miércoles, 25 de enero de 2023

LA GRAN TRAGEDIA NAVAL DE LOS JAPONESES Vista desde la platea de Guadalcanal -Junio 1943

Sábado, 25 de junio de 2016

LA GRAN TRAGEDIA NAVAL DE LOS JAPONESES Vista desde la platea de Guadalcanal

Reñido duelo aéreo entre norteamericanos y japoneses relatado por un corresponsal que estuvo en esa peligrosísima acción.

Combate de dos acorazados del aire

(Condensado del libro «Battle for the Solomons»)

Por Ira Wolfert

Junio de 1943 

 IRA WOLFERT es hoy, a los treinta y tres años de edad, uno de los mejores corresponsales de la North American Newspaper Alliance, en la cual ingresó en 1929. Ha desempeñado misiones importantes. Es hombre que posee el don de hallarse en el lugar de los acontecimientos siempre que hay algo que comunicar. La única batalla naval que, por haberse dado muy cerca de la costa, pudo presenciarse desde tierra, tuvo a Ira Wolfert entre sus espectadores, y no así como se quiera, sino en luneta de primera fila, como quien dice. (Véase La gran tragedia naval de los japoneses en SELECCIONES, mayo de 1943). Cuando los Franceses Libres tomaron a St. Pierre y Miquelón, allí estaba Ira Wolfert, y él fué el primero en dar la noticia. Yendo en una fortaleza volante que sólo había salido a cruzar, le tocó verse en uno de los combates más singulares: el que relata en estas páginas.


TESTIGO DE COMBATE DE DOS ACORAZADOS DEL AIRE-Por ... 

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  LA GRAN TRAGEDIA NAVAL DE LOS JAPONESES

Vista desde la platea de Guadalcanal

Por Ira Wolf

MAYO 1943

 Condensado de The New York Times

Selecciones del Reader´s Digest

EN una base del sector de Guadalcanal, a 15 de noviembre de 1942. En la quinta batalla de las Islas Salornón, la mayor parte de la Escuadra japonesa del Pacífico Meridional, por no decir toda ella, intentó eliminar nuestro saliente de Guadalcanal destruyendo los barcos, los fuertes, los aviones y los hombres que lo guarnecen. La embestida fué tan hábilmente planeada, como tenaz y encarnizadamente realizada; pero culminó para los japoneses en un desastre que, en muchos aspectos, no tiene precedentes.
Se calcula que las fuerzas invasoras se componían de tres divisiones completamente equipadas, a bordo de ocho grandes transportes. Uno de éstos era un trasatlántico de la clase NYK, los mayores que el Japón posee; los otros siete eran menores, sin que ninguno bajase de las 18.000 toneladas. Acompañaban a los transportes cuatro barcos de carga de unas 12.000 toneladas cada uno. Servían de escolta cuatro acorazados, por lo menos, y crecido número de cruceros y destructores.
El viernes 13 de noviembre, a la una y cuarenta de la madrugada, iniciaron nuestras fuerzas de Guadalcanal una lucha a muerte que había de prolongarse hasta la mañana del domingo. A consecuencia del encuentro se fueron a pique 28 barcos japoneses, entre los cuales figura un acorazado, acaso dos. Otros 10 barcos sufrieron averías graves. El autor de este artículo, menos conservador en sus cálculos que la Armada de los Estados Unidos, pero más inclinado a fiar en el testimonio de sus propios ojos, cree que más de la mitad de los barcos que se dan solamente por averiados, se hundieron. Nosotros perdimos siete destructores y dos cruceros protegidos.
Todos los episodios salientes del combate ocurrieron a nuestra vista. Por primera vez se daba el caso, en los tiempos modernos, de que un hombre pudiera presenciar, sin moverse de su sitio de observación, una acción de guerra como ésa. Millares de soldados de nuestras fuerzas de tierra asistieron al emocionante espectáculo desde localidades de primera fila.

 Tuvo el drama uno a manera de prólogo en la llegada  de un convoy de transportes norteamericanos que entró en la bahía en la madrugada del miércoles 11 de noviembre.  Pocas horas después, nueve bombarderos de picado, protegidos por 12 Zeros, se lanzaron sobre nuestros transportes.
Una escuadrilla aeronaval, formada por bisoños, se remontó a hacer sus primeras armas. Como es natural, no salió muy bien librada: perdió seis aparatos. Salváronse, por fortuna, dos de los pilotos. Sin embargo, pese a su inexperiencia, abatieron con toda seguridad un bombardeador y seis Zeros, y, probablemente, un bombardeador más y otros dos Zeros. Consiguieron, sobre todo, su principal objeto: dispersar a la fuerza enemiga y hacerla fracasar en su propósito. Una bomba ligera japonesa estropeó la escotilla de un barco que aún no había descargado, y otra, que estalló cerca, ocasionó algunos daños en la instalación eléctrica de un segundo buque. A eso se redujeron los estragos causados por los japoneses en aquel ataque.
Aquella misma mañana, poco después de las once, el enemigo aceleró el ritmo de la acción. Se presentaron 25 aviones de gran bombardeo, con su correspondiente escolta de Zeros. Unos y otros volaban a más de 8000 metros de altura. Conservaron tenazmente su orden táctico mientras nuestros cazas bisoños los rondaban y acometían. Perdimos en aquel encuentro un caza, pero abatimos siete bombardeadores y averiamos otro y un Zero, que se alejaron dejando una estela de humo. Tampoco en esta segunda intentona lograron los japoneses atacar nuestros transportes y fuerzas de tierra. Aquel día, la victoria fué nuestra ¡y por qué margen!
La mañana del día 12 llegó un nuevoconvoy de transportes norteamericanos. A las dos y veinte de aquella tarde atacaron los japoneses con 33 aviones: unos 20 torpedoplanos, y el resto Zeros de protección. Destruimos 32. Sólo un Zero logró escapar.
Los aviones torpederos se desprendieron del seno de un apelmazamiento de nubes negras para venir a caer casi en las bocas de las piezas antiaéreas de nuestros buques, que los acribillaron a quemarropa. Ni un solo torpedo enemigo hizo blanco; todos dieron en el agua. Volaban tan bajo y tan cerca de la playa, que se figuraba uno que podía alcanzarlos y derribarlos con los puños. Los soldados de nuestras fuerzas de tierra abandonaron su papel de meros espectadores y dispararon con cuantas armas tenían, hasta con revólveres.
A la vez que esquivaba un torpedo, el crucero San Francisco abatió uno de los bombardeadores que, al estrellarse sobre la cubierta, mató a 18 de nuestros marinos y causó quemaduras a varios más. La acción duró solamente diez minutos. El siguiente episodio da cabal idea de su intensidad: el capitán Joe Foss, as de la aviación naval, abatió un Zero a más de 9500 metros de altura, picó, después, hasta los 1000 metros y destruyó dos bombardeadores torpederos; todo, con tan vertiginosa rapidez, que cuando estaba atacando ya a su tercera víctima, aún no había acabado de caer en el mar la primera.
Del centenar de veteranos aviadores japoneses que tomaron parte en el combate, solamente se salvaron tres Una de nuestras lanchas de salvamento les tiró un cabo. Asiéronlo dos de ellos, pero el tercero, que era un oficial, los obligó a soltarlo. Entablóse una disputa. Uno de los japoneses le dió un tiro por la nuca al oficial y volvió a asir la cuerda.

 Al caer la noche, los aviones abandonaron el lugar del combate. Fué entonces cuando entró en acción una gran escuadra japonesa con su artillería gruesa. A nadie sorprendió su aparición, pues los aviones de reconocimiento habían estado vigilando sus movimientos todo el día. Las fuerzas del almirante Callaghan llevaron a nuestros transportes a lugar seguro. Los navíos japoneses entraron con gallardo andar, dispuestos a asestar el golpe que habría de decidir el resultado de la batalla. Las fuerzas de tierra se prepararon a aguantar el bombardeo. Agazapados en sus madrigueras, nuestros hombres se preguntaban con amargura:
« ¿Dónde están nuestros barcos?»
Y se devanaban los sesos pensando en cómo se podría impedir la llegada de los transportes japoneses.

Aquellas siete tenebrosas horas fueron las más negras que han pasado nuestras tropas desde los terribles días de Bataán. Pero, como el protagonista de los melodramas, que surge siempre con providencial oportunidad, nuestra escuadra se presentó en escena. Y la playa tornó a convertirse en una platea ideal para contemplar la batalla. Era todavía noche cerrada cuando la flota del almirante Callaghan embistió derechamente una escuadra japonesa mucho más potente que desembocaba por la punta de la islita de Savo con los cañones prestos a arrasar a boca de jarro nuestras posiciones de Guadalcanal. Su artillería empleaba explosivos de gran potencia en vez de proyectiles propios para perforar las planchas del blindaje. Nuestros cruceros y torpederos, haciendo frente a aquellos acorazados, eran como campeones de peso pluma galleando ante la formidable humanidad de uno de peso completo. Los japoneses pudieron haberse situado fuera del alcance de nuestros cañones, haber destrozado a mansalva nuestros buques y haber aniquilado, después, todas nuestras fuerzas de tierra. Pero los cogimos por sorpresa.
Nuestros barcos abrieron fuego. Y lo hicieron a tan corta distancia, que los japoneses no pudieron bajar bastante sus cañones para apuntarlos a la línea de flotación. Por eso, fueron tantas de sus granadas a dar en nuestros puentes. Así murieron dos de nuestros almirantes.
La acción se desarrolló a la luz de los reflectores japoneses (que nuestra artillería se encargó de apagar pronto a cañonazos); iluminada por los fogonazos de las grandes piezas, por la brillante cinta de las trazadoras y por las volcánicas llamaradas que levantó hasta el cielo la voladura de dos destructores enemigos, seguida muy de cerca por otra de uno nuestro. Dos aviones japoneses que intentaron dejar caer bengalas sobre el blanco, saltaron en pedazos.
A la luz de las explosiones se veía maniobrar y revolverse a las dos fuerzas navales que levantaban con sus movimientos enormes olas en la ensenada, de ordinario tranquila como un lago. El arenoso suelo de la playa, retemblando al estampido de los cañones, sacudía a los espectadores de pies a cabeza.
El espectáculo se desarrolló frente por frente a nosotros. Nuestros barcos,, desplegados en una línea de tres kilómetros, penetraron a toda máquina en el enorme círculo que formaban los buques japoneses. Haciendo guiñadas, presentando ya una banda, ya otra, zigzagueando, ocultándose en zonas de sombra para acechar desde allí, fueron avanzando por el interior del círculo. Como éste era mucho mayor que nuestra fila, los navíos japoneses se disparaban unos a otros, sin saberlo, por los claros de nuestra línea. Tardaron los buques norteamericanos unos 30  minutos en atravesar el círculo. Cuando salieron de él, ya había dejado el enemigo de ser una fuerza efectiva. Los barcos que no sucumbieron en el cañoneo, se escurrieron fuera de la bahía sin haber disparado un solo proyectil a Guadalcanal.
No se sabe con certeza de cuántas unidades se componía la flota japonesa. Desde la playa contamos, por las siluetas, hasta 26 navíos; pero como lo que se ofrecía a nuestros ojos eran formas cambiantes, iluminadas sólo a intervalos, hay que admitir la posibilidad de error en el cómputo. Nuestras fuerzas constaban de 13 buques, a saber: dos cruceros blindados, tres protegidos y ocho destructores.
Los japoneses tenían, cuando menos, un acorazado del tipo Kongo. Este detalle no ofrece lugar a duda, porque el tal buque fue protagonista del fantástico «episodio del acorazado insumergible» que duró todo el siguiente día. Fuimos varios los que vimos volar por los aires el puente entero de un acorazado enemigo. Cuando se hizo de día, pudo comprobarse que el puente del «acorazado insumergible» estaba indemne. Parece, por lo tanto, probable, que fuese hundido otro acorazado japonés. Por otro lado, las llamas de uno de nuestros destructores incendiados iluminaron un navío enemigo que estaba volcado, con solo el casco fuera del agua. El casco era enorme, pero, a falta de prueba más concluyente, la Armada se niega a reconocer que se trate de un acorazado japonés.
Uno de nuestros cruceros protegidos, que estaba herido de muerte, se pegó a un gran crucero averiado que andaba a caza de barcos japoneses imposibilitados de retirarse. Esta pareja encontró al amanecer un crucero japonés sobre el cual hizo fuego nuestro crucero blindado. Lo volcó en la primera andanada.
Con las primeras luces del día nuestras lanchas de salvamento recogieron más de 800 hombres de nuestras dotaciones. Entre ellos había como 250 que estaban heridos. Los que se encontraban ilesos reían y bromeaban al pisar la costa después de haber pasado horas en las aceitosas aguas.
«No es posible combatir contra acorazados en botecitos de hojalata», decían.
Y, sin embargo, eso era lo que habían hecho: combatir y derrotar a una formidable escuadra enemiga con aquellos botecitos de hojalata. En la jerga de la Armada se llama botes de lata a los destructores.
Centenares de marinos japoneses, cuyas denegridas figurillas flotaban en el agua, trataron de prolongar la lucha contra sus salvadores, disparando sobre los botes que se les acercaban. Nuestros hombres tuvieron que echar mano de las ametralladoras. Al fin, los japoneses se zabulleron, permaneciendo bajo el agua hasta ahogarse. Solamente 25 consintieron en dejarse salvar. Entre tanto, manadas de tiburones pululaban en el agua y se daban un festín con muertos y heridos.
Durante todo el día, nuestros aeroplanos estuvieron volando de la playa al «acorazado insumergible» japonés con el propósito de hundirlo. El acorazado, protegido por cinco destructores, navegaba penosamente a una velocidad de cinco nudos. Los demás barcos habían desaparecido. El capitán George Dooley dirigió el primer ataque con aviones torpederos, y, volviendo a la carga una hora después, hizo blancos directos en ambos ataques. El teniente Albert D. Coffin que venía a reforzar nuestros efectivos de Guadalcanal al frente de una escuadrilla de hidros, tropezó en su ruta con el barco e interrumpió la marcha para dispararle tres torpedos más. La escuadrilla de ocho aviones torpederos del teniente Harold Larsen se sumó al enjambre de atacantes con los bombardeadores en picado del mayor Joe Sailer.
Los torpedos del teniente Larsen hicieron blanco directo en el costado del acorazado, precisamente debajo del lugar en que había caído una de las bombas del mayor Sailer. Aquello parecía un tiro al blanco, un verdadero pim pam pum. Las balas abrían agujeros y más agujeros en el fuselaje de nuestros aviones, que volvían una y otra vez, empecinadamente, al ataque. Pero el acorazado continuaba a flote.
«Tenemos que hundirlo de todas maneras,» dijo el teniente Coffin, «si no queremos que los almirantes dejen de hacer buques portaaviones y vuelvan a construir acorazados».
Cuando cayó la noche, el impertérrito «acorazado insumergible» lucía como un ascua, transparentando el fuego de su interior. Tenía en las rojas entrañas once torpedos nuestros. Le habían alcanzado, además, cuatro bombas grandes y tres medianas. Por fin, los japoneses se decidieron a abreviar su agonía, echándolo a pique ellos mismos.
Entre tanto, los transportes enemigos cruzaban por las inmediaciones, aunque se cuidaban mucho de quedar siempre fuera de nuestro alcance. A favor de la oscuridad, los navíos de guerra japoneses, colocándose a la cabeza del convoy, intentaron un nuevo ataque sobre Guadalcanal. A las dos de la mañana del 14 de noviembre se pusieron a tiro, y nos cañonearon por 40  minutos con sus piezas de 6, 8 y 14 pulgadas.
Era patente que estaban un poco nerviosos. Los dedos se les antojaban huéspedes y de cada rincón de sombra esperaban ver surgir, trepidantes y audaces, nuestros botes mosquitos. Cuando éstos, por fin, aparecieron, los nipones emprendieron la retirada. Sin embargo, un bote mosquito logró hacer blanco con un torpedo en uno de los cruceros. Este torpedo les costó a los japoneses dos cruceros, pues habiendo dejado uno con cuatro destructores para auxiliar en su retirada al averiado, nuestros aviadores, al siguiente amanecer, hundieron el crucero averiado y, además, el que le servía de protección.
Una fortaleza volante, pilotada por el capitán J. E. Joham, avistó el convoy de transportes japoneses que, protegido por buques de guerra, navegaba en demanda de Guadalcanal a unas 150 millas. Estableció nuestra fuerza aérea otra cadena de bombarderos desde el aeródromo de Henderson. Al cabo de tres horas, todos los navíos de guerra japoneses, entre ellos un portaaviones, habían emprendido la fuga y dejado a sus transportes de tropas absolutamente indefensos, bajo nuestra lluvia de bombas.
Repugnaba no poco a nuestros aviadores la carnicería que hacían en los inermes japoneses que tenían debajo, pero no podían por menos de cumplir su misión. Se bautizaron a sí mismos con el nombre de la «Brigada de los Cuervos», y continuaron la matanza hasta hundir ocho transportes. Los cuatro barcos de carga continuaban a flote, aunque dos de ellos estaban en llamas. El total de nuestras pérdidas se redujo aquel día a cuatro aviones.
A las once y veinte de la noche del propio día 14, hicieron los japoneses un esfuerzo último y desesperado por tomar a Guadalcanal. Nuestra escuadra volvió a adelantárseles y les infligió pérdidas tales, que hicieron de aquel postrer conato el más costoso de todos para el enemigo.
Venían los japoneses del oeste. Nuestra escuadra de acorazados iba surcándoles la estela. Los dejó, no obstante, bojear la Isla de Savo, por el norte, rezagándose intencionalmente al sur de la misma para sorprenderlos en la maniobra con que sueñan todos los capitanes del mar: la T. Esta batalla, a la que también pudimos asistir desde la playa, fué todavía más espectacular y terrible que la del viernes por la mañana. No duró más de media hora. En tan breve espacio de tiempo pude contar hasta once explosiones o incendios a bordo de otros tantos barcos. Nueve de ellos pertenecían al enemigo.
A las once y cincuenta minutos, los buques japoneses restantes se dieron a la fuga haciendo fuego con los cañones de popa, según huían. Fué dándoles caza nuestra escuadra hasta que los perdió de vista, en la oscuridad, poco después de la una de la madrugada. A las cinco de la mañana se vieron fogonazos y lumbraradas de explosiones en la dirección de la isla de Russell. Procedían tal vez de los asustados japoneses que, en el desorden de su retirada, se cañoneaban entre sí, tomándose por enemigos. El resplandor, aunque distante, era tan vivo que iluminaba los cansados rostros de los espectadores de la playa.
La aurora del 15 de noviembre alumbró los restos del convoy japonés—los cuatro buques de carga—embarrancados a unos diez kilómetros del lugar en que escribo este artículo. Nuestros destructores habían estado cañoneándolos sin tregua. Por su parte, también, nuestros aeroplanos no se habían dado punto de reposo arrojándoles bombas y más bombas. Para mediodía, los cuatro estaban convertidos en lastimosas ruinas flotantes. Al más próximo a nosotros no le quedaba ni rastro de la obra muerta. Los aviadores veían desde arriba el hirviente volcán de su casco. Sin embargo, a popa, un puñado de artilleros seguía haciendo fuego.
Los japoneses consiguieron desembarcar pertrechos y vituallas en la playa, sobre los que nuestros aviadores se dieron prisa a lanzar una lluvia cerrada de «cocteles Molotof». Todas esas provisiones japonesas arden ahora en una gran hoguera de 1000 metros de largo por 200 de ancho. Nos proponemos atizar la hoguera y conservarla encendida y restallante, hasta que nada quede por quemar. Su lumbre nos calienta el corazón 

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