domingo, 1 de enero de 2023

AVENTURAS EN MÉXICO - Pablo Burgess

No era conocido de vista a las iglesias.-

—El apóstol Pablo (Gá. 1.22)

—El apóstol Pablo (Gá. 1.22)

CAPÍTULO DIECIOCHO

AVENTURAS EN MÉXICO

ANNA MARIE DAHIQUIST

Cuando Leonardo Legters llegó a Quezaltenango, a prin­cipios de 1922, halló que Pablo estaba en cama con una fiebre muy alta.

—Dios debe tener un buen propósito en esta demora— dijo Legters filosóficamente.

Un mes más tarde, Pablo se había recuperado lo suficiente como para emprender el viaje. Arregló su carga de libros y tratados sobre un mular, se despidió de su esposa. Luego, dirigiéndose a Leonardo dijo: —Yo me llamo Pablo, usted podría llamarse Bernabé, y estamos iniciando un viaje misionero. ¿Por qué no le ponemos por nombre Juan Marcos a este mulo?

Con cada jornada de camino, Juan Marcos se ponía más y más terco. Corcoveaba y rehusaba seguir adelante. No obs­tante, por fin Pablo y su compañero llegaron a la línea limí­trofe, al pie del volcán Tamaná, y cruzaron la frontera.

El aire mexicano me parece igual al guatemalteco—observó Pablo. Y de este lado hay tantos soldados como del lado de Guatemala.

Aquí viene uno— dijo Leonardo, viendo que un oficial se les aproximaba. —Quién sabe qué querrá.

—Están detenidos— dijo el militar. —Tendrán que pasar la noche aquí, hasta que decidamos si es lícito dejar entrar estos libros.

Pablo echó una mirada al deteriorado cuartel, y preguntó: —¿No es posible hallar un mejor alojamiento? —Llamaré a un guardia para que los lleve al pueblo—respondió el oficial.

Al llegar a la población, Pablo se regocijó al hallar a un consagrado creyente mexicano, el cual les invitó a pasar la noche en su hogar y les dio de comer. Luego invitó a sus vecinos para un servicio de evangelización.

El guardia vigilaba a los misioneros mientras Pablo pre­dicaba. Cuando éste preguntó: "¿Quién aceptará a Cristo?" el soldado fue el primero que levantó la mano indicando su deseo de hacerlo.

—Tiene sólo veinte días de trabajar como guardia— dijo más tarde Leonardo a Pablo. —¿No le dije que Dios tenía un buen propósito en la demora? Si hubiéramos salido hace un mes, ¡no le habríamos conocido!

Al día siguiente, acompañados por el soldado, ahora ya hermano en Cristo, los dos emprendieron el descenso hacia la planicie. Cuando llegaron a Motozintla, Leonardo tenía tantas ampollas en los pies, que tuvo que quedarse en cama mientras que Pablo trataba de razonar con las autoridades. Al fin, les dieron permiso para proseguir con las Biblias y los tratados.

Después de predicar en servicios concurridos en Moto­zintla y Mazapa, los misioneros pasaron una semana cami­nando por los campos y las llanuras, encontrando de cuando en cuando uno que otro rancho abandonado. Los verdes potreros estaban desiertos, pues todo el ganado había sido matado o robado por las bandas revolucionarias, que ya tenían diez años devastando el país.

Al fin los dos llegaron a La Concordia, aldea que comen­zaba a poblarse nuevamente. Al día siguiente Juan Marcos se soltó de sus amarras y se escapó. Pablo se enfermó, y Leonardo estaba cojo; así que, tuvieron que contratar a un joven para que fuera a buscar al mulo, en lugar de salir ellos mismos.

Tratando de descansar, de súbito oyeron que alguien tocaba la puerta de la posada. Un hombre entró, diciendo a voz en cuello: —Oigo a todo el pueblo hablar de esa religión rara que ustedes predican. ¿Será posible que Jesús me salve a mí? Pablo y Leonardo tuvieron el privilegio de ayudarlo. Luego el hombre se arrodilló y entregó su vida a Dios.

Apenas había salido el recién convertido, otro hombre tocó a la puerta. —La gente me llama ateo— dijo, —pero en reali­dad soy una persona con gran necesidad espiritual. ¿No me pueden ayudar?— El también, al rato se arrodillaba entre­gándose a Cristo, y recibiéndole como Salvador.

En eso el reloj municipal dio las doce, y el joven que había salido a buscar al mular llegó con Juan Marcos. —Si ese macho no se hubiera extraviado, no hubieramos tenido la oportunidad de guiar a esos dos hombres a Cristo,— exclamó Leonardo. —Dios lo dispuso todo. Como dije, ¡El tiene un buen propósito en las demoras!

El sábado llegaron a Tuxtla Gutiérrez, capital del estado de Chiapas. Al día siguiente, fueron a la iglesia presbite­riana de esa ciudad. Cuando Pablo preguntó al anciano si le permitía dar la palabra, el ministro arqueó las cejas, mirán­doles cautelosamente.

—¿Tiene cartas de recomendación?— preguntó.

No, no tenemos ninguna— respondió Pablo.

Entonces no podemos dejarles predicar— replicó el anciano secamente.

—No se apure— dijo Pablo son suavidad. —Nos dará mucho gusto simplemente adorar al Señor con ustedes. A propósito— agregó tomando asiento en las filas posteriores, —conoce usted a doña María de Corzo?

—¡Claro que sí! Ella ha influido a favor del evangelio más que cualquier otra persona en todo el estado de Chiapas. ¿La conoce usted?

Bastante bien— respondió Pablo con una gran sonrisa. Como usted debe saber, hace tres años ella llegó a Guate­mala, huyendo de la revolución. Fue allí que yo le hablé, del evangelio, y posteriormente la bauticé.

—¡Oh! Bien; en ese caso, claro que pueden predicar. ¿Por qué no se quedan una semana, para celebrar una serie de servicios especiales?

Me encantaría, pero hemos llegado para conocer las tribus indígenas. Mañana visitaremos los archivos, para ver los datos de los censos, y luego proseguiremos con nuestro viaje.

El anciano miró al suelo por un momento. Luego levantó la vista, alegremente. —Si ustedes están buscando indios, tie­nen que pasar por Chiapa de Corzo. Allí tenemos un grupo de creyentes nuevos. Les telegrafiaré para que arreglen un ser­vicio con ustedes.

El lunes, Pablo y Leonardo fueron a ver los archivos. Allí se enteraron de que el 80% de los habitantes de Chiapas eran indígenas de raza pura; que solamente el 30% de éstos habla­ban el castellano, y que menos del 8% sabían leer. También anotaron los nombres de las distintas tribus, y la ubicación geográfica en donde se encontraban.

Con eso, los misioneros se consideraron listos para entrar en la región indígena; pero primero tenían que visitar a los recién convertidos en Chiapa de Corzo. Al llegar al lugar, encontraron que los creyentes habían preparado un amplio salón; habían puesto una Biblia grande sobre una mesa, y la habían adornado con pétalos de rosa. Detrás de la mesa había una pequeña banca cubierta de cuero, en donde hicie­ron que Pablo se sentara. Ante la Biblia estaba un cuenco de incienso encendido; el humo subía por encima de la Biblia, llegándole de lleno en la cara al misionero.

No había himnarios, pero los creyentes se habían apren­dido de memoria tres himnos. Cantaron esos himnos una y otra vez, con esperanzas de atraer a algunas personas. El canto atrajo a algunos, pero no para oír. Al poco rato, un grupo de gente llegó al frente del local, y comenzaron a tirar basura y fétidas envolturas de tamales sobre los creyentes. Luego lanzaron piedras al techo, quebrando así las tejas.

Uno de los creyentes se levantó de un salto, y sacando su pistola, dijo: —¿Debo sacar de aquí a esos alborotadores?

—Creo que sería mejor orar— respondió Pablo con calma, al tiempo que inclinaba la frente. El joven metió lentamente la pistola en su funda tachonada de plata, y siguió el ejemplo del misionero. Pronto, todos oraban en silencio.

Súbitamente, el retumbar de un recio trueno, seguido de un torrencial aguacero, sobrecogió a los creyentes, y dispersó a la chusma. La lluvia entraba por las tejas rotas; la gotera más grande cayó precisamente en el cuenco del incienso, apagando así la llama que ardía en él.

La tormenta cesó tan rápidamente como había empezado. Pablo terminó su sermón, pero nadie quería irse a casa. —¡Qué maravilla que Dios haya enviado el aguacero!—comentaban. —Quedémonos aquí para alabarle.

_ ¿Se fijaron en lo que pasó? La lluvia no cayó sobre la Biblia, sino únicamente sobre el incienso— dijo Pablo. —Quizá Dios quería enseñarles que el verdadero incienso del creyente es la oración. No es necesario quemar incienso a la Biblia.

No lo volveremos a hacer— respondieron los creyentes.

Al día siguiente Pablo y Leonardo salieron de Chiapa de Corzo, adentrándose en territorio indígena. Conocieron a las tribus vigorosas de las serranías, tales como los tzotziles, y los tzeltales, entre los cuales no hallaron ni un solo evangé­lico. Visitaron tribus con costumbres y vestiduras raras, tales como los que llevaban siempre el ombligo descubierto; y vieron también a los salvajes lacandones de pelo largo, que aún cazaban con arco y flechas.

Los viajeros hacían muchas preguntas a la gente, en cada tribu que encontraban, y luego anotaban las respuestas. En cierta ocasión, algunos indígenas, ansiosos por saber más, les preguntaron: —Cuándo regresarán para contarnos más acerca de Jesucristo?

Tenemos que seguir nuestro camino. Es probable que nunca regresemos. Vinimos para saber cuántos son ustedes, y ahora nos toca regresar— explicaron por medio del in­térprete.

¿No les importa que nuestra tribu tenga más de treinta y cinco mil personas?— replicaron los indígenas. —¿No les importa nada?

Los misioneros habían casi completado un círculo en su gira. Pronto estarían nuevamente en Guatemala. Múltiples veces habían perdido el camino, habían sido arrestados y apedreados. A veces no se habían atrevido a comer nada, sino sólo huevos duros. Ahora estaban cansados y cojeaban al caminar. Pero habían hallado la información que busca­ban. Habían aprendido que si se iba a evangelizar a los indígenas de Chiapas, se les tendría que hablar en su lengua nativa. Legters estaba ansioso por regresar a los Estados Unidos, para reclutar más candidatos para misioneros para las tribus mexicanas.

Poco después de haber cruzado la frontera con Guatemala, una fiebre muy alta atacó a Pablo. Avanzando penosa­mente, buscaban un lugar en donde pasar la noche. Leonardo, enfermo él mismo de disintería, además de tener los pies llenos de ampollas y de lombrices, a duras penas podía caminar. Sin embargo, insistió que Pablo siguiera montado en el mulo, mientras él avanzaba cojeando a su lado.

Por fin llegaron a una finca. Pablo gastó sus últimas fuer­zas que le quedaban para enviar un telegrama a Dora, en el que le decía que estaba muriéndose. Luego se tumbó, incons ciente, sobre el corredor de la casa del finquero.

Cuando abrió los ojos, un barbudo habilitador alemán estaba a su lado, diciendole: —Tome esto.

Pablo olió el líquido que se le ofrecía en una cafetera de hojalata. "¿Qué sería?" Un hervido de hierbas, quizá con quinina, y café espeso, sazonado con una buena cantidad de aguardiente. Aunque estaba muy en contra del licor, se bebió todo el líquido ofrecido. Luego durmió por dieciocho horas seguidas. Cuando despertó, la temperatura había bajado, y estaba sudando profusamente.

—Le pondré otro telegrama a Dora— dijo con voz débil; —y luego podremos regresar a casa.

Leonardo sonrió ampliamente. —El Señor lo dispuso todo, aun nuestra llegada a esta finca— dijo. —Arreglaré la carga sobre Juan Marcos.

Los dos hombres llegaron a Quezaltenango el sábado de gloria. Leonardo, todavía cojeando, entró por el zaguán de la casa misionera. Luego entró Pablo, débil y agotado, bus­cando a Dora. Grande fue su susto al verla. El pelo de ella, anteriormente negro como el carbón, ¡ahora estaba total­mente blanco!

Antes de que pudiera recuperarse de la sorpresa, empeza­ron a llegar los miembros de la Iglesia Bethel, con grandes ramos de flores. —Habíamos pensado ponerlas sobre su ataúd— le dijeron. —Pero usted ha regresado con vida. Gra­cias a Dios.

 

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