miércoles, 28 de diciembre de 2022

PABLO BURGESS - CAPÍTULO CATORCE EN BUSCA DEL BARRIOS HISTÓRICO-

 "Trae ... los libros, mayormente los pergaminos."

—El apóstol Pablo (2 Tim. 4:13)

CAPÍTULO CATORCE

EN BUSCA DEL BARRIOS HISTÓRICO

 Anna Marie Dahiquist

Pablo pasó los primeros meses de 1919 en la Universidad de Denver, con el fin de estudiar los cursos requeridos que le faltaban para el doctorado; excepto la tesis. Los fines de semana iba a ver a su familia y visitaba las iglesias presbite­rianas, presentando informes sobre la obra misionera

Llegó el día de despedirse nuevamente de su madre, y de regresar a Guatemala. Al embarcarse en Nueva Orleans, Pablo comentó: —¿Será posible que sólo hace seis años hici­mos este viaje por primera vez?

—Teníamos entonces solo una hija; y ahora tenemos cuatro— añadió Dora. —Y Carrie ya tiene que ir a la escuela. Cuánto me alegro de que las señoritas Morrison y Williams hayan establecido un colegio evangélico en Quezaltenango.

—¿Te acuerdas de la señorita York, que nos acompañó hace seis años?— preguntó Pablo. —Ella estaba tan segura de que consagraría todos sus días a la obra en Guatemala, y a mí me faltaba esa certidumbre. Pero ahora, ella ha presen­tado su renuncia, mientras que nosotros estamos de regreso a Guatemala. ¿No te parece algo incomprensible?

En eso se les acercó un joven. Se presentó diciendo que se llamaba Carlos Malmstrom, y que iba a Guatemala para la boda de su hermana Elvira.

—La conocemos muy bien— dijo Dora. —Nos dio mucho gusto saber que se iba a casar con Guillermo Townsend. Ella nos dijo que piensan dedicarse a trabajar todo el tiempo entre los indígenas.

Desde la cubierta del barco, Pablo contemplaba el cielo azul. ¡Cuánto deseaba él, también, dedicarse a la obra indí­gena! Deseaba aprender el idioma quiché, estudiar la gran cultura maya, y llevar el evangelio de Cristo a sus vecinos indígenas.

Al llegar a la ciudad de Guatemala, Pablo ofició la cere­monia religiosa del matrimonio de Elvira con Guillermo, el 9 de julio de 1919. —Se les ve mucha promesa a los recién casados— comentó al salir de la iglesia.

Luego la familia prosiguió hasta Quezaltenango, en donde fueron recibidos con frutas y flores, por parte de los miembros de la Iglesia Bethel. Al ver la amada casa que era su hogar, las niñas daban gritos de júbilo. Pablo también se sentía muy feliz de haber regresado. Guatemala era su ver­dadero hogar. Compuso un poema, que expresaba sus senti­mientos:

El que recibe honor debe agradecimiento: Me han puesto como norteamericano. Yo creía que lo era

Pero cuando fui a EE. UU., hice un descubrimiento:

Soy guatemalteco:

Más guatemalteco que mis oyentes;

Uds. por necesidad — yo por preferencia. No hablo, pues, como norteamericano Sino como centroamericano.

Poco después de haber regresado a Quezaltenango, la familia Burgess afrontó una nueva prueba. La pequeña Jean Isabel se enfermó de disintería. Cada día estaba más y más débil, hasta que un día ya no pudo ni siquiera abrazar a su padre, cuando éste se acercaba a su cama. Pablo sentía que el corazón se le destrozaba al verla. Le parecía que la iba a perder.

Levantándose temprano al día siguiente, Pablo se encerró en su oficina para orar. Su fe en los buenos propósitos de Dios había resistido los ataques de los profesores agnósticos en Alemania; ¿podría vencer también esta prueba tan per­sonal?

Después del desayuno, como de costumbre, reunió a su familia para su tiempo devocional. Al terminar les dirigió en el Padre Nuestro. Al pronunciar las palabras "Sea hecha tu voluntad," le llenó una paz muy grande. La voluntad de Dios para su hijita —fuera la vida o la muerte— sería buena, agradable y perfecta.

Ese mismo día, Jean Isabel comenzó a mejorar; y para agosto, ya se había recuperado lo suficiente como para sen­tarse a la mesa con la familia.

Mientras tanto, Pablo se había propuesto escribir, como tesis doctoral, una biografía de Justo Rufino Barrios. Siendo extranjero, creía que podría producir una obra imparcial, que ayudaría a los norteamericanos a comprender mejor a sus vecinos latinos. Las biografías ya publicadas habían sido redactadas por enemigos de Barrios, que lo presentaban como un cruel tirano; o por amigos que lo adoraban y lo presentaban como redentor. Pablo creía que la verdad debía estar en algún punto entre ambos extremos, y se decidió buscarla; procurando desechar las leyendas.

Primero visitó San Lorenzo, el pueblo natal del reforma­dor. Allí hizo todas las anotaciones que pudo. Notó que la casa de los Barrios quedaba al pie del volcán Tajumulco, en medio de un pajonal. Ovejas y cabras pacían cerca de un arroyo de agua pura y cristalina.

En esa población conoció a don Isabel López, un afable anciano de cien años de edad, cuya mente estaba todavía clara y despejada. —Bien me acuerdo del día en que se casa­ron los padres de Rufino— dijo el anciano. —El sacerdote llegaba sólo una vez al año, así que se celebraban muchos matrimonios a la vez. Cuando Rufino era niño, lo que más le gustaba era jugar a la revolución. No asistió a la escuela sino hasta que tuvo catorce años. Pero, cuando se matriculó y empezó a asistir, se aprendió de memoria el Catecismo de Ripalda en una semana, y a los quince días ya podía leer perfectamente.

Después de anotar los comentarios de don Isabel; Pablo se dirigió a la oficina municipal para pedir permiso para predi­car por la noche.

—Lo sentimos mucho, pero no podemos darle permiso—respondieron los oficiales.

¡Qué raro!— replicó Pablo en forma jocosa. —No se me puede dar permiso para predicar en el pueblo natal del presi­dente que invitó a los primeros misioneros protestantes a Guatemala.

Discúlpeme, señor. Creo que sí se puede arreglar algo_respondió el alcalde, cambiando de opinión. Así, esa noche, en la alcaldía, unas cincuenta personas se reunieron para oír predicar el evangelio.

En los meses que siguieron, Pablo se dedicó a buscar por todas partes material en cuanto a la vida del presidente Barrios. Pasó muchas horas leyendo periódicos amarillen­tos en los archivos de la ciudad de Guatemala. Entrevistó a personas mayores que todavía recordaban a Barrios. Un hojalatero le contó que Barrios lo había condenado a muerte, pero que al último momento le perdonó la vida. Ahora el ex-enemigo del reformador no dejaba de alabarlo.

Sin embargo, Pablo no pudo dedicar a la investigación tanto tiempo como hubiera querido. Sus deberes en la iglesia eran de primera importancia.

La Iglesia Bethel había crecido rápidamente. Entre sus miembros, ahora habían médicos, abogados y profesores; los cuales, a su vez, ejercían benéfica influencia en la comuni­dad. Algunos dirigentes municipales, convertidos al evange­lio, patrocinaron una competencia de baloncesto para la fiesta del 15 de septiembre, en lugar de los juegos de azar y la borrachera acostumbrada. Pablo apartó una hora, todos los días muy temprano, para entrenar a los jóvenes de la iglesia en ese deporte. Veía que todas las experiencias que había tenido le eran útiles en su vocación misionera, aun el baloncesto.

Sin embargo, lo que más gusto le daba era la obra indí­gena. En noviembre de 1919 participó en la organización como iglesia de la congregación de Cantel, que don Pedro Poz había fundado. Sabía que muchos dirigentes misioneros se oponían a que se les predicara a los naturales en su propio idioma. "¿No pueden, acaso, esos indígenas aprender el cas­tellano? ¡Que asistan a las iglesias donde se habla español!" argüían. Pero Pablo se sentía en libertad de ir en contra de la política establecida de la misión, pues consideraba más importante obedecer el llamamiento divino.

La capilla nueva y encalada se llenó hasta el tope. Por un lado, las mujeres, vestidas de vistosos huipiles, con niños en los brazos. Al -otro lado, apiñándose, los hombres; descalzos según su costumbre, cantando y orando en lengua nativa. Pablo y Dora, juntamente con don Pedro Poz y algunos dirigentes misioneros, estaban en la platafoma. Al salir de la capilla, Pablo comentó en voz baja con su esposa: —Cuando llegamos aquí, hace seis años, había solo dos creyentes entre la gente quiché. Y ahora, ¡Mira esta congregación!

—Incluso el Sr. Allison ha cambiado de opinión en cuanto a los naturales,— agregó Dora.

Esa misma semana, Pablo escribió a su madre, diciéndole:

El Sr. Allison siempre se ha opuesto a la obra exclusivamente indígena. Pero cuando organizamos la iglesia en Cantel, el jueves pasado, con cien miem­bros fundadores, el carácter del indígena le impre­sionó tanto, que habló con fervor acerca de la nueva iglesia; y se llevó como recuerdo la pluma con la que se había firmado el pacto.

Pablo estaba muy seguro de que Dios lo había llamado a trabajar entre los naturales. Su meta era evangelizar a la tribu entera y traducir la Biblia al idioma de ellos. ¿Lograría llegar a esa meta? ¿Se lo permitiría la Junta de Misiones de Nueva York? Probablemente no estarían de acuerdo con que abandonara la obra hispana. Y aunque se lo permitieran, ¿le daría Dios suficientes años de vida? Ya tenía treinta y tres. A esa edad había fallecido su padre. A esa edad había muerto también su Maestro divino. ¿Moriría él también? ¿Le permi­tiría Dios cumplir su vocación y evangelizar a toda la tribu quiché?

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