lunes, 27 de junio de 2022

UN CIERVO, UN CAZADOR Y EL DESTINO

 En un combate de pura sagacidad, el ciervo habría sido presa fácil del cazador. Pero aquella mañana, en el monte, un elemento imprevisto entró en juego

UN  CIERVO,

UN CAZADOR

Y  EL DESTINO

POR HAROLD BLAISDELL

EL CIERVO había disfrutado regaladamente del verano, y en noviembre se hallaba en mag­níficas condiciones físicas. Su gris piel invernal, ese grueso abrigo de pelaje delicado, de cinco centíme­tros de espesor, lo hacía inmune al viento, a la lluvia, a la nieve y al frío. Y el animal portaba sus majes­tuosas astas de diez candiles como suprema insignia esplendente.

El cazador sabía de ese ciervo desde comienzos del verano; había observado por medio de unos bi­noculares sus idas y venidas, y había descubierto la senda que recorría to­das las noches, pues las enormes huellas eran inconfundibles. Por esa senda el animal iba de las tierras altas, donde descansaba durante el día, a tierras más bajas y despeja­das, para buscar alimento al amparo de las tinieblas.

Los hábitos del ciervo adolecían de una imperfección, de la que el cazador planeaba aprovecharse. Ante la abundancia de pastura, el animal se quedaba paciendo hasta las pri­meras luces del alba, aunque ya tu­viera repleto el estómago. Sería muy sencillo, razonaba el cazador, inter­ceptarlo a su demorado regreso. El plan parecía impecable, muestra de la soberana razón del hombre.

El ciervo, por supuesto, no sabía nada del cazador ni de sus planes, y no tenía conciencia clara de que algo lo amenazaba. Pero las criatu­ras salvajes poseen un sexto sentido misterioso, gracias al cual perciben la inminencia del peligro.

Al crepúsculo del día anterior a la iniciación de la temporada de caza, el ciervo sintió una inquietud tan aguda que, en vez de irse a las tie­rras bajas, como lo hacía de costum­bre, echó sin vacilar montaña arriba. Pasó la noche piafando en busca de hayucos dulces entre una gruesa alfombra de hojas secas, y desde mucho antes de que apareciera el primer rayo de luz, se hallaba .sa­brosamente acomodado en una rala agrupación de abetos enanos, a unos cuantos metros de la cumbre del monte.

Entretanto, el cazador se agazapa­ba en la atalaya de su elección, pen­sando en el alboroto que causaría al hacer su entrada al pueblo, poco después, llevando en su camioneta aquel trofeo de caza. Pero al ama­necer, como el ciervo no había aparecido, se le empezaron a bajar los humos; y cuando la luz del sol inun­daba el bosque, comprendió que su estrategia se había derrumbado.

El cazador se sintió molesto, pero no muy sorprendido. Por su larga experiencia sabía bien cuán escurri­dizo es el ciervo de Virginia, y de­dujo con exactitud lo que había ocurrido.

No fue sino hasta la segunda ma­ñana cuando el cazador encontró el sitio donde el ciervo había hollado en busca de hayucos dos noches an­tes. En la mayor parte del suelo no se veía más que un montón de hojas recién removidas, pero en un peque­ño espacio de tierra puesta al descu­bierto recientemente, se encontraba la clara impresión de una pezuña, que solamente el ciervo podía haber dejado. El cazador supo así que el animal se refugiaba cerca de allí, y que dispararle sólo sería posible si lo sorprendía en su escondrijo. El perseguidor pasó el resto del día tratando de encontrar su presa, pero en vano.

A medida que avanzaba la tem­porada de caza (que era solamente de dos semanas, porque aquella zona pertenecía al estado de Vermont), la determinación que animaba al cazador se convertía en obsesión. Cada mañana, aún a oscuras, escalaba la montaña, aunque sentía que se le quemaban los pulmones, y acechaba a su presa hasta el atardecer, pero esta lograba eludirlo.

El cazador ignoraba lo cerca que había estado del ciervo. El animal había percibido su olor tres veces, y lo había observado mientras se acer­caba desde lejos, hasta que pasaba peligrosamente cerca. En cada oca­sión se quedaba tendido, inmóvil como piedra, con la cabeza pegada al suelo y los cuernos echados hacia atrás, de tal modo que quedaran ocultos por el pescuezo y los cuar­tos delanteros. Y, en cada ocasión, el cazador había examinado la pequeña agrupación de abetos, siempre para seguir adelante tras descartarla por juzgarla incapaz de ocultar la mole de un ciervo de diez puntas.

Todo habría concluido en una in­discutible victoria para el ciervo, de no haber intervenido la suerte, que lo puso en peligro al sonreírle abier­tamente al cazador. La noche ante­rior al último día de la temporada, cayó una nevada que cubrió el suelo con una alba capa de diez centíme­tros de espesor. El ciervo se retiró a su refugio casi al amanecer, y dejó un rastro muy claro.

Cuando el cazador localizó las huellas que lo condujeron a la arbo­leda, no cabía en sí de entusiasmo. En esas circunstancias, no necesitaba ni la mitad de su experiencia cinegética para localizar a su presa.( Cinegética = Conjunto de técnicas y estrategias sistematizadas para cazar animales)

Si bien la nieve atenuaba el ruido de las pisadas del cazador, el ciervo oyó el crujir de la ropa mucho antes de tener a la vista a su enemigo. El animal podría haber escapado sin ser visto, pero predominó el instinto que lo hacía quedarse inmóvil; no en vano ya antes le había salvado la vida.

Las posibilidades de que el ciervo escapara disminuían a cada paso del cazador. Sin embargo, cuando vio que el rastro se internaba en la ar­boleda, el perseguidor no creyó que allí terminara. Pensó que atravesaría aquel punto y seguiría hasta más allá de la cima de la montaña, de modo que bajó su escopeta, la cual hasta entonces había llevado prepa­rada para disparar, y aceleró el paso. En consecuencia, no estaba alerta y se estremeció cuando, justo a pies, el ciervo saltó de su escondite y huyó a toda carrera, dando saltos de seis metros. La tardía reacción del cazador amenazaba con costarle muy cara, pero era inmune desde hacía mucho tiempo al nerviosismo que suele acometer al aficionado a la cinegética, así que recobró el aplo­mo de inmediato.

Comprendió que sólo habría tiempo de hacer un disparo, y no tenía la menor intención de fallar. Con la mira del rifle recorrió la figu­ra del animal, de los cuartos traseros a los delanteros, y cuando el punto quedó de lleno en el centro de estos, oprimió el gatillo. El cazador estaba seguro de que daría en el blanco.

Mas la suerte, que hasta entonces lo había favorecido, de pronto le sonrió al ciervo. Un joven y delgado abedul, que había brotado durante la primavera misma en que el fugi­tivo viera la luz, se interpuso en el trayecto de la bala, la cual se desvió silbando. El ciervo salvó el promon­torio de un salto magnífico y se per­dió de vista; estaba fuera de peligro por un verdadero milagro.

Muchas personas opinarán que el destino nada tuvo que ver con aque­llo; que el ciervo, el hombre, la nie­ve y el abedul no formaron parte de un plan preconcebido, y que el de­senlace no fue más que producto de la casualidad.

Pero otros, menos convencidos de que toda verdad sea evidente por sí misma, reconocerán que es posible que un joven abedul se interponga en el momento y el lugar precisos para salvar la vida de un soberbio ciervo. Esas personas, al considerar tal posibilidad, sin duda tendrán una íntima y reconfortante sensación de bienestar.

Febrero de 1988 SELECCIONES DEL READER'S DIGEST

CONDENSADO DE UPCOUNTRY- (NOVIEMBRE DE 1976). In 1976 POR THE EAGLE
PUBLISHING CO., DE PITTSIFIELD, MASSACHUSETTS.

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