martes, 24 de enero de 2023

EL PODER DE LA ORACION-- Por PERCY WAXMAN

 Sábado, 19 de marzo de 2016

EL PODER DE LA ORACION-- Por PERCY WAXMAN

No cree usted en el poder

 de la oración .. .?

(Condensado de «Cosmopolitas»)
Por Percy Waxman

En las noches de la selva.

bajo el Mudo,firmamento.

los hombres le hablan a Dios

y Dios escucha su acento.

EL DOCTOR LIVINGSTONE Se empeñó una vez en hacerle entender a un reyezuelo africano cómo era el hielo. El jefecillo acogió la explicación del misionero con una carcajada de burla. No había visto nunca hielo y no creía una sola palabra de lo que Livingstone le de­cía.

El mundo está lleno de escépticos que, a semejanza de aquel salvaje africano, no creen en la existencia y realidad de lo que no se puede percibir con los sentidos.

Habiéndosele preguntado qué diría si viese una barra de acero flotando en el aire, cierto físico famoso contestó: «Pues, mire usted, si yo viese tal cosa, pensaría que se había suspendido temporalmente la acción de una ley natural ».

El gran biólogo Tomás Huxley, cuan­do le hicieron la misma pregunta, respon­dió: «Si yo viese un lingote de acero flo­tando en el espacio, lo consideraría una prueba de la existencia de una ley natural ignorada por mí».

De todas partes del mundo nos están llegando ahora testimonios del poder de la oración. A nadie debe sorprender que, en instantes de suprema angustia, los hombres impetren el auxilio de algún Poder exterior y superior a ellos. Lo úni­co sorprendente en eso es que nos sor­prendamos de un impulso tan natural y constante. Raro será el hombre que no sienta cierto espiritual anhelo, que no intuya, allá en lo íntimo de su ser, la exis­tencia de un Poder hacia el cual, de un modo involuntario, inconsciente, eleva los ojos y el alma.

El mayor Allen Lindberg, de West­field, Nueva Jersey, piloto de una fortaleza volante, cayó al mar con toda la do­tación de la aeronave. Eran diez en total. Iban a Australia.

«Escasamente tuvimos tiempo», cuen­ta el propio mayor, «de meternos en un par de balsas de caucho. No pudimos to­mar del avión ni una miga de pan, ni una gota de agua. Estábamos todos bastante abatidos; todos, menos el sargento Alber­to Hernández, de Dallas, nuestro artillero de cola. Apenas nos acomodamos en las balsas, Hernández empezó a rezar fervo­rosamente. A los pocos instantes nos dejó atónitos al comunicarnos que tenía la se­guridad de que Dios lo había escuchado y nos sacaría del trance ».

A merced de las olas, bajo un sol abra­sador, con los labios demasiado resecos y agrietados y la lengua demasiado hin­chada para acompañar a Hernández en sus cánticos religiosos, los aviadores ora­ban en silencio. A los tres días, poco antes del anochecer, divisaron el perfil de un Is­lote. No querían dar crédito a lo que sus ojos vieron minutos después: tres canoas llenas de remeros desnudos que boga­ban hacia las balsas. Eran aborígenes aus­tralianos, pescadores de negra piel y ca­bezas de extraña forma. Procedían de tie­rra firme, y llevaban navegando centena­res de millas. Le contaron a Lindberg que, el día antes, cuando iban de vuelta a su país, con la pesca que habían cogido, una fuerza misteriosa los impelió a cambiar de rumbo y dirigirse hacia aquel atolón des­habitado. De aquel islote fué de donde avistaron a Lindberg y sus compañeros.

«Dios se vale de la extrema necesidad del hombre para revelar su poder.» Pa­labras de John Flavel, que vivió en el siglo diecisiete. Verdad religiosa que están comprobando en nuestros días muchas personas que no tenían la costumbre de dirigirse a Dios mediante la oración, y que ahora han visto tenderse hacia ellos, en la hora del supremo riesgo, la mano de la Providencia. Sean cuales fueren los pe­ligros que nos amenacen, la fe en un Poder sobrenatural ahuyenta el miedo y la duda de nuestras almas. Tiene razón el doctor Alexis Carrel cuando dice: «La oración, el manantial más rico de fuerza y de per­fección de que disponen los hombres, es un bien eficacísimo que muchos ignoran o descuidan lamentablemente.

sábado, 28 de noviembre de 2015

"MUERA EL CRISTIANISMO DICE EL JAPON"

"Odian a Cristo con la misma saña que a los soldados de allende el mar."

(Condensado de «Collier's »)

Por Robert Bellaire 

1942

NO HABÍA ESTALLADO la guerra todavía. Estábamos el coronel S.Nichihara, oficial de prensa del Ejército japonés, y yo, en una lujosa casa de Shangai.

Nichihara había bebido mucho. Al parecer, tenía el vino sentimental, por­que empezó a sollozar y a pronunciar, lleno de reverente emoción, entre hipo e hipo, el nombre sagrado de Hirohito.

--Usted—me dijo después de una buena mordida al pescado crudo que estaba comiendo — usted también de­biera hacerse shintoista y creyente en el Emperador.

Vamos, vamos, coronel—le respon­dí—. No lo disimule tanto. Usted es cris­tiano. Para usted, el Emperador no es el mismo que para los demás japoneses. No me dirá usted que no.

Saltó como si lo hubiese mordido una víbora. El ultraje le llegó a lo más vivo del alma. Con gritos y ademanes des­compasados, casi me escupió a la cara:

Me he inscrito como cristiano, sí, no lo niego; pero, óigalo usted bien, lo he hecho por un solo motivo: por el Emperador.

Tenía los ojos inyectados. Estaba fre­nético de rabia.

 —El Ejército Imperial—prosiguió­ ordenó que asistiera a la escuela de una misión cristiana para aprender inglés. Otro tanto han hecho infinidad de ofi­ciales japoneses para capacitarse como traductores militares.
Según Nichihara, hubo oficiales que se inscribieron también como cristianos para aprender matemáticas superiores, ciencias, historia extranjera: materias todas que se consideran indispensables para la creación de un ejército y una marina capaces de sojuzgar el mundo. En las misiones no se exige a los alumnos que sean cristianos, pero los jefes mili­tares dispusieron que los oficiales lo hi­ciesen así, por temor a que las escuelas se cerráran, si las juntas misionales de los Estados Unidos veían que el núme­ro de «conversiones» no justificaba el gasto de su sostenimiento.

Pero ya no necesitamos para nada de las misiones—continuó Nichihara—. Tenemos hospitales y universidades in­comparables, hasta mejores. ¿Sabe us­ted cuál es la única utilidad que nos prestan las misiones ahora? Pues la de suministrarnos divisas para comprarles a ustedes mismos materias primas con el dinero que traen los misioneros.

Le pregunté si, en general, los japoneses estaban agradecidos a los misioneros cristianos por su obra  humanitaria.

¿Agradecidos ?—El coronel sonrió sarcásticamente---, Todo japones que se respete un poco  se siente ofendido y humillado- cuando  tiene que aceptar al­go de un extranjero. Somos una raza su­perior. Llegará el día en que el Japón dominará el mundo. Ese día, sépalo usted,  ese día barreremos el Cristianismo de la faz del orbe.

Pocas horas antes había comunicado yo a la Prensa Unida que los japoneses acababan de bombardear otra misión cristiana en el interior de China. ¡Era el vigésimo bombardeo en menos de un año! Se habían marcado visiblemente todos los edificios de la misión con ban­deras norteamericanas. El comunicado oficioso de Nichihara de aquel día re­zaba así: «Nuestros aviones han bom­bardeado con éxito un importante ob­jetivo en la provincia de Honan ».

Al presente, el Japón está librando una guerra tan encarnizada contra el Cristianismo como contra los Estados Unidos. El Cristianismo rechaza y con­dena las pretensiones de los japoneses de ser una raza superior; niega la divinidad de su soberano; aboga por reformas so­ciales que sacarán a las masas japonesas del estado de servidumbre feudal en que se hallan. Es, en suma, la religión de la esperanza, la religión que ha teni­do la virtud de despertar la fe en su liberación, en millones de indefensos orientales a quienes el Japón se propone someter a yugo ominoso y perdurable. «No se podrá sojuzgar a los chinos », me confesó en una ocasión Jan Suchiya, jefe de propaganda del Ministerio de Estado de Tokio, «mientras los cristia­nos sigan predicando esa su doctrina de fe y esperanza. ¡Creencias absurdas que tenemos que prohibir!»

El plan que piensa ejecutar el Japón contra el cristianismo es patente. Hay

que destruir hasta la última misión cris­tiana en China. Mediante más de 800 ataques desde el aire, en estos seis últimos años, han reducido, a ruinas a centenares de misiones, iglesias y hospi­tales. Los japoneses cuentan con matar a todos los misioneros, u obligarlos, por el terror, a huir de China. Son muy po­cos hasta ahora los que han huido. Millares, en cambio, han perecido o han que­dado inutilizados en una de las persecu­ciones más sanguinarias e implacables que se han visto en China.

Hasta lo de Pearl Harbor, cada ata­que de los japoneses a una misión pro­vocaba una enérgica protesta de los re­presentantes diplomáticos extranjeros. Y a cada protesta, invariablemente, el Japón expresaba su «profundo pesar» por el error que habían padecido sus aviadores. Por fin, como último reme­dio, los representantes de los Estados Unidos facilitaron a los japoneses mapas con la situación exacta de todas y cada una de las misiones norteamericanas en China. El resultado fue que, en los dos meses siguientes, aumentó considerable­mente el número y la frecuencia de los bombardeos. Los japoneses, inmutables, continuaron repitiendo su sabido sub­terfugio: « ¡Ha sido una deplorable equivocaciónJan Suchiya me dijo al­gún tiempo después que esos mapas ha­bían servido de «excelentes guías a nuestros aviadores».

En las Filipinas y en otras regiones ocupadas se ha dado muerte a la mayor parte de los misioneros, o se les ha en­carcelado, o se les ha hecho objeto de tratos tan infames, que no pueden re­ferirse aquí. Se han entregado sus pa­rroquias a «misioneros cristianos» japo­neses, adscritos al Departamento de Cultos del Ejército. El número de esos misioneros es quince veces mayor que el de todos los clérigos canónicamente ordenados en el Japón en los últimos treinta años. La mayoría no son más que sacerdotes shintoistas disfrazados y especialmente preparados para comba­tir al cristianismo «desde dentro». No exhortan a los conversos del país a apos­tatar del Cristianismo, sino sencillamen­te a rechazar las «mentiras» que los bárbaros occidentales les han enseñado.

He aquí su versión del Cristianismo. Cristo fue un oriental. Nació en el Ja­pón. Fue un gran profeta que recibió todo su saber de los emperadores-dioses del Japón. Se trasladó al Occidente a difundir sus grandes enseñanzas entre los bárbaros, los cuales lo negaron y lo crucificaron e_interpretaron torcidamen­te todo lo que él enseñó. Después de resucitar de entre los muertos, Cristo reapareció en el Japón, donde murió y está enterrado. La sabiduría que EL ad­quirió de las doctrinas de los divinos emperadores, es la misma divina sabiduría que hoy posee Hírohíto.

Los japoneses llevan al Japón a cen­tenares de cristianos chinos y filipinos, a visitar «el sepulcro» del profeta Cris­to. (Es un hecho probado que han eri­gido un santuario.) A los peregrinos se les dice que lo más importante del viaje es la ocasión de pararse ante los muros del Palacio Imperial en Tokio a rendirle homenaje al dios-emperador. Vuelven, pues, a sus hogares con la idea de que Cristo ha muerto, pero que el dios-emperador está vivo, y bien vivo, y que es heredero legítimo de la soberanía omnímoda sobre todo el mundo.

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