miércoles, 25 de enero de 2023

HICIERON DE MÍ, UN CRISTIANO - Una tribu “salvaje” da ejemplo a los “civilizados”

 Viernes, 4 de marzo de 2016

.   HICIERON DE MÍ, UN CRISTIANO- Segunda Guerra Mundial

Una tribu “salvaje” da ejemplo a los “civilizados”

(Reimpreso de “The Christian Advocate”)

Por  STANLEY W. TEFFT

De la armada norteamericana


Henry P. Van en the Saturday Evening Post:,dice: Factor decisivo en la seguridad de innumerables norteamericanos en las campañas del pacifico ha sido la abnegación  heroica de los indígenas cristianos. Con razón dice el senador Mead.    “Los soldados norteamericanos están recogiendo copiosa cosecha en los campos abonados con larga paciencia por los misioneros”.
“El éxito de esta campaña se debe a la ayuda que nos prestaron los naturales.   No puede calcularse el número de vidas que salvaron con sus infatigables esfuerzos, todo, por un puñado de heroicos misioneros que les enseñaron  las doctrinas del cristianismo. Esos naturales trabajaron sin descanso a favor de las fuerzas norteamericanas, transportando víveres y medicinas, material de curas, y agua”

Dondequiera que las tropas norteamericanas desembarcaron, hallaron indígenas que las acogieron con afecto, las ayudaron y protegieron; diminutas casas misionales con comida, auxilios médicos, hospitalidad incondicional; y una fe y una pureza  de conducta de que habían visto pocos ejemplos en los “cristianos de Estados Unidos. Echaron de ver, en suma, que la religión había pasado por allí.  

Fue una tribu de naturales de las islas Salomón la que hizo de nosotros unos cristianos practicantes.  Aquellos negros de cabellos lanosos habían sido, años atrás, cazadores de cabezas. 

 Yo no había puesto los pies en una iglesia ni en una escuela dominical desde que tenía nueve años Mis camaradas de dotación no eran mucho más piadosos que yo. Todos ahora somos cristianos fervorosos.

Cuando nos varamos en el arrecife coralino de aquella isla ocupada por los japoneses, llevábamos 72 horas a merced de las olas y los vientos, en un botecito salvavidas, éramos el teniente Edward M.Peck, nuestro piloto: Jesse Scott, el radiotelegrafista y yo, artillero de aviación.  Los japoneses pusieron como una criba nuestro avión torpedero, y tuvimos que acuatizar de golpe y porrazo en medio del mar, a medianoche, es algo indescriptible eso  de verse en pleno océano en un botecillo de caucho. Lo único que puede uno hacer es rezar y esperar. Eso hicimos nosotros

Peck, que era católico, preguntó el primer día si alguno tenía un rosario. Scott que era episcopal, no lo tenía. Y vean ustedes, yo, que soy metodista, tenía uno. Un amigo me había dado el suyo, como talismán, cuando me despedía de los míos en Toledo, Ohio.

El segundo día, mientras Peck pasaba las cuentas de su rosario, un avión japonés voló por encima de nosotros. No nos vio. “Después de todo, parece que no es inútil rezar”, exclamó Peck. Creí que debía aprenderme unas cuantas oraciones. Peck me enseño a rezar el rosario. En un botecito salvavidas no tarda uno mucho en advertir que todos los ocupantes, sean católicos, episcopales o metodistas, le ruegan al mismo Dios,.

Metimos nuestro botecillo en una cueva de la isla y estuvimos allí ocultos dos días, hasta que sentimos tanta hambre, que ya fue cosa de salir a buscar algo que comer o dejarnos morir de inanición. A lo lejos veíamos el humo de una aldea de indígenas. Resolvimos ir allá, bien entendido que si topábamos con japoneses o con naturales de islas hostiles, daríamos buena cuenta de tantos de ellos como pudiéramos, antes que nos mataran.

Los primeros naturales con quienes tropezamos se mostraron un tanto recelosos. Uno nos preguntó en inglés chapuceado.:

__¿Hombres del oeste?__

_Norteamericanos.  __ No gustan japoneses__,    contestó Peck

Con gran sorpresa nuestra, vimos que el que parecía jefe llevaba una biblia inglesa muy usada. Se puso a leer en ella y dijo una oración. Entonces, nosotros leímos, por turno, unos cuantos pasajes.

El jefe se llamaba John Havea.  Había pasado tres años en una escuela misional de otra isla. Era todo un prócer en su aldea. John  nos enteró de que estábamos  en la isla del Mono.  Nos manifestó que, puesto que éramos cristianos, su gente nos  ocultaría de los japoneses. Estos habían destruido los huertos, matado  los cerdos y  pollos, y ahuyentado a los habitantes hacía la maleza.

Acordamos volver a la cueva, desinflar el botecillo y esconderlo. Allí mismo recibimos otra lección de piedad cristiana. Los indígenas inclinaron sus cabezas, y John Havea oró en alta voz, por nuestra seguridad.

Camino de la cueva me separé de mis camaradas para ir a recoger un hacha que había dejado en la orilla. Una patrulla japonesa que por allí pasaba debió de habernos visto. Yo me zampé de cabeza en unos matorrales y allí me estuve conteniendo el resuello. Al pasar, los japoneses apostaron un centinela a unos cuantos pasos de donde yo estaba. Estuve allí cuatro horas, rezando sin cesar. La pierna, en la cual tenía una herida de bala, me dolía horriblemente. A eso del oscurecer, empezó a subir la marea. Me las arreglé para arrastrarme hasta el mar. Nadando por debajo del agua pude llegar a otro lado de la orilla, fuera del alcance del centinela japonés. Por fin,  conseguí meterme otra vez en la cueva donde estaban escondidos Scott y Peck.

Los tres meses siguientes constituyeron una aventura inolvidable para nosotros. Hacíamos la vida de aquellos naturales, a quienes unos misioneros australianos habían apartado de su ejercicio de cortar y coleccionar cabezas, haciéndolos entrar en el redil cristiano. Los misioneros se fueron de la isla en 1937, pero su obra perduró, y  gracias a ella se prolongaba nuestra existencia cada día, Los indígenas no echan una semilla, ni hacen una comida, ni realizan un solo acto importante sin impetrar el auxilio divino.

Las  patrullas japonesas nos seguían constantemente los pasos. Cuando nuestros perseguidores llegaban a una parte de la isla, los naturales nos llevaban a escondernos a otra, por lo general, en cabañas hechas de yerba. Adondequiera que estuviésemos nos traían comida y nos curaban las heridas con hojas de plantas silvestres Por la noche nos reuníamos con ellos. Leíamos la biblia y cantábamos a coro los himnos que los naturales sabían.

No éramos lo que se dice buenos cantantes, pero poníamos el alma en lo que cantábamos. Los indígenas cantaban o tarareaban los himnos en su lengua. John y unos cuantos más sabían el texto en inglés. Hasta los niños seguían la melodía. No parecía haber en la tribu ninguno que hiciera de sacerdote o ministro. Cualquiera de ellos dirigía los oficios.

También nosotros los dirigíamos algunas veces, con la diferencia de que teníamos que leer en la vieja biblia resobada, al paso que los indígenas se sabían de memoria los pasajes. No tardé mucho en aprenderme  yo de memoria una porción de ellos.

Al cabo de un mes,  o cosa así, llegó corriendo a nuestro escondite un indígena. Venía a decirnos que los norteamericanos estaban desembarcando. “Los norteamericanos” se redujeron a uno, el teniente Ben H. King, piloto de un P_38.  Había pasado este oficial seis días a flote en un botecillo de goma. Después que conseguimos hacerlo volver en sí , nos contó que los yanquis se habían apoderado de más islas y que pronto estarían en la del Mono.

A los tres días llegaron tres aviadores en otro botecillo. Eran el alférez Joe D. Mitchell, el radiotelegrafista Chauncey Estep y el artillero Dale Vere Dahl. Se ocultaron en  nuestro escondite y se unieron a nosotros en nuestras plegarias. No eran hombres muy devotos que digamos, pero, al cabo de pocos días, tomaban parte en nuestros actos religiosos con verdadero fervor. Todos los habitantes de la isla sabían donde  nos encontrábamos. Sin embargo, los japoneses nunca pudieron dar con nosotros.

Por último, resolvimos tratar de ganar una de las islas ocupadas por nuestras tropas. Los indígenas sacaron nuestros botecillos de noche; los inflaron; Los cargaron de cocos para que tuviéramos que comer y que beber, y se reunieron en sus  canoas en torno nuestro. John Havea predicó un sermón, y los demás rezaron por nosotros.      A  pesar de que remamos con todas nuestras 

Fuerzas, no pudimos adelantar gran cosa, porque el mar estaba muy picado. Volvimos, pues a la orilla. Los indígenas empezaron a rezar dando gracias porque estábamos otra vez en salvo. Era de noche todavía y nuestros salvadores nos condujeron a nuestro escondite a través de la aldea en que dormían los japoneses.

Pocos días después, Peck, King, Mitchell y yo, acordamos intentar de nuevo la fuga. Los otros tres que estaban hasta la misma coronilla de la vida en bote, prefirieron quedarse con los naturales. Esta vez el mar estaba en perfecta calma. Salimos a media noche. Los indígenas nos acompañaron en sus canoas como tres minutos mar afuera. Antes de separarse, rodearon nuestra balsa y se pusieron a rezar por nosotros con el mayor fervor. Nunca olvidaré aquel momento. Era la primera vez que veía a cuarto norteamericanos, hombres de armas tomar, llorando como niños. Estábamos profundamente conmovidos.

Era una balsa de tres plazas. Sirviéndose de canaletes improvisados, tres de nosotros bogaban constantemente, mientras el cuarto descansaba. Así estuvimos noventa y seis horas, o sea, cuatro días con sus noches. Recorrimos sesenta millas. Navegamos, pues, a razón de tres cuartos de milla por hora. A menudo orábamos en alta voz, con excepción de Peck, que rezaba su rosario para Si

La cuarta noche, poco después de las doce, oímos el ruido de los motores de un PBY

Los motores norteamericanos se conocen en seguida. Teníamos una lata de kerosina con una mecha. La prendimos. El piloto vio la llama, pero no se atrevió a encender sus luces. Una voz secreta le dijo, sin embargo, que no éramos japoneses. Acuatizó, y vino a nuestro encuentro. La tripulación empezó a lanzar cosas al agua para aligerar el avión. Nos subieron  a bordo. A las cinco horas estábamos en un hospital comiendo pollo, primera carne que probamos en 87 días.

Cuando oí aquel PBY, hice la promesa de ir a la iglesia como es debido. Y  la he cumplido. No creo que ninguno de nosotros olvidará jamás la fe y la devoción de aquellos indígenas. Nada de particular tendría que sus oraciones hayan contribuido más que las nuestras a sacarnos bien de aquel trance peligrosísimo. ¿No llevaban por ventura mucho más tiempo que nosotros practicando la virtud de la oración.

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Echa tu pan sobre las aguas; porque después de muchos días lo hallarás.  Eclesiastés  11.
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Conclusiones:
*El bien que hacemos, nuestra descendencia lo cosechara

Donde los abuelos sembraron, los nietos cosechan..
*Dios no hace acepción de personas.

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