondas la púrpura y el oro del otoño, resbalan
hervorosas por sobre lajas y entre peñas; y en el invierno, cuando el arroyuelo
enmudece bajo su manto de nieve, guarda fielmente en el helado silencio del
cauce las notas del canto con que responderá al reclamo de las primeras brisas
primaverales.
Una mañana de otoño en que paseaba por los cerros de mi tierra nativa, tropecé
con un granjero amigo y uno de sus peones, ambos
muy ocupados en ahondar, con pala y azada, el seco cauce de un arroyuelo. Había formado la humilde corriente parte de la vida de
cinco generaciones. Cuando el granjero era
niño, el rumor del arroyuelo llegaba por la noche, como una voz cariñosa, hasta
su cama, y le hacía compañía—de igual modo que la hizo antes al padre y al
abuelo. Pero, recientemente, lluvias torrenciales, sacando de madre
a ese arroyuelo, desviaron su curso y lo alejaron de la granja. Por esto trabajaban con tanto ahínco los dos hombres,
para que volviese a correr «por donde Dios quiso que corriese », según se
limitó a explicarme el granjero. Sabía él, de igual modo que lo sé
yo, y conmigo cuantos tienen amistad con un arroyuelo, que las emociones que
éste despierta en nosotros se sienten mejor que se expresan.
Ofrecen los arroyuelos, así en su aspecto como en su modo de ser, diversidad no
menor que los hombres. Quien desee hacerse amigo de alguno, hará bien en no
buscarlo entre los que corren por el monte, a menos que sea él mismo persona
algo montaraz. De lo contrario, el monte, viendo
en el que pretende entrarse por su espesura un intruso, hará correr la voz de
alarma. Toda actividad cesará como por
encanto; enmudecerán los trinos que alegraban
el ramaje; aun los mismos peces tratarán de esconderse. Otra cosa será si hay en ese hombre que va en busca de un
arroyo alguna afinidad con el monte. Pues, entonces, la liebre
se contentará con acechar al forastero por entre las hojas de una mata; el venado levantará la cabeza y se quedará mirándolo, sin
apartarse del lugar donde estaba paciendo; el
castor seguirá tranquilamente en su faena; la .vocinglera guacharaca
continuará atronando el aire desde su rama; y hasta puede que, desde una ladera, lance un gato montés un maullido, con el
cual parecerá saludar a ese hombre a quien se siente unido por una vaga
relación que data de la época del troglodita y sus noches llenas de
espanto.
Lo mejor que cabe aconsejarles a los que se propongan buscar un arroyuelo, es
que limiten el campo de sus exploraciones a parajes frecuentados por el hombre.
Allí hallarán el arroyuelo que, alejándose de las cumbres donde nació, vino a
pasar sus días entre la gente de la sierra; o al que, en el valle, atravesando
por tierras de labor, prados y arboledas, es imagen de nuestra propia suerte,
en sus alternativas de luz y de oscuridad. Tampoco
faltará el arroyuelo filósofo, ése que, amigo de la meditación, gusta de
recogerse en la silenciosa paz de los remansos, o se desliza con lentitud,
ajeno al tiempo y sus afanes.
Es sorprendente lo que puede durar en nosotros el encanto de un arroyuelo. El otro día, hojeando uno
de los libros embeleso de mi niñez, hallé
entre sus olvidadas páginas una hojita de yerbabuena. Como si
hubiesen descorrido un telón, apareció ante mis
entornados ojos el niño que fui yo hace años. Estaba cerca del
viaducto de una carretera. Debajo del viaducto, se abría la charca formada por
el arroyuelo. Crecían con profusión por toda la
orilla el cálamo aromático y la yerbabuena; había juncales poblados de ranas;
en la charca misma, unas, pocas truchas vivían peligrosamente. ¡Qué lugar tan
fascinador para las aventuras de un chiquillo! La hojita de yerbabuena había
perdido su olor casi por completo; pero tenía el
de los recuerdos que no morirán mientras yo viva.
En la vida por la cual cruzó el encanto de un arroyuelo, habrá siempre algo que no envejece ni se marchita nunca.
¡Arriba las manos!
el teatro Ernie Pyle de Tokio, que es propiedad del ejército estadounidense, se
llevó a cabo, no hace mucho, un duelo matemático. El ábaco de alambres y
bolitas, primitivo aparato de cálculo, miles de años anterior a Cristo, y usado
aún por los japoneses, se enfrentó con una
moderna máquina calculadora. A pesar de los entusiastas vítores con que cerca
de tres mil soldados aclamaron la máquina estadounidense, el ábaco triunfó
rotundamente.
Estaban a cargo de los dos contendientes,
Kiyoshi Matsuzaki, de veintidós años, empleado del ministerio japonés de
comunicaciones, que durante siete años había estado instruyéndose en el manejo
del ábaco; y el soldado Thomas Ian Wood, empleado del departamento de
contabilidad del ejército estadounidense, que tenía cuatro años de experiencia
con las máquinas calculadoras modernas.
Matsuzaki, quien manipulaba las bolitas de madera con una rapidez que fue el
asombro de todos, usó para el desafío un soroban o ábaco japonés corriente de
los que se vendían a veinticinco centavos antes de la guerra. Wood usó una máquina eléctrica que valía setecientos
dólares.
El ábaco ganó en la suma—cincuenta cantidades de cuatro a seis dígitos. Todas
las columnas las sumó más aprisa que Wood, y en una de ellas lo aventajó por un
minuto. El ábaco ganó igualmente en la resta. Wood lo superó en la multiplicación
debido a que ésta requiere en el ábaco un gran número de movimientos; pero
Matsuzaki recobró su supremacía en la división y en el problema compuesto con
que terminó el desafío. Además, Matsuzaki fue quien hizo menos errores.
Una de las razones por las cuales el japonés ganó es la de que éste, como
todos los veteranos del ábaco, hace las operaciones sencillas en la cabeza, pone
el resultado en el ábaco, y partiendo de esa base procede hasta terminar.
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