domingo, 29 de enero de 2023

COMPROMISO EN NORMANDÍA - 2 Guerra M- Un idilio en la campiña francesa

 Jueves, 3 de marzo de 2016

 Un idilio en la campiña francesa

COMPROMISO EN NORMANDÍA

Por A.J. Cronin

Marzo 1949

A. J. CRONIN ejercía la medicina en Londres con mucho éxito cuando en 1930 padeció un quebranto de salud. Durante la convalecencia escribió su obra, Hatter's Carde, que le abrió las puertas de una notable carrera literaria. Durante los últimos doce años ha escrito cuatro de las novelas más solicitadas: The Citadel, The Keys of the Kingdom, The Creen Years, y Shannon's Way.

 RECORRIENDO los. soleados senderos de Normandía por entre trigales de doradas espigas y huertos rebosantes de rojas manzanas, sólo pocas señales de las pasadas batallas se ofrecen a la vista: trozos de metal aherrumbrado en las zanjas, segmentos dispersos de algún tanque medio ocultos entre los setos. Allí la guerra parece cosa de un lejano ayer completamente olvidado.

Agrada presenciar cómo van sanando las heridas que desgarraron estas tierras; empero no puede uno escapar a cierta vaga sensación de pesar porque sea tan leve el testimonio que perdura de la invasión, de aquel grandioso y elevado esfuerzo qué libertó esta feraz campiña francesa.

Llegado que hubimos al «Lion d'Or»  en la pequeña aldea cercana a Avranches en donde habíamos de pasar la noche, un diminuto testimonio de la evidencia que estaba echando menos llamó mi atención... y me hizo sonreír: escritas en el vidrio esmerilado de mi aposento leí estas curiosas palabras: «Juan Brown, soldado norteamericano, está aquí.»
La frase estaba garrapateada con lápiz y muy fácilmente se habría podido borrar. El hecho de que la hubieran dejado allí me interesó tanto que después de la cena me aventuré a entrar en la cocina y hablar del asunto con Madame Delnotte, dueña de la humilde hospedería.
La señora me miró de pies a cabeza como estudiándome para saber si yo era o no merecedor de una confidencia. El reflejo de las cacerolas de cobre que colgaban de la pared iluminaba sus tranquilas facciones.

Dirigió luego los ojos a su hija Clara que se hallaba cerca de la mesa, ocupada en remendar algunas piezas de ropa blanca. Después, lentamente y como evocando un apacible recuerdo, satisfizo mi curiosidad.  

  Sí, Juanito había sido soldado de  aquel gran ejército norteamericano que luchó encarnizadamente alrededor del punto céntrico situado entre Mortain y Avranches. Imposible darse cuenta ahora de la furia de ese encuentro (el rostro de la señora adquirió cierta severa rigidez y su cuerpo se inclinó hacia adelante en la silla). No fue ésa una batalla común sino una lucha interminable que mantenía el ánimo en angustiosa incertidumbre. Mortain, por ejemplo, cambió de manos no menos de siete veces. En circunstancias tales se hacía necesario retirar de vez en cuando las tropas agotadas y tenerlas por unos pocos días descansando y reponiéndose lejos de la línea de fuego. Así fue como Juanito vino al «Lion d'Or
Aun cuando risueño, era un muchacho callado, de cabello y ojos negros, alto para su edad, pues acababa de salir de la escuela superior cuando estalló la guerra. Era natural de Georgia. A pesar de su reserva y de ese su hablar con reticencias y lentamente, propio de las gentes sureñas de los Estados Unidos, había conquistado la simpatía de todos debido a su espontánea jovialidad que le hacía recibir festivamente cualquier broma. Y la señora sabía, por boca de los camaradas del muchacho, que era todo un valiente. Además, gozaba de una cualidad, especial que lo distinguía de todos, era un naturalista de nacimiento.
Durante los días de descanso pasados en el ««Lion d'Or.» solía irse  por los bosques Y las praderas siguiendo las trochas frondósas y el tortuoso curso de los arroyos, alerta siempre la vista, deteniéndose para observar la zambullida del martín pescador, tendiéndose de bruces para estudiar los movimientos de la nutria, o separando los pastos altos para descubrir una madriguera de ratas que escapaban asustadas. Sólo unos pocos kilómetros más allá, el infierno de la batalla desataba su furor, el rugido de la artillería pesada llenaba el aire con estruendo que parecía sacudir el firmamento. Pero Juanito proseguía imperturbable las observaciones que le apasionaban. Cuando al anochecer regresaba llevando un nuevo trofeo, un helecho raro, una extraña mariposa o una diminuta lagartija atrapada en las minas de arena de Salpaire, era de ver la expresión triunfal de su rostro.
Poco después tuvo un golpe de buena suerte: se le destinó a la ruta de provisiones de Avranches, con centro de dirección en el «Lion d'Or » .'Quedaba así en capacidad de hacer sus excursiones con más frecuencia. Al principio iba siempre solo; pero poco después Clara, como cautivada por el heroico fervor del joven soldado, lo acompañaba. Juntos iban cuando un día descubrieron entre un juncar un tordo con una pata rota y una de las alas casi desprendida por la metralla.   Juan llevó el tordo a la casa y se puso con delicadeza y habilidad a curarle las heridas. Mientras que Clara y su madre presenciaban la operación, el soldado entablilló el hueso de la pierna y vendó el ala desprendida; luego, silbando suavemente, consiguió que el pajarillo empezara a picotear unas sopas de pan con con leche que le había preparado. Una vez que hubo colocado al animalito en una caja mullida con heno suave, la cual puso cerca a la estufa de la cocina, dijo a las dos mujeres con su habitual sonrisa:
—No se preocupen. Pronto estará bueno.
Como notara que ellas lo miraban con interés, se ruborizó ligeramente y a manera de excusa agregó:
Nada hay más bello en la primavera que el canto del tordo.
Este generoso desinterés por las pequeñas criaturas del campo conmovió hondamente el corazón de las dos mujeres. En todas partes los hombres estaban matándose entre sí, dondequiera se respiraba un ambiente de muerte y destrucción y sin embargo, el único pesamiento de este sencillo y valeroso  muchacho era socorrer a un ave herida.
—Juanito——le dijo de repente Madame De1notte  -usted tiene un gran talento... algún día llegará a ser famoso.
El muchacho se puso más rojo aún,ero aquel inesperado elogio lo hizo hablar. Siempre habla ambicionado ser naturalista, desde chico lo cautivaban loa libros  de Audubon. Ahora deseaba escribir libros sobre historia natural, coleccionaí especímenes selectos y enviar a los museos las cosas descubiertas por él en el,extranjero, Puesto que tan buenas oportunidades ofrecian estos remotos bosques de Normandia, pensaba volver una vez terminada la guerra y dar principio a sus trabajos.
Cuando Juanito acabó de hablar hubo un momento de silencio. 

 Clara con voz apagada y  mirándolo tímidamente a los ojos le dijo:,
Sí, Juanito, tienes que volver.
Ya lo creo—contestó éste correspondiendo con una sonrisa a la mirada de Clara—Volveré.
Aquellos días fueron felices, continuó Madame Delnotte después de una breve pausa. Al fin el enemigo retrocedió en derrota y la gente empezó a recobrar confianza en el porvnir. El tordo mejoró de sus heridas y con gran dicha de todos andaba ya saltando y revoloteando hasta que una mañana se lanzó al aire en el patio de la casa, ora ascendiendo como flecha, ora descendiendo en un alocado arrebato de gozo. Como era natural, tomó el camino del bosque, según Juanito en busca de compañera, pero solía regresar de vez en cuando, generalmente por la tarde. Se posaba confiado en la muñeca de Juanito que le daba a picotear un pedazo de manzana. Después de esto y como para demostrar que no había olvidado los favores que recibiera, hinchaba la garganta y lanzaba una serie de trinos.
—Está pagando la comida—decía Juanito riendo.
Llegado el otoño y cuando las primeras rachas heladas despojaron de sus hojas a los árboles volvió por última vez el tordo como en visita de despedida antes de emprender la migración al sur. Poco después Juanito Brown y sus compañeros de patrulla fueron llamados de nuevo a las filas.

 —Naturalmente aquello nos afligió mucho a nosotras—agregó Madame Delnotte—pero nos consolaba pensar que la ausencia no iba a ser muy larga. Parecía una simple cuestión de cruzar el Rin; el final de la guerra estaba a la vista.
Una vez más calló la señora Delnotte, y aun cuando yo esperaba con curiosidad que continuara sus confideencias, no volvió a hablar. Pasaban los minutos y aquel enigmático silencio parecía pesar sobre los tres. Miré furtivámente a Clara y la expresión de su rostro confirmó mi pensamiento. ¡Era natural! Después de la victoria Juanito había regresado a los Estados Unidos y una vez allá, aquellas promesas tan fácilmente hechas bajo las emociones de la guerra, habrían sido olvidadas con la misma facilidad.
—De manera que Juanito—dije al fin—Juanito no volvió.
Las dos me miraron como, sorprendidas.
¡Oh, sí, volvió!—se apresuró a decir la señora sonriendo al notar mi desconcierto—En realidad está muy cerca de aquí y lo visitamos con frecuencia. Mañana justamente vamos a ir.
— ¿Puedo acompañarlas.?—pregunté.
Me sentía en aquel momento dispuesto a cualquier cosa por conocer a Juan Brown.
Muy temprano al día siguiente,después del desayuno, tomamos todos puesto en el automóvil. Era una mañana de idílica belleza: los prados cubiertos de rocío, el humo de las rústicas chimeneas ascendiendo al cielo diáfano en azules espirales. Una mañana en que se sentía plenamente el goce de vivir. Dirigido por la señora de Delnotte encaminé el auto hacia la aldea de Saint lames. Me parecía haber oído antes ese nombre. Entramos en el pueblo tranquilo, cruzamos hacia la izquierda, ascendimos por una pequeña colina, y al llegar a la cima comprendí con súbita claridad dónde estábamos.
En silencio seguí a la señora y a Clara al traspasar las puertas de hierro de aquel bello recinto, pasamos por entre largas hileras de sencillas cruces blancas y al fin nos detuvimos ante la tumba de Juanito Brown.
Lo mató la explosión de una mina... cerca a Mulhausen... sólo dos semanas antes de terminar la guerra.
La expresión de Madame Delnotte, tan dueña siempre de sí misma, era otra entonces; le temblaban los labios y tenía los ojos húmedos. Tendió la vista que las lágrimas le nublaban por la extensión del gran cementerio militar que se extendía a todo lo largo de la cima, ordenado y silencioso bajo elsol matinal; su voz era apenas un susurro:
Ya lo ve usted... Juanito está aquí con nosotros... para siempre.
Ahora las lágrimas brotaban de sus ojos libremente.
 Ni a Juanito ni a esos otros valientes muchachos... que tanto hicieron por nosotros... por Francia... y por el mundo... los podremos olvidar nunca... nunca.
El lento y suave tañido de una campana vino desde la aldea vecina y pasó como un ave invisible por sobre la blanca paz del cementerio. Regresamos en silencio a lo largo de la Carretera de la Liberación en donde a cada kilómetro hay una piedra que tiene esculpida la antorcha de la libertad. No las palabras sino el silencio nos ligaba en esos instantes con vínculo de simpatía. Entonces... ¿ilusión mía acaso?... de repente y con toda claridad, en un lejano seto— ~o sería sólo en mi corazón?—oí que ca
ntaba un tordo.

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