domingo, 25 de diciembre de 2022

SACRIFICIOS HUMANOS SOBRE EL VOLCÁN -FIEL AL LLAMAMIENTO DIVINO Pablo Burgess

FIEL AL LLAMAMIENTO DIVINO

Por Anna Marie Dahiquist

Capítulo Doce

SACRIFICIOS HUMANOS SOBRE EL VOLCÁN

Un día domingo, muy temprano, mientras Pablo revisaba el bosquejo del sermón que iba a predicar aquella mañana, alguien tocó a la puerta.

—¡Don Pablo!— exclamó el visitante, sofocadamente. —¿Sabe lo que pasó? Mataron a tres jóvenes alemanes y a dos de sus peones anoche en el volcán Santa María. Ellos habían subido a la montaña para pasar la noche allí y luego contemplar la salida del sol. Quizá se metieron en tierra sagrada. De todos modos, como treinta brujos armados con machetes los atacaron, y después de matarlos arrojaron los cadáveres en el cráter, como sacrificios a los espíritus. ¡Qué vergüenza que eso pasara aquí, tan cerca de Quezaltenango, nuestra ciudad culta y entendida!

Los chimanes están cada vez más enojados contra los que suben cerca de sus altares,— comentó Pablo con tono serio. —¿Sabe usted quiénes eran esos jóvenes? ¿Cómo se llamaban?

Dos de ellos eran miembros de la congregación alemana. Sus nombres eran Otto Kress y Claus Bornholt.

Pablo quedó atónito al oír los nombres. —Eran de lo mejor de la juventud quezalteca— respondió. —Uno de ellos tocaba el violoncelo en nuestros servicios.

Pablo supo de inmediato que le tocaría conducir el servicio funeral. Quiso que la ocasión sirviera para demostrar a toda la comunidad que el creyente puede afrontar la tragedia con fe y en triunfo. Mientras hacía apuntes para el sermón, recordaba las veces en que él mismo había subido al volcán. El, también, había pasado la noche en la cumbre, y había contemplado la esplendorosa salida del sol. Recordó que en más de una ocasión había visto a los chimanes, vestidos con sus largas túnicas de lana negra, y ataviados con pañuelos rojos atados en la cabeza, ofreciendo pavos y quemando copal sobre los rústicos altares.

—¿No han oído ustedes acerca de Jesucristo?— les había preguntado Dora un día.

—Sí, señora— le habían respondido. —Nosotros somos cristianos. Después de rezar aquí a los espíritus, iremos a la catedral para adorar al Niño Dios.

No obstante, ahora habían ofrecido cinco vidas humanas al dios sol y a los espíritus de la tierra y las montañas. ¡Cuán poco habían aprendido del verdadero cristianismo durante los cuatro siglos de influencia católico-romana!

En los días que siguieron, el susto de la comunidad se tornó primero en duelo, y luego en cólera. Los cuerpos mutilados de las víctimas fueron sacados del cráter con gran riesgo, y más de dos mil personas asistieron al entierro. Las autoridades arrestaron a cincuenta brujos indígenas y ordenaron que el Aj Cum, o sea, el chimán principal, fuera azotado hasta la muerte. Pablo se estremeció al recordar que a él también le habían amenazado castigarle con latigazos.

—Si tan solo pudiésemos evangelizar a la gente quiché—dijo Pablo a su esposa. —El evangelio puede cambiar todo, y estas tragedias se podrían evitar. ¿Sabes una cosa? Creo que Dios nos está llamando a nosotros a la obra entre los indígenas.

Pablo ya no le pedía a Dios que enviara a otra familia misionera para que predicara a los indígenas. Ahora, más bien, le pedía a Dios que le abriera la puerta a él mismo para trabajar con el pueblo quiché.

Dora compartió sus inquietudes con las iglesias en Nor­teamérica, cuando les escribió:

Nuestras fuerzas se han agotado supervisando las cincuenta congregaciones ya establecidas. Nosotros hemos ansiado, por mucho tiempo, consagrarnos por entero a la obra indígena, al haber otro misionero para hacer la obra entre los que hablan español. Si la muerte de estos jóvenes sirve  para llamarla atención de la Iglesia a la urgente necesidad de evangelizar a los indígenas, no habrán muerto en vano. Oren por estos pobres naturales, y por nosotros, para que se nos abra una puerta para llevarles el mensaje evan­gélico de amar a Dios y al hombre, juntamente con el conocimiento de un Dios misericordioso y perdona­dor, que no demanda sacrificios humanos, sino úni­camente un corazón contrito y obediente.

El 14 de junio de 1917, doce días después de la tragedia del volcán, nació Olga Loida Burgess. Mientras la familia aca­riciaba con ternura a la recién nacida, en la ciudad de Quezaltenango rugía una batalla ideológica. El sacerdote voci­feraba desde el púlpito de la catedral: —¡Maten a esos brujos asesinos! Y al mismo tiempo, acaben con los espiritistas, pues sus doctrinas de comunicarse con los espíritus de los muertos no es sino otra forma de brujería.

Los espiritistas respondieron publicando en los periódicos, artículos en los cuales defendían su punto de vista. Pronto los quezaltecos se dividieron. Unos estaban de parte del sacerdote, mientras otros sostenían que los espiritistas tenían la razón.

Pablo ardía en deseos de entrar en el debate. —Los méto­dos del sacerdote no son buenos— sentenció. —Me encanta­ría derrotar a los espiritistas con argumentos religiosos y filosóficos, no con gritos y desvaríos.

—Por favor, mi amor, no te metas en eso suplicó Dora.

—Debo ser fiel a mis convicciones— respondió su esposo. Con eso empezó a escribir, y pronto estuvo publicando en los periódicos artículos y cartas abiertas a los espiritistas; refu­tando sus argumentos con lógica y citas bíblicas. Dirigién­dose a don Julián Florentín, uno de los más conocidos espiri­tistas, escribió diciéndole: "No menosprecie, amigo mío, la sangre de Cristo. Si no ahora, algún día llegará a compren­der que fue derramada por Ud. también."

Los espiritistas contestaron también por escrito, llamán­dole mentiroso, ladrón, glotón y fariseo soberbio. Pablo se rió al leer que lo acusaban de entrar en el ministerio sólo_ por hacerse rico sin trabajar.

—¡Imagínate, Dora! Rico sin trabajar, cuando en una semana me toca preparar dos respuestas más a los espiritis­tas, presentar un discurso sobre la historia de la iglesia, predicar cinco veces en castellano y una vez en alemán, y supervisar el trabajo de la prensa; y eso sin mencionar las visitas, la correspondencia, los matrimonios, los bautismos y los entierros que le tocan a un pastor.

Para septiembre, no pudiendo rebatir los argumentos pre­sentados por el misionero, y no pudiendo encontrar más adjetivos ofensivos para aplicárselos, los espiritistas se dieron por vencidos. Poco tiempo después, los periodistas comentaron que ningún espiritista se atrevía a levantar la cabeza.

La controversia no resultó en la conversión de los espiritis­tas, pero sí resultó en que el misionero llegara a ser bien conocido. Los quezaltecos lo conocían como el ganador del debate, y lo saludaban al verlo pasar por la calle. El evange­lio llegó a tener más prestigio, y la persecusión disminuyó.

No obstante, a pesar del triunfo y del crecimiento de la obra, Pablo tenía motivos para preocuparse. Dora no había recuperado la salud por completo, después del nacimiento de Olga Loida. Los padres de Dora estaban en camino, viniendo a visitarlos. Pablo esperaba que la llegada de ellos contribu­yera a su restablecimiento.

A principios de diciembre Pablo viajó a Puerto Barrios, para recibir a los McLaughlin. No los halló, por cuanto el barco venía con varios días de retraso. Volvió a la capital en tren, y siendo que viajaba solo, decidió regresar a Quezalte­nango a pie, en vez de tomar el tren que pasaba por la costa. Además, tenía muchos deseos de pasar por el pueblo de Nahualá. Estaba seguro de que podría recorrer en cuatro días los doscientos kilómetros de camino.

Al llegar a Nahualá, lo primero que observó fue a varios labriegos morenos, vestidos de capixayes, especie de cha­queta suelta; y llevando delantales cuadriculados de lana. Las mujeres tejían huipiles,o sea, blusas bordadas; y molían nixtamal; esto es, maíz.

Allí se enteró de que los habitantes de Nahualá habían luchado duro por mantener su independencia tribal. Rehu­saban usar hilos importados en sus tejidos; y pagaban mucho dinero al gobierno por el privilegio de no permitir la venta de licores en el pueblo. A cualquiera que se emborrachara en algún otro pueblo, se le imponía una multa de 200 pesos por la primera ofensa, y 200 latigazos por la segunda. Se prohibía, bajo pena de muerte, casarse con un blanco, un mestizo , o un miembro de otra tribu. También estaba prohi­bido vender terrenos a los forasteros.

Sin embargo, la gente parecía pacífica y amigable. "Si tan sólo pudiera entender su habla," se dijo Pablo al salir de la población, para emprender el último trecho de su caminata.

Los McLaughlin llegaron poco antes de navidad, habiendo pasado por la ciudad de Guatemala. Pocas horas después de su llegada a Quezaltenango, supieron que la hermosa capi­tal, de la cual acababan de salir, había sido destruida casi por completo por un violento terremoto.

El Rvdo. McLaughlin se asustó tanto que quería regresar cuánto antes a su tierra; pero la madre de Dora deseaba quedarse en Guatemala. Le encantaba aprender idiomas nuevos, y ya estaba estudiando el español con diligencia.

Había también otra razón por la que quería quedarse. Su hija Dora la necesitaba mucho. ¿Por qué había cambiado tanto? ¿Qué era lo que faltaba en ella? Su risa. ¡Eso era! Su risa jovial y alegre había desaparecido. Algo andaba mal.

Los médicos de Quezaltenango diagnosticaron que Dora necesitaba someterse a una operación en el vientre. El terremoto había derrumbado todos los hospitales de la capi­tal. De modo que Dora tuvo que viajar a la ciudad de Quiri­guá, en donde la Compañía United Fruit tenía un hospital, levantado en la proximidad de unas magníficas ruinas de la civilización maya.

Pablo y su suegro quedaron al cuidado de las nenas, y esperaban ansiosos que Dora les escribiera. Cuando llega­ron las cartas, se enteraron de que la operación le había hecho bien al cuerpo, pero se sentía todavía muy deprimida. Manifestaba excesiva preocupación por sus hijas, por los miembros de la iglesia Bethel, por los errores gramaticales de su esposo, e incluso por las plantas que había dejado en macetas. "Me siento sumamente desanimada," escribió.

Después de varias semanas, Pablo llegó a la conclusión de que su esposa necesitaba un tratamiento más especializado. Renuentemente, accedió a enviarla con sus padres a los Estados Unidos. Allí sería internada en el famoso hospital Battle Creek, en tanto que los abuelitos cuidarían de las niñas.

El 17 de abril de 1918, en Puerto Barrios, Pablo veía zarpar el barco que llevaba a su familia. El Rvdo. McLaughin lle­vaba en los brazos a la pequeña Olga, puesto que la nena se había encariñado mucho con él. Las tres hijas mayores se aferraban a la falda de Dora. A medida que el barco se alejaba, Pablo contemplaba el rostro de sus seres queridos que se desdibujaba con la distancia, y al rato, hasta sus formas desaparecieron de la vista.

Por primera vez en su vida, Pablo se sentía sin ningún ánimo de comer ni de dormir. Tampoco tenía ganas ni de leer o escribir. Sólo quería caminar. Se paseó por la playa hasta que el barco se perdió en el horizonte. Muy despacio, regresó al hotel, y allí se quedó con la vista clavada en el mar hasta después de la medianoche.

Las luces del vapor habían desaparecido, y con ellas se había ido Dora, la luz de su propia vida. ¿Cuándo la volvería a ver? ¿Cuándo vería de nuevo a sus hijitas? Con corazón angustiado, entró a su habitación para pasar el resto de la noche orando.

Cuando amaneció, estaba listo para volver al trabajo. Subió al tren con un libro de historia de Rusia en las manos; lo leería en preparación para la historia eclesiástica que pensaba escribir. Iba a echar de menos a su familia, pero quizá, al estar solo, podría publicar el libro más rápida­mente.

Con Dora o sin ella, tenía que obedecer al llamamiento divino. Tenía varias congregaciones que atender, y más allá, una numerosa tribu que no había sido aún evangelizada. Debía buscar con más afán a otra persona que pudiera rele­varle de la obra en español. Y algún día, ... algún día .. . algún día Dora regresaría, y juntos evangelizarían al pueblo quiché.

 

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