miércoles, 2 de julio de 2025

LA CIUDAD DE SANTA FE

 A veces estando en mi trabajo, evoco esta lectura, porque es una de mis preferidas, especialmente estos pasajes " Describían la ciudad hecha enteramente de adobe e impregnada por el aroma del incienso de pino y la música de las campanas. Habla­ban, además, de la fascinación ejercida por la melódica lengua española y la gracia de las mujeres" "En torno a la plaza se apiñaba la pe­queña ciudad que la cal y la mica hacían resplandecer de blancura. Tal vez pare­ciese cálida y polvorienta durante el día, o lánguida a la hora de la siesta. Pero, cuando llegaba la noche, Santa Fe se ani­maba y embellecía. Las puertas se abrían en las estrechas callejuelas, dejando esca­par la luz anaranjada de las velas y la música de bien tañidas guitarras" Miercoles  2 de Julio de 2025

 viernes, 4 de septiembre de 2020

LA TROCHA DE SANTA FE

 De cuantas rutas llevaron al Oeste de los Estados Unidos, ninguna ofrece en su historia episodios de tan subido y novelesco interés corno ésta.
                                   LA TROCHA DE SANTA FE
 (Condensado de «The Yale Review»
                        Por Donald Culross Peattie

FABULOSA como Sarnarkanda, inacce­sible como Lhasa y vedada como la ciudad interior del antiguo Pequín, la población de Santa Fe atraía tentadora a los ciuda­danos de la flamante república norteame­ricana. No obstante lo grande de tal atracción, sólo un puñado de americanos de habla inglesa había estado hasta 1820 en la ciudad que los españoles fundaron doscientos años antes.
Porque Santa Fe se encontraba más allá de las praderas vírgenes y el ardiente desierto Cimarrón, en la vertiente opues­ta de las montañas Rocosas. Para llegar a ella era preciso cruzar más de 1100 kiló­metros de tierras de indios—habitadas por las tribus guerreras de los paunis y las tribus rapaces de los osages. Bandas de chayenos podían atravesarse por el norte en el camino del osado explorador, mien­tras que por el sur tenía la amenaza de los comanches, y en los pasos de la montaña, la de los temidos apaches que estaban siempre allí en actitud belicosa.
Los pocos exploradores que, gracias a su buena suerte y a su mucha resistencia, lograron concluir la jornada y contem­plar desde los cerros vecinos la pequeña ciudad de tejados planos, se vieron poco después encerrados en una cárcel españo­la. O expulsados y devueltos a las Gran­des Llanuras, sin armas ni caballos las más de las veces. Los que no morían en el viaje de regreso contaban historias de penalidades y actos de hostilidad como para dejar sin ánimo de intentar la aven­tura a otros exploradores.
Pero también narraban historias mara­villosas de barras de plata y monedas de oro; de minas de turquesas, y de cueros primorosamente labrados. Describían la ciudad hecha enteramente de adobe e impregnada por el aroma del incienso de pino y la música de las campanas. Habla­ban, además, de la fascinación ejercida por la melódica lengua española y la gracia de las mujeres.
Los gobernadores españoles vigilaban con profundo recelo la expansión hacia el oeste de la joven nación gigante que se llamaba los Estados Unidos. Los comer­ciantes de la ciudad de México temían por el monopolio que siempre habían ejercido en el mercado de Santa Fe, don­de podían fijar los precios que mejor les convinieran, sin ninguna competencia.
Pero ahora los gringos, los negociantes yanquis, tenían los artículos manufactu­rados—batistas y percales, terciopelos y crespones, chales de seda y lana, cuchillos, hachas, trampas, ollas y sartenes—que Santa Fe necesitaba y podía pagar con ricas pieles y metales preciosos, ansiosa­mente solicitados en los mercados esta­dounidenses. Los españoles se obstinaban en poner trabas a ese comercio.
Los vecinos de Santa Fe resentían tales trabas, y no menos que ellos, los chas­queados mercaderes yanquis, que se int­ernaban más y más hacia el Oeste, para hacer negocios de cambalache con los indios. En el otoño de 1821, el destino escogió para el cumplimiento de sus de­signios a uno de aquellos mercaderes, Guillermo Becknell, y a su partida de traficantes en pieles. Becknell había lle­gado hasta el pie de las montañas Rocosas y sabía muy bien que estaba en territorio español, cuando topó con una compañía de soldados y se dispuso resignadamente a dejarse llevar a la cárcel, y a ver con­fiscadas sus mercaderías.
Grande fue, pues, el asombro suyo al escuchar una cortés invitación a conti­nuar el viaje hasta Santa Fe en calidad de huésped del «Imperio Mexicano», que hacía sólo dos meses se había decla­rado independiente de España. Apenas librado del yugo colonial, Nuevo Méxi­co se daba prisa a abrir sus puertas a los mercaderes gringos. Becknell aceptó con entusiasmo la invitación, y cuatro días después sus carros entraban en la ciudad misteriosa que los recibió con gritos de bienvenida. La carga se vendió a magnífi­cos precios.
A su regreso a los Estados Unidos, Becknell hizo alto con su caravana en la población fronteriza de Franklin, Mi­surí. Cuando la gente se hubo congregado en torno suyo, abrió de un tajo los pelle­jos que traía en su carro, dejando que las onzas de oro españolas de que venían llenos rodasen en chorro a la calle. Los vecinos de Franklin se quedaron con la boca abierta. En aquel tiempo, la moneda metálica escaseaba en los Estados Unidos. La gran mayoría de los negocios se hacían en papel moneda, cuyo poder adquisitivo flotaba a merced de las brisas económicas.
La población de Franklin no desperdi­ció la oportunidad. Todo el que tenía un dólar corrió a invertirlo en mercaderías. Una joven invirtió 90 dólares en artícu­los, y poco después recibía de su hermano 900 dólares en monedas de oro por la parte que le correspondía en las ganancias obtenidas. Cuatro años después, en 1826, cuando cierto muchacho aventurero lla­mado Kit Carson* *Su verdadero nombre era Cristopher Carson. Fue comerciante de pieles, guía y expedicionario distinguido. Durante la guerra civil de los Estados Unidos prestó grandes servicios contra los indios y recibió el grado honorario de general de brigada.-abandonaba el banco del taller donde aprendía en Franklin el oficio de talabartero, para tomar parte en las expediciones al oeste, el importe de las exportaciones de Misurí ascendía a 90,000 dólares. En dos años más, llegaba 150.000 dólares.
No era posible que comercio tan im­portante permaneciese secreto o fuese monopolio de una población. Así, hubo de extenderse en breve, y Franklin fue el primero de los pintorescos «puertos de la pradera», nombre que ellos mismos se dieron, situados casi todos cerca de la gran curva que el río Misurí describe al Este, en su marcha hacia el mar. Los bar­cos llevaban las mercaderías hasta esos puntos, pero de allí en adelante había que hacer uso de recuas y carros toldados. De este modo fueron surgiendo «puertos » como Westport, Independence, Fort Lea­venworth y, andando el tiempo, Kansas City.
Cada uno de ellos tuvo su época de auge y despidió con salvas de fusilería la fila de carros que partían todas las prima­veras cargados de telas y ferretería para la venta, y con una buena provisión de comida y armas de fuego para el viaje. Luego acogían con entusiasmo el retorno de la expedición que traía mantas de bi­sonte, lana, pieles lujosas y onzas de oro que enloquecían a todos con su alegre retintín. Los negociantes hacían fortunas de la noche a la mañana y los carretoneros gastaban alegremente sus pesos españoles, como marineros en puerto. Florecían las tabernas, no se cerraban las casas de juego, los matones cobraban el barato y las mujeres ligeras hacían su agosto.
Pero todos los «puertos de la pradera» fueron desapareciendo o transformándose en algo diferente. El voraz Misurí se tragó a Franklin. Kansas City absorbió a Westport. Independence borró su alegre pasado para transformarse en una pobla­ción respetable.
EL NEGOCIO con Santa Fe tuvo dos resultados tangibles inmediatos en los Estados Unidos. El más notorio fue el caudal de oro y plata que Irrumpió en los negocios como una transfusión de sangre nueva. Durante el pánico de 1837, muchos pueblos fronterizos se salvaron gra­cias a la moneda española. Cuarenta y cinco mil dólares en metálico, llegados a última hora, permitieron al banco de Misurí hacer frente al pánico de deposi­tantes más peligroso de su historia. Pero nadie puede calcular el valor que tuvo el segundo de aquellos resultados: los ma­chos y las mulas de Santa Fe, origen de la mundialmente famosa mula de Misurí, cuya importancia fue decisiva para el agricultor de los Estados Unidos hasta la invención del tractor. Más fuerte que el caballo y más rápida que el buey, la mula llevó a los traficantes de Santa Fe por los peores caminos, desde las hostiles arenas del desierto Cimarrón hasta los fieros pedregales del Paso del Ratón.
Todas la primaveras salían las carava­nas para Santa Fe, con los carros atesta­dos de mercancías y los corazones encen­didos por la ilusión de las aventuras.
 «¡Arriba! ¡Arriba!» era el primer grito de la madrugada, la señal para empacar y enganchar. «¡Todo listo!» era la respues­ta que volaba luego de carro en carro, como un toque de clarín. «¡Adelante!, era el tercer grito de mando; y cien láti­gos de cuero restallaban en los lomos de las bestias que se esforzaban por arrancar y poner en movimiento las enormes ruedas. «¡A formar!» era la última voz, la señal de emparejar los carros en fila doble para la marcha. Esta formación permitía a las dos columnas hacer rápida­mente un círculo en caso de verse ataca­das por los indios.
Hacia el tercer día, la caravana dejaba atrás el último bosque del este, en Coun­cil Grove, y los carros entoldados nave­gaban, como galeones cubiertos de velas, por el mar de una llanura rasa de 65O kilómetros de anchura, engalanada a tre­chos con vistosas flores, serena a veces bajo el dosel delicadamente azul del cielo, o azotada  por nubes de granizo, rugientes ciclones y tormentas ululantes. En ocasiones abundaban por todo el camino los antíílopes y bisontes para regalo de los expedicionarios que durante las horas de reposo los asaban en grandes hogueras chisporroteantes. Pero otras veces había la temporada de penitencia, sin otra esa que tocino salado y harina agria para matar el hambre. No era raro el tormento de la sed que desesperaba a los viajeros hasta hacerlos cortar las orejas de las mulas para chupar la sangre, o matar un Bisonte para beber el agua inmunda de su estómago. Y en todo lugar donde hu­biese agua, el peligro de un indio al acecho.
Sin embargo, sólo once expediciona­rios perdieron la vida a manos de los in­dios en aquella región, desde 1821 hasta 1843. Y es que los que entonces nego­ciaban con los indios, lo mismo que quie­nes primero trajinaron la trocha de Santa Fe, no disparaban sobre los indios que veían, ni asaltaban sus tierras, ni sacrifi­caban toda la caza, como hicieron los brutales colonos que llegaron en gran número a la región veinticinco años des­pués, y cuya conducta para con los natu­rales fue tan abusiva que, agotada su pa­ciencia, las tribus se lanzaron bravamente a la lucha en defensa de sus tierras y sus vidas.
LA HISTORIA dice discretamente que  la mayoría de las caravanas llegaron a las montañas. Pero esta afirmación no significa que el ganado no pereciese, que los indios no lo robaran durante la noche, que los carros no se rompiesen, que las armas de fuego no se dispararan por acci­dente y mataran a alguno, ni que los apéndices no reventasen a 65O kilómetros de todo auxilio médico. Las penalidades, el agotamiento, el dolor y hasta la muerte eran ocurrencias comunes en la trocha de Santa Fe.
Por eso, ni el expedicionario más cur­tido podía dominar su emoción cuando al final de la llanura inclemente sin agua ni sombra, divisaba las montañas con sus cumbres nevadas que se alzaban, pri­mero, como trémulos espejismos, para trocarse luego en deliciosa realidad—masas de verdura con dombo de hielo que se destacaban sobre el fondo azul del hori­zonte. Ya era tiempo de poner rumbo al Sur, siguiendo el curso del río Purgato­rio, y dirigirse hacia el Paso del Ratón, donde hasta los trenes de nuestros días trepan jadeantes por entre los pinares. Muchos ejes se rompieron en aquel te­rrible camino pedregoso donde tres kiló­metros por día eran una buena jornada. Pero al otro lado esperaba Nuevo Mé­xico con sus mesetas rojizas como la cara de un indio viejo, y sus aires suaves como la risa de una muchacha hispana.
Y cuando los ojos alcanzaban, por fin, a divisar la fabulosa Santa Fe, los expedi­cionarios solían hacer alto y pasaban medio día en «adecentarse»—lavándose, vistiendo la ropa de fiesta, alisándose el cabello y sacando brillo a las guarniciones de las caballerías. Luego desfilaban en gran parada hasta entrar en la polvo­rienta plaza. Allí se alzaba el hermoso pa­lacio del gobernador, de más de dos siglos de antigüedad, que todavía se conserva; allí estaba el presidio con su cuartel y campo de ejercicio que resistieron el gran cerco indio de 1680. También estaba allí la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe, en cuyo penumbroso interior brilla­ba el oro de los ornamentos, mientras que arriba la plata cantaba en sus campanas. Cerrando el cuadro, La Fonda abría sus puertas hospitalarias.
En torno a la plaza se apiñaba la pe­queña ciudad que la cal y la mica hacían resplandecer de blancura. Tal vez pare­ciese cálida y polvorienta durante el día, o lánguida a la hora de la siesta. Pero, cuando llegaba la noche, Santa Fe se ani­maba y embellecía. Las puertas se abrían en las estrechas callejuelas, dejando esca­par la luz anaranjada de las velas y la música de bien tañidas guitarras que guiaban a los barbudos extranjeros en la búsqueda de sus placeres preferidos. Las mesas de monte esperaban a los jugado­res; los fandangos a los bailarines. No faltaban mujeres a quienes enamorar; y los hogares de las familias aristocráticas acogían a los yanquis refinados, sirvién­doles manjares en vajilla de plata y rega­lándoles con delicados vinos.
LA LUNA DE MIEL de Misurí y Santa Fe no podía ser larga. México y los Estados Unidos estaban fatalmente des­tinados a un choque de intereses. Una docena de causas y dos de errores come­tidos por ambas partes llevaron a ambas naciones a la guerra de 1846. La trocha se transformó en el camino que siguió Esteban Kearny con sus legiones de misurianos en su marcha hacia Nuevo México. Muchos de sus soldados cono­cerían detalladamente todos los pozos y vados, todos los pasos y emboscadas. Con dramática celeridad, Kearny se encontró a las puertas de las montañas; los jóvenes oficiales de Nuevo México, a las órdenes del general Armijo, le hicieron saber que no pelearían contra los yanquis. Kearny entró en Santa Fe sin disparar un tiro.
El viajero de nuestros días recorre casi la misma ruta que siguieron los esforzados expedicionarios de los pri­meros tiempos,, porque por razones prácticas el ferrocarril transcontinental Atchison, Topeka & Santa Fe tendió sus rieles a lo largo del camino histórico. Pero por encima de los senderos que los hombres de la trocha recorrían ayer, a cinco kilómetros por hora y entre nubes de polvo, vuelan hoy los ferrocarriles de aire acondicionado, a 16o kilómetros por hora.
Muchas de la cosas que contemplaron los expedicionarios no han cambiado ni, gracias a Dios, son susceptibles de cam­biar. Entre ellas están el amplio dosel del cielo sobre las altas planicies, la emocio­nante elevación de los picos nevados y las pintorescas mesetas rojas de Nuevo México. En la ciudad de Santa Fe se percibe todavía el delicioso aroma del incienso de pino y sigue llevando regocijo a las almas el tañido de las campanas que cantan a todas horas.
SELECCIONES DEL READER'S DIGEST OCTUBRE 1946
Anécdota ilustrativa
 SIR JOSIAH STAMP, el famoso estadista y banquero inglés fallecido en 1941, expresó durante uno de sus discursos el temor de estar hablando demasiado, y agregó: «No me gustaría verme en la misma situación del párroco que en medio de un sermón interminablemente largo se detuvo para decir con tono de repri­menda: <~ Saben? A mí no me choca que miren su reloj para ver qué horas son: lo que realmente me fastidia es que se lo lleven al oído para ver si no se ha parado> ».
The Laughter Library (Maxwell Druke)
  Dramas de la Vida cotidiana EL MENSAJE ESCONDIDO Por Miss I. A. R. Wylie NACIDA en Australia, Miss I. A. R. Wylie pasó a vivir en Inglaterra donde comenzó a los 20 una carrera literaria de gran éxito. Desde entonces ha escrito cuentos, novelas y artículos para las principales revistas de In­glaterra y los Estados Unielos, además de unos 20 libros. LA HISTORIA que voy a relatar, con unos pocos cambios nece­sarios, comienza en una pequeña al­dea de las montañas del sur de Italia.Lucía Gazzoni era una de las más alegres entre las muchachas del pue­blo, una belleza de pelo oscuro y ojos de azabache que tenía un gran en­canto y una extraordinaria vivacidad. Gozaba atormentando a los muchachos que le ponían a los pies todas sus esperanzas. Aceptaba las atenciones de alguno por unos pocos, y luego, alegremente, lo dejaba; pero así lo maltratase, jamás dejabaen él huella de resentimiento, y nin­guno de sus pretendientes cesó de adorarla.En cambio, si por algún motivo dejaban de adularla, se sentía a su vez herida en su amor propio. Por eso era inevitable que tarde o tem­prano pusiera los ojos en Giuseppe Silva, quien parecía inmune a sus encantos, para tratar de agregarlo al número de sus conquistas.En apariencia, Guiseppe no perte­necía al tipo romántico. Era corto de estatura y ancho de espaldas, y sólo el brillo chispeante de sus ojos salva­ba su rostro moreno de ser totalmen­te común; pero en el pueblo se le consideraba como el mejor partido entre los jóvenes porque además de ser el único sastre de la comarca, era relativamente acomodado. Muy há­bil para diseñar un traje, podía hacer lo que se le antojara con un par de tijeras, una aguja y un pedazo de tela. En el pueblo era parecer de to­dos que habría que ir hasta Nápoles para encontrar otro que se le pudiese comparar.En los primeros días tibios de la primavera comenzaron a levantarse en la plaza del pueblo las barracas para la feria anual. La víspera de la inauguración Lucía fue a la tiende­cilla del sastre, aparentemente para comprar unos hilos; pero después de haber hecho su compra, no se decidía a salir, mostrando aire de timidez.¿Por qué se resigna a vivir en un pueblucho como  éste?—preguntó al sastre—. Todo el mundo reconoce que usted es muy hábil, y si se fuera a Nápoles podría hacer fortuna ...—No necesito más de, lo que po­seo, señorita.—Usted no es hombre de aspira­ciones—le contestó Lucía despectiva­mente.—Me parece una tontería ambicio­nar lo que realmente no se desea o lo que nunca ha de poseerse.—¿Y qué es lo que usted de veras desea?Sin responder, siguió él haciendo su costura. De pronto ella le pregun­tó con brusca alegría:—¿ Quiere llevarme mañana a la feria?Otro hubiera saltado de gusto. El, con toda calma, le respondió:—Me encantaría, señorita.Ella tuvo que contentarse con esta fría aceptación.Al menos Giuseppe tenía sobre los- otros pretendientes una ventaja ,que no le faltaba dinero y que sabía gastarlo generosamente. Lucía le fue llevando sin resistencia de barraca en barraca y él le compró cuantos dulces y baratijas exigió su capricho.' Pero pensando quizás en que ya él era demasiado viejo para cosas seme­jantes, la dejó montar sola en el carrusel, y pacientemente la esperó' entre el grupo de los espectadores.Fue entonces cuando Lucía conoció a Roberto Bellini. Iba en el caballito que hacía pareja al de ella y reía de sus demostraciones de fingido te­rror, mientras que la sujetaba con mano firme. Ella lo conocía de nom­bre. Tenía parientes en el pueblo, a quienes venía a visitar en la época de las ferias, y se sabía que era un mozo de éxito, vendedor de vinos de los productores de Italia y de Fran­cia, y que había viajado por toda Europa.

C-Tocó en su inquieto corazón la idea de que Roberto podría ser el ca­mino para salir del hoyo del pueblo en que estaba metida ? Quizás. El caso es que se sintió feliz cuando al día siguiente fue él a su casa. Para Lucía, como para sus padres, era ob­vio á qué iba. Un joven así no hace una visita formal si no tiene serios propósitos.

Pocas semanas después Roberto hizo su propuesta de matrimonio. Salía para América como represen­tante de los productores de vinos, y quería llevarse consigo a Lucía.De la respuesta no podía dudarse. Los padres de Lucía sentían gran dolor viendo qué su hija se iba tan lejos de ellos, pero América era El Dorado para un aldeano de Italia y se felicitaban de que ella hubiese tenido tanta suerte.La noticia del compromiso se es­parció rápidamente. Cuando Giu­seppe la supo, fue a ver a los padres de Lucía y les preguntó si le permi­tían hacerle el traje de boda. Apre­suradamente agregó, para evitar ma­las interpretaciones, que ése sería su regalo. Lo aceptaron muy agrade­cidos, porque eran pobres, y el traje habría sido para ellos carga muy pesada.Así, diariamente y bien acompa­ñada, estuvo yendo Lucía al tallerci­to de Giuseppe. El se arrodillaba a sus pies e iba midiendo y probando la rica seda, tan fina y pesada que todos sabían que habría tenido que ir hasta Nápoles para comprarla. Cuando el traje estuvo terminado Lucía sonrió feliz al mirarse en el espejo. Nunca había sospechado que pudiera verse tan bella.El día de la boda fue brillante. A la noche, los padres de Lucía feste­jaron a todo el mundo en su casa. Hubo baile en la plaza, Sólo Giusep­pe estuvo ausente. Se dijo que le ha­bían llamado a ver a un pariente enfermo. Lucía estaba tan alegre y emocionada que no tuvo tiempo pa­ra pensar en él. Al día siguiente, con su marido, salió camino de América.En un principio el matrimonio anduvo tan maravillosamente como Lucía lo había soñado. Roberto era diez años mayor que ella y se mos­traba tan buen esposo como era buen negociante. Compraron una casita en los alrededores de Nueva York, y oportunamente Dios bendijo el ho­gar con dos chiquillas tan lindas y vivaces como su madre.Durante los primeros años Lucía escribió a su casa con toda regulari­dad; luego, cada vez menos. Sobre­vino la guerra. La pequeña aldea italiana fue borrándose gradualmen­te en la niebla de sus memorias infantiles. De Giuseppe no volvió a acordarse sino una vez: cuando guardó su traje de novia. Ya estaba pasado de moda, pero la tela era aún lindísima y cualquier día, quizás, le encontraría alguna aplicación.Luego, lenta e implacable, la ma­rea de la buena suerte fue bajando. Los negocios iban mal, y aunque Ro­berto era un buen vendedor, a poco sólo podía ofrecer una crecida cuenta de gastos a los productores. Después de una breve enfermedad le quita­ron las representaciones. Halló otro empleo, pero había perdido la con­fianza en sí mismo, y volvió a recaer, esta vez en términos de quedar in­habilitado para trabajar. Poco a poco fueron comiéndose sus ahorros. En un día trágico, murió de repente.Lucía no tenía a quién volver los ojos. Sus amigos estaban pasando por las mismas dificultades. Sus pa­dres habían muerto. Sus hijas, de sie­te y diez años, eran demasiado niñas para sostenerse a sí mismas.Atemorizada y descorazonada ven­dió la casa, alquiló unos cuartos en un lugar más barato y se ganaba apenas la vida enseñando italiano en una escuela de Nueva York y dando clases de inglés a los que llegaban de su patria. Muchas noches las pasaba en vela pensando en lo que seria de ellas si cualquier día caía enferma.Además, no faltaban pequeños problemas. Lucy, la menor, iba a hacer su primera comunión. Era el primer acontecimiento grande de su vida. «¿Qué traje me voy a poner, mamá?» Lucia comprendió la pre­ocupación que motivaba esta pre­gunta. ¿También en esta ocasión tendría la niña que avergonzarse de sus trapos viejos, como con tanta fre­cuencia le ocurría ?Entonces se acordó Lucía de su traje de bodas. Ahí estaba, fino y rico como siem­pre. Era increíble que teniendo una cosa tan bella, la hubiera olvidado. En seguida comenzó -a descoser el traje y a cortarlo a la medida de Lucy. Metido en el dobladillo del ruedo encontró, con gran sorpresa, un papelito cuidadosamente dobla­do. Un poco desteñido, pero visibles aún sus firmes rasgos, estaba allí un mensaje que la esperaba desde hacía cosa de 15 años: «Siempre te querré.»Lucía estuvo un largo rato entre­gada a sus recuerdos. Por primera vez, vio al hombre de piel tostada y anchas espaldas. Pensó en esa devo­ción sin palabras con que Giuseppe la había amado. Abrumada, lloró su soledad y su pena.Esa noche escribió una carta. Esta­ba dirigida a un hombre que podría ya haber muerto, y que en todo caso ya haría mucho tiempo la habría ol­vidado; pero íntimamente se sentía impulsada a decirle que al fin había visto su mensaje y que quería agra­decerle esa devoción de que ella ha­bía hecho tan poco caso. Más allá de contarle que ya su marido había muerto, no hacía referencia alguna a los infortunios que la aquejaban.Las semanas pasaron y no llegó respuesta alguna; ni ella la esperaba. Lucy hizo su primera comunión con su lindo vestido y, de todas las de la clase, ninguna estuvo tan orgullosa y feliz. Mirándola subir al altar, Lucía le daba gracias a Giuseppe por esa bondad suya. Como los viñedos en las colinas de su tierra, a través de los años seguía dando fruto.Poco después, un día, al volver a casa, encontró que un hombre la es­peraba en el oscuro vestíbulo. Al principio no le reconoció. Las anchas espaldas parecían ahora más anchas y un tanto encorvadas. El pelo, antes negro, ahora era gris. Luego, oyó suvoz: «¡Todavía es verdad, Lucía!»Aunque ella nada le había escrito' de sus infortunios, el amante cora­zón de Giuseppe los había adivinado y acudía presuroso por si ella necesi­taba de su ayuda.Esta historia termina como loscuentos de hadas. Giuseppe había reunido regular fortuna y pudo abrir su negocio de sastrería en el país que era segunda patria de la mujer ama­da y establecer para todos un hogar feliz.Selecciones del Reader Dígest Marzo 1954

FRANCIA *FELICE* 75-82

 HISTORIA DE LOS PROTESTANTES DE FRANCIA

DESDE EL COMIENZO DE LA REFORMA HASTA LA ACTUALIDAD.

 Por GUILLERME DE FELICE

FRANCIA

.  LONDRES:

1853.

75-78

CHARLOTTE DE LAVAL

Sin embargo, es el hombre al que varios historiadores han acusado, como ,de tomar las armas y fomentar rebeliones por ambición. La historia así escrita es una de las más oscuras vergüenzas de la humanidad. Coligny fue alentado en sus piadosas resoluciones por Charlotte de Laval, su esposa, quien nunca dejó de invitarlo a declararse abiertamente. Por lo tanto, el Almirante, viéndose presionado por ella con tanta frecuencia y afecto, decidió contarle de una vez por todas cómo le iba realmente, explicándole con todo lujo de detalles que, durante muchos años, no había visto ni oído hablar de nadie, ni en Alemania ni en Francia, que hubiera profesado abiertamente la religión, que no se hubiera visto abrumado por males y calamidades; que, según los edictos de Francisco I y Enrique II, rigurosamente observados por el Parlamento, los condenados debían ser quemados vivos en una hoguera pública, y sus bienes confiscados al rey; que, no obstante, si ella se empecinaba con tanta confianza en no negar la condición común a los de la religión (reformada), él, por su parte, no faltaría a su deber.* Tras responder Charlotte de Laval que esta había sido la suerte de los verdaderos cristianos de todos los tiempos, Coligny no dudó más. Profesó su credo ante quienes lo visitaban, exhortó a sus siervos a seguir su ejemplo, les dio las Escrituras para leer, contrató hombres piadosos para gobernar a sus hijos y reformó por completo las costumbres de su hogar. También comenzó a frecuentar las reuniones, pero aún no participaba en la Cena, pues tenía dudas al respecto. Había discutido el tema con ministros eruditos, pidiendo explicaciones sobre la presencia real y otros temas similares, sin tener una visión clara de esta doctrina. Un día, pues, estando en una reunión en Vatteville, se levantó cuando la Cena estaba a punto de celebrarse; y tras haber suplicado a la congregación que no se hospedara en su casa por su enfermedad, invitó al ministro a explicarse con más detalle y a detallar el asunto. "El Almirante, instruido por su discurso, primero dio gracias a Dios, y desde entonces resolvió participar en este sagrado y santo misterio el primer día de su celebración.

Habiendo difundido la noticia por toda Francia, es imposible describir la alegría y el consuelo que recibió. Perseveró durante toda su vida en sus hábitos piadosos y los practicó con mayor libertad a medida que la libertad de los creyentes aumentaba gradualmente. Tan pronto como se levantaba de la cama, temprano por la mañana, tras tomar su bata y arrodillarse con toda su familia, repetía las oraciones según la forma habitual de las iglesias de Francia; después, a la espera del intervalo antes de la hora de la predicación, que se celebraba cada dos días con el canto de salmos, daba audiencias a los diputados de las iglesias que le habían sido enviados, o se ocupaba de asuntos públicos, que continuaba tratando un rato después del sermón, hasta la hora de la cena.

 De pie a la mesa, con su esposa a su lado, se cantaba un salmo, si no había predicación, y luego seguía la bendición ordinaria: de la cual una infinidad, no solo de franceses, sino también de capitanes y coroneles alemanes, pueden dar testimonio de haber mantenido esta observancia sin interrupción, no solo en su casa y a sus anchas, sino también cuando estaba con el ejército.

 Tras retirar el mantel, él, levantándose con todos los presentes, daba las gracias él mismo o hacia  que su ministro se las devolviera. Lo mismo se practicaba en la cena; y, al darse cuenta de que toda su familia no podía estar presente sin inconvenientes a la hora de acostarse, ordenó que todos llegaran al final de la cena, y que, una vez cantados los salmos, se rezaran las oraciones.

 Y no sería fácil decir cuántos miembros de la nobleza francesa comenzaron a establecer en sus familias esta devota regla del Almirante, quien a menudo los exhortaba a la verdadera práctica de la piedad, diciendo que no bastaba con que el padre de familia viviera santa y religiosamente si no inducía con su ejemplo a otros a seguir la misma regla. «Cuando se acercaba la hora de la cena, convocó a todo su pueblo, diciéndoles que tendría que rendir cuentas a Dios no solo de su propia vida, sino también de su conducta, y los reconciliaba si surgía alguna disensión entre ellos».

Era de estatura mediana y sus extremidades estaban bien proporcionadas, su rostro tranquilo y sereno, su voz suave y agradable, pero más bien lenta y vacilante, su tez clara, su porte y comportamiento serios, pero llenos de gracia y amabilidad. Bebía muy poco vino; comía con moderación, y dormía, como máximo, siete horas.* El carácter que Gaspard de Coligny mostró en público en asuntos, es familiar para todos. Dotado de las más diversas cualidades y del más alto nivel, severo consigo mismo e indulgente con los demás, jamás inflado por la prosperidad ni abatido por la desgracia, amante de su patria, devoto de su rey en todo lo que no contraviniera su conciencia, los estadistas más ilustres, así como los capitanes más hábiles, han considerado un honor ser comparado con él. Quizás tenía defectos en estas cualidades. A veces parecía falto de resolución, por ser demasiado leal para perseguir al máximo sus ventajas contra la realeza, y a veces falto de previsión, porque sospechaba con dificultad en otros una perfidia que no encontraba en su propio corazón.

Si buscamos en épocas cercanas a la nuestra, y en un sistema de cosas diferente, un personaje paralelo al suyo, sin duda pronunciaremos el nombre del general Lafayette. El hombre del siglo XVI y el del XVIII creían plenamente en la justicia de su causa. Cada uno hizo los sacrificios más generosos y, al final, se adhirió a él con la más inquebrantable constancia.

 Ambos tuvieron en sus manos, en muchas ocasiones, los mayores intereses del estado. Ambos fueron considerados las personas más honorables de su época. Pero Lafayette tenía a las masas populares de su lado; Coligny tenía en su contra a tres cuartas partes de Francia; y, además, a pesar de su mayor genio político y militar, tuvo menos éxito.

HISTORIA DE LOS PROTESTANTES DE FRANCIA

DESDE EL COMIENZO DE LA REFORMA HASTA LA ACTUALIDAD.

 Por GUILLERME DE FELICE

FRANCIA

.  LONDRES:

1853.

78-82

El tercer hermano, Odette de Châtillon, era el mayor de la familia. Nombrado cardenal por Clemente VII a los diecisiete años, exigió reformas sin adoptar plenamente la Reforma.

 Se casó con una dama de noble cuna, Isabel de Hauteville, Madame la Cardinal, or Madame la Comtesse de Beurais. quien se llamaba Señora Cardenal o Señora Condesa de Beauregard, cuando ocupó su asiento en los aposentos de la corte en calidad de esposa de un par de Francia:  ¡una curiosa singularidad, incluso en aquella época! * Páginas 94-9 CATALINA DE MEDICIS. 79

 Odette de Châtillon murió en Inglaterra algunos años después, envenenado por uno de sus sirvientes.

Brantôme y De Thou elogian su buen juicio e integridad.

XL

 Catalina de Médicis había expresado, en sus días de decepción, algunos sentimientos favorables a la Reforma, y los partidarios de la (nueva) religión supusieron al principio que les brindaría su apoyo junto con su hijo Francisco II.

 Coligny y otros nobles calvinistas le escribieron esperando encontrar en ella una segunda Ester.

 Pero su disposición favorable era solo aparente. «No comprendo nada de esta doctrina», Ella diría.

«Lo que despertó mi simpatía por ellos fue más bien la piedad y la compasión de mi esposa que el deseo de saber si su doctrina era verdadera o falsa».

 En colaboración con la Reina Madre y la Corte de Madrid, los Guisa mantuvieron a los Borbones en un segundo plano y promulgaron nuevos edictos para exterminar a los herejes. En cada cámara del Parlamento se instituyeron los ardentes, llamados así porque se condenaba al fuego sin piedad a todos aquellos acusados ​​del delito de herejía. Existía un vasto sistema de terror, donde ya no aparecía ni la sombra de la justicia

. Delaciones, confiscaciones, saqueos, sentencias de muerte, ejecuciones atroces: las mismas escenas aterrorizaban a principios de 1560 a las principales ciudades de Francia: Toulouse, Bordeaux, Lyons, Grenoble, Poitiers  Toulouse, Burdeos, Lyon, Grenoble, Poitiers y sus provincias dependientes. En París, los comisarios de los cuarteles realizaban visitas diarias a las casas sospechosas. Un tal Demócratas, o Mouchy, quien ha dado al francés el término de mouchard (espía), salió al campo con una banda de desdichados, cuyo objetivo era sorprender a los herejes comiendo carne en los días prohibidos o reuniéndose en reuniones. Mantenían una vigilancia especial en el Faubourg Saint-Germain. que en aquel entonces recibió el nombre de Pequeña Ginebra

Mucha gente fue capturada y maltratada. Quienes pudieron huir abandonaron el lugar, dejando muebles, dinero, provisiones y todos sus bienes a merced de los bandidos, a quienes se les confiaba el cargo de sargentos; y las casas fueron saqueadas, según el relato de Theodore de Beze, como en una ciudad tomada por asalto; la chusma recogió y devastó lo que los primeros saqueadores no habían tomado. «Pero lo más deplorable», añade este historiador, «era ver a los pobres niños, que no tenían más morada que las losas, llorando hambrientos, de la manera más lastimera, y mendigando por las calles, sin que nadie se atreviera a socorrerlos ni a cobijarlos, por miedo a caer en el mismo peligro; de modo que estaban menos cuidados que los perros».*

Se habían puesto en marcha abominables artimañas para avivar la furia del pueblo de París. Aún se pueden ver, en antiguas colecciones, grabados que representan la matanza de sacerdotes herejes con el arcabuz, el arrojar a monjes al agua, la masacre de niños, el estrangulamiento de mujeres y ancianos, y la gente se apiñaba en las plazas públicas para comentar estas infamias. El pueblo respondió a estas cobardes provocaciones erigiendo imágenes de la Virgen en las esquinas de las calles. Examinaron los rostros de los pasajeros, y ¡ay de aquel que no se animara! ¡Ay de aquel que se negara a depositar una moneda en los baúles, o,  Spargne-maules, que le ofrecían para pagar las velas! Se alzó el grito de "¡Hereje!"; lo arrastraron hasta el Chatelet; tan abarrotado que era necesario apresurar las ejecuciones para acomodar a nuevas víctimas. Un rasgo describe el estado de ánimo. Dos aprendices, desdichados, que habían sido convencidos, declararon que se cometían bajezas en las reuniones secretas de los calvinistas. El cardenal de Lorena fue directamente a relatarle esto a la reina madre, agravando su relato con todas las abominaciones con las que en tiempos pasados ​​se había reprochado a los gnósticos, los mersalianos, los borboritas y los maniqueos, de modo que los reformadores parecieran haber combinado, como en una cloaca común, los vicios de todos los tiempos.

Entre las personas mencionadas se encontraban la esposa y dos hijas de un célebre abogado de París. Se entregaron voluntariamente a la justicia, prefiriendo la muerte a la deshonra. Fueron confrontados por los dos aprendices, quienes se ruborizaron, tartamudearon y se contradijeron tanto en sus declaraciones que se hizo evidente que habían inventado una mentira execrable mentira • Vol. i. pág. 147

Algunos magistrados indignados abogaron por su encarcelamiento en lugar de las mujeres ultrajadas. Ocurrió justo lo contrario: los calumniadores fueron absueltos y las mujeres fueron enviadas de vuelta a sus mazmorras.

 Al mismo tiempo, los Guisa crearon otros descontentos, quienes se acercaron a los calvinistas, de donde resultó la empresa conocida como la Conspiración de Amboise.

Muchos caballeros habían acudido a la corte para reclamar una compensación por la sangre derramada al servicio del rey, o por sus propiedades, destruidas en estos tiempos de confusión y anarquía.

 El cardenal de Lorena, temiendo la presencia de tantos soldados, hizo publicar una proclama que ordenaba a todos los solicitantes, de cualquier rango, abandonar el lugar en veinticuatro horas, bajo pena de muerte. Incluso se erigió una horca a las puertas del castillo para confirmar la amenaza. Los caballeros partieron, profundamente indignados por una afrenta que ningún rey de Francia había lanzado jamás contra su valiente nobleza. La guerra comenzó con panfletos en los que se acusaba a los lorenses de haber usurpado los derechos de los príncipes de sangre, de mantener la corona bajo pupilaje, a pesar de ser extranjeros, y de pisotear todas las antiguas leyes del reino. «Francia ya no puede soportarlo», dice uno de estos panfletos, «y exige la convocatoria de los Estados Generales para poner orden en estos asuntos». Los descontentos pronto pasaron de las palabras a los hechos. Los religiosos sintieron escrúpulos. ¿Podrían recurrir a la fuerza para obtener reparación por sus agravios?

 Consultaron a los teólogos de Suiza y Alemania, quienes respondieron que era lícito oponerse al gobierno usurpado por los Lorena, siempre que uno de los jefes legítimos, es decir, un príncipe de sangre, estuviera a la cabeza y se asegurara el apoyo de los Estados Generales.

A pesar de esto, la mayoría de los reformados se negaron a participar en esta empresa, en la que, según Brantôme, «no había menos descontento que el hugonotismo». Coligny no fue iniciado en ella, y quienes estaban involucrados se habían reservado expresamente la persona y la autoridad del rey. No propusieron nada más que expulsar a los lorenses y poner el gobierno de Francia en manos de príncipes franceses. Luis de Condé era el jefe invisible o mudo de la conspiración; Renaudie, que representaba a los descontentos políticos, más que a los religiosos, era su jefe visible.

 Informados de la conspiración, gracias a la traición del abogado Des Avenelles, los Guisa abandonaron apresuradamente la ciudad de Blois y se encerraron con Francisco II en el castillo de Amboise.

 El pobre joven rey les dijo, llorando: "¿Qué le he hecho a mi pueblo para que me persigan así? Escucharé sus quejas y les daré una compensación. Desearía que, por un tiempo, te ausentaras tú mismo, para poder ver si es contra ti o contra mí contra quien se enfurecen". Los lorenses se cuidaron mucho de acceder a este consejo; pues, una vez fuera de la corte, habrían visto a toda la nobleza de Francia alzarse para impedir su regreso. En los primeros momentos de su temor, el cardenal de Lorena había enviado al Parlamento una ordenanza de amnistía, de la que solo estaban exceptuados los predicadores y aquellos que habían conspirado con pretexto religioso. Pero cuando estuvo seguro del triunfo, hizo de su venganza una contrapartida a su terror, y fue terrible. Mil doscientos conspiradores perecieron en Amboise. La plaza pública estaba cubierta de horcas; La sangre corría a raudales por las calles. No se permitía ninguna investigación ni juicio; y como no había suficientes verdugos, los prisioneros fueron arrojados por centenares, atados de pies y manos, a las olas del Loira. Este mismo río estaba destinado a engullir a otras víctimas: al otro lado del abismo de los siglos, el cardenal Carlos de Lorena y el Portador de Nantes podrían haberse dado la mano.

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