domingo, 29 de enero de 2023

RECOMPENSA DEL PERDON

  Viernes, 4 de marzo de 2016

RECOMPENSA DEL PERDON

Por A. J. Cronin

ME HABÍAN EDUCADO en la tradi­ción estricta de que toda cosa mal hecha merecía el castigo correspondiente. La justicia era eso.

En 1921, recién terminada mí carrera, me nombraron médico del hospital de un desapacible y aislado distrito de Northumberland. Poco después de mi llegada, una noche de invierno, ingresó un caso de difteria. Era un muchacho de seis años, en tan desesperado riesgo de asfixia que su única, aunque remota, po­sibilidad de salvación era hacerle una traqueotomía sin pérdida de tiempo.

En mi lamentable inexperiencia, nun­ca había practicado esta operación tan, sencilla como decisiva. Cuando vi a la anciana monja y a la única enfermera—una muchacha novicia — colocar al ja­deante chiquillo en la iluminada mesa de operaciones, me sentí tembloroso, en­fermo...

Comencé a operar. Nerviosamente, hice una incisión en aquella pobre gar­ganta congestionada. A medida que avan­zaba, a tientas, consciente de mi propia incompetencia, iba tomando la resolu­ción de salir adelante, de salvar la vida de aquel niño que se estaba ahogando. Por fin, mis empañados ojos distin­guieron claramente la tráquea. Escindí y una corriente de aire llenó el angus­tiado pecho del niño. Los torturados pulmones se ensancharon una y otra vez. Una fuerza nueva inundó el exhausto cuerpecillo. A ser posible, yo hubiera exteriorizado mi alivio a gritos. Rápido, deslicé el tubo de traqueotomía, com­pleté las suturas y coloqué al chico cómo­damente en su lecho. Me retiré a mi habitación, ebrio de júbilo por el buen éxito.

Cuatro horas después, a cosa de las dos de la mañana, me despertó un alo­cado repiquetear en la puerta de mi cuarto. Era la joven enfermera. Se había adormilado junto al lecho del operado y al despertar encontró obstruido el tubo. Con una palidez cadavérica y presa del histerismo agudo tartamu­deaba:

«Doctor, acuda pronto, pronto

En vez de seguir obedientemente las instrucciones y limpiar de membranas el tubo, tarea rutinaria para una enfermera, había perdido la cabeza e incurrido en la imperdonable falta de dejar que el miedo se apoderase de ella. Cuando llegué, el niño había muerto. Todo lo que inten­tamos resultó inútil.

Me abrumó el sentimiento de aquella innecesaria y culpable pérdida de una vida humana. Lo peor era que no se me quitaba del pensamiento que la negli­gencia estúpida de una enfermera asus­tada había anulado mi triunfo. Estaba irritado, colérico, fuera de mí. Desde luego, la enfermera podía dar por termi­nada su carrera. Yo informaría a la Junta Provincial de Sanidad, la despe­dirían del hospital y causaría baja en el cuerpo a que pertenecía.

Aquella misma noche, mojé la pluma en vitriolo y escribí el informe. La mandé llamar y se lo leí con voz vibrante de indignación.

Me escuchó en lastimero silencio. Era una muchacha aldeana, de tierra de Gales. Tendría unos diecinueve años, estaba flaca, parecía alelada y sufría de un temblor nervioso en las mejillas. Anémica y desnutrida, le faltó poco para desvanecerse de vergüenza y dolor.

Su incapacidad para alegar una excu­sa — pudo aducir en su justificación que se había dormido a causa del excesivo tra­bajo — me hizo prorrumpir en esta ex­clamación: «¡Pero! ¿no tiene usted nada que decir?».

Meneó la cabeza con desaliento. Lue­go, acertó a tartamudear: «Perdóneme por esta vez... no volverá a suceder...»

Me negué. No me cabía la idea en la cabeza. Mi obsesión era que pagase lo que había hecho. La miré y la despedí secamente. Firmé y sellé el informe.

Pasé la noche en una extraña turba­ción. «Perdóneme por esta vez... no volverá a suceder». Un eco extravagante estuvo tamborileándome estas frases en la cabeza; una voz interior me susurraba que mi justicia, y toda la justicia, era simplemente un deseo primitivo de ven­ganza. Ásperamente me reproché tamaña tontería.

Sin embargo, a la mañana siguiente fui al casillero de correspondencia, re­tiré mi informe y lo rompí.

Han pasado veinte años. La enfermera que cometió aquel fatal error, es hoy día matrona del mayor asilo infantil de Ga­les. Su carrera ha sido un modelo de servicio y devoción. Apenas hace una semana, recibí la fotografía de una mujer madura, rodeada de niños, en un refugio contra las razzias aéreas.

Ella parece agotada, rendida; pero los ojos infantiles que la miran están llenos de confianza y amor.

«Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudo­res». Esta oración tan sencilla es difícil de practicar. Pero cuando lo hacemos ofrece compensaciones, aun en esta vida.

La única regla infalible para ser buen conversador es saber escuchar.
Christopher Morle

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