jueves, 29 de diciembre de 2022

LA LIGA INDÍGENA - Pablo Burgess -

"Me esforcé a predicar el evangelio, no donde Cristo ya hubiese sido nombrado."            —El apóstol Pablo (Ro. 15:20)

Capítulo Diecisiete

LA LIGA INDÍGENA

Por Anna Marie Dahiquist

En la antigua ciudad quiché de Chichicastenango, los brujos mecían solemnemente sus incesarios de copal, en los blancos escalones de la catedral; mientras el sacerdote Rossbach se hacía de la vista gorda ante tales ritos paganos.

Era el 22 de enero de 1921, y en otra parte del mismo pueblo, doce misioneros estaban reunidos con el fin de inter­cambiar ideas y hacer planes para evangelizar a esos mis­mos indígenas. Entre los presentes se encontraban Pablo y Dora, Guillermo Townsend y su esposa, W. E. Robinson, y. los esposos Treichler de la Misión Centroamericana. Se había invitado también a dos pastores desde Norteamérica, Howard Dinwiddie y Leonardo Legters, para que hablaran sobre "la vida victoriosa." Legters era alto, bien parecido, buen orador, y entusiasta promotor de la obra indígena.

Uno de los resultados de la conferencia fue la fundación de la Liga Indígena. Pablo fue elegido como director para Gua­temala, y Dinwiddie y Legters como directores para Nor­teamérica. El grupo nombró a Townsend, a Robinson y a Burgess para conformar un "comité para comenzar a tradu­cir la Biblia al cakchiquel." Siendo que tal idioma era pare­cido al quiché, Pablo esperaba que esa tarea le ayudaría a traducir, algún día, la Biblia también al quiché.

Los Burgess regresaron a Quezaltenango llenos de entu­siasmo. —¡Qué alegría ver a las misiones cooperar de esta manera!— exclamó Pablo muy contento. —Enviaré ahora mismo un informe a nuestra Junta en Nueva York, y le pediremos a Dios que nos permita dedicarnos a la obra indígena.

—¿Y si la Junta no nos da permiso?— preguntó Dora. Hasta ahora no han querido enviar ni personal ni dinero para la obra entre los indígenas.

—Quizá tengamos que presentar nuestra renuncia como misioneros presbiterianos, y trabajar a tiempo completo con la Liga indígena,— respondió Pablo. —Pero, espero que eso no sea necesario.

Mientras Pablo oraba y esperaba la respuesta de la Junta, se hacía muchas preguntas. ¿Qué pensarían los dirigentes en cuanto a la Liga Indígena? ¿Se sentirían entusiasmados por las nuevas oportunidades, o acaso las mirarían con recelo?

Al mes, Pablo recibió la respuesta, escrita por el secretario de la Junta, en una carta de tres páginas:

Me interesa intensamente lo que usted dice en cuanto a la obra indígena, y quisiera tener más información.... ¿Quiénes son los reverendos Ho­ward Dinwiddie y Leonardo Legters? ... ¿Son perso­nas que hacen énfasis en las doctrinas premilena­rias?

¿Qué quiere decir usted con haber redactado la constitución de una Misión que trabajará en la más estrecha cooperación con todas las agencias ya establecidas en el campo misionero? Me temo que tam­bién aquí usted pueda estar pisando terreno res­baladizo.

Yo espero, estimado Sr. Burgess, que en cuanto a esta obra indígena usted lo discuta plenamente con la Misión y luego que envíe un informe a la Junta.... No debemos meternos con los que representan una política que, aunque parece estar edificando sobre la fe y el fervor, realmente no tiene una base estable.

Pablo mostró a su esposa la carta. Dora se encontraba, en esos momentos, preparando una medicina para un chiquitín indígena enfermo. —Me parece que la Junta no tiene el menor interés en los naturales— dijo Pablo decepcionado. —Nunca han asignado un solo centavo para la indigena, y nunca han enviado a nadie para que nos releve de la obra entre los que hablan español. ¡Les voy a contestar muy francamente!

—¡Paulus! ¿Cuántas veces te he rogado que no te metas en controversias?— le amonestó Dora. —No quiero poner mi renuncia si no es necesario.

Pablo redactó su respuesta a la Junta, con sumo cuidado:

Contestaré las preguntas en el orden en que se me hicieron: ... El reverendo Howard Dinwiddie es de una familia de Virginia de alcurnia.... Si no me equivoco, es bautista. . . . El reverendo Leonardo Legters fue ordenado por la Iglesia Reformada, y por muchos años sirvió como misionero entre los indíge­nas de Oklahoma y de California, y ahora por diez años ha tenido conexión con la Iglesia Presbiteriana del Sur, como pastor en Carolina del Sur.

En cuanto a la cooperación con los que sostienen la doctrina premilenaria ... aun el premilenario más excéntrico es sumamente preferible al brujo que ofrece sacrificios humanos. En lo personal, creo que la teología premilenaria está más de acuerdo con las Escrituras que la postmilenaria....

Usted dice que nuestra Misión procura llevar a cabo la obra indígena. La Manera en que lo hace es que pone a un solo misionero sobre unas 70 congregaciones de habla hispana, 9 colegios para los blan­cos y 6 evangelistas ladinos y luego le dicen, que en su tiempo libre, puede evangelizar a los naturales.

Pablo hizo una pausa, pensando en Pedro Poz Marcelino i  Vásquez, los únicos pastores de raza quiché en el Departamanto de Quetzaltenango.  La junta  de    Misiones  no les ayu­daba a ellos ni con un solo centavo. Luego siguió escribiendo su carta:

Si además de la obra hispana tenemos ahora 12 congregaciones indígenas y 2 evangelistas indíge­nas, esto no se debe a nuestra Misión sino a los mis­mos naturales quienes ... sostienen a sus propios pastores. No obstante, los naturales forman el 75 % de los habitantes... y es menester llevarles el evan­gelio en su propia lengua.

Pablo esperó ansiosamente que la Junta le contestara. ¿Le pedirían que renunciara a la Misión Presbiteriana si no dejaba de cooperar con la Liga Indígena?

En junio llegó, por fin, la respuesta, en tono conciliador. El secretario de la Junta decía:

Así como me sugiere, le escribiré al reverendo Howard Dinwiddie. Tanto las credenciales de él como las del Sr. Legters parecen ser buenas.

Le aseguro, mi estimado Sr. Burgess, que lo que Ud. dice en cuanto a la debilidad de nuestra obra entre los indígenas me ha impresionado profunda­mente. Debemos hacer más....

Lo único que me preocupa es que usted no debe ser impedido en su servicio entre los naturales, y espero que la Misión, juntamente con usted, pueda formular algún plan para realizar esta obra.

La mirada de Pablo reflejaba su regocijo mientras le ense­ñaba la carta a su esposa. —Me parece que podremos seguir cooperando con la Liga Indígena, sin renunciar a la Misión Presbiteriana. Y, con la ayuda de Dios, podremos formular un plan por medio del cual nos dedicaremos a la obra quiché.

Pero tal día parecía estar muy lejos todavía. Además de sus giras de predicación, Pablo tenía que supervisar la cons­trucción de un colegio y tres capillas nuevas. "A veces pienso que debiera haber estudiado arquitectura en vez de perder tanto tiempo con Kant y Locke," escribió.

No pudiendo dejar sus responsabilidades entre los ladinos, encontró que había una sola manera en que podía hacer que la obra quiché avanzara; y era, buscar indígenas capaces y ponerlos a trabajar. De manera que, con las ganancias de la librería y de la imprenta, empleó a varios naturales como vendedores de Biblias y de literatura evangélica.

Vayan a Nahualá— les dijo a dos de ellos cierto día. —Allí la gente no recibe ni a gringos ni a ladinos, pero quizá los reciban a ustedes. Lleven estas Biblias y estos tratados y libros. Vendan lo que puedan, y evangelicen a la gente.

Pasados algunos días, mientras Pablo estaba predicando una noche, los dos vendedores aparecieron de pronto en las puertas del templo, asustados y temblando.

Cuando llegamos a Nahualá, las  autoridades nos encar­celaron. Luego quemaron todos  los libros y tratados. Al  día siguiente, nos multaron, y después nos dejaron salir. Luego supimos que unos hombres nos estaban esperando  en la carretera para matarnos; así que tuvimos que regresarnos por otro camino.

Yo me encargaré del asunto— prometió el misionero. —Iré a Nahualá, y veré que se haga justicia. Las leyes del país garantizan la libertad de culto, y a ustedes nunca debe­rían haberles tratado así.

Pablo salió hacia Nahualá esa misma noche, sin siquiera cambiarse de ropa, ni dormir. El camino era largo, atrave­zando llanos fríos y alturas, cuestas escarpadas y bosques alfombrados de pinochas secas. A las dos de la tarde del día siguiente llegó a la alcaldía de Nahualá, habiendo caminado más de catorce horas.

Ustedes no tienen derecho de quemar los libros de un vendedor— dijo con firmeza. —Es justo que paguen por mis libros, y también por mi tiempo.

—Pero no queremos que nuestra gente cambie de reli­gión— arguyó el alcalde, hablando en los vocablos guturales del quiché.

Sin embargo, no era justo quemar esos libros. La pérdida debe ser reparada.

¿Cuánto quiere?— preguntó el jefe de la policía.

Los libros valían dos mil pesos.

El secretario municipal, quien era el que traducía la con­versación, se echó a reír. —Usted dice que viene para ense­ñarnos el amor fraternal— dijo en tono sarcástico, —y todo lo que quiere es arrancarnos hasta el último centavo.

Pablo, sintiéndose muy cansado, se apoyó en un poste del corredor. Miró directamente al alcalde, que seguía impertur­bable, y le dijo: —No me interesa el dinero. Pero quiero que usted sepa que la ley garantiza ciertos derechos a todo ciudadano.

El alcalde metió su mano muy despacio en el cinto rojo que llevaba. Con dedos artríticos desató el nudo, sacó 800 pesos y

se los entregó al misionero. —¿Basta con eso?— preguntó por medio del intérprete.

Pablo aceptó el dinero, y le dio las gracias. Al día siguiente volvió a Quezaltenango. Ahora la caminata no le parecía tan larga, pues las autoridades de Nahualá ¡habían admitido que los despreciados evangélicos tenían el derecho de propagar su fe! Se había ganado una gran victoria. Las cosas habían cambiado mucho desde aquel día en 1915, cuando habían amenazado darle 200 latigazos solo porque vendía Biblias. El evangelio había progresado en gran manera.

Sin embargo, faltaba mucho para llegar a la meta de evangelizar eficazmente a los naturales. El Sr. Legters iba a regresar a Guatemala a principios de 1922, pues él y Pablo estaban planeando hacer un viaje de encuesta con el fin de conocer las tribus, no solo de Guatemala, sino también de México. La Liga Indígena necesitaba más información para poder reclutar misioneros para todas las tribus, y se espe­raba que esa encuesta les proveyera los datos necesarios.

 

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