viernes, 24 de mayo de 2024

EL GRAN CONFLICTO 44(b)

 EL GRAN CONFLICTO

HELEN DE WHITE

Entre Cristo y Satanás revelado en las vidas y luchas del pueblo de Dios desde el tiempo de Cristo a través de los siglos hasta nuestro tiempo y más allá.

44-  A muchos de estos testigos de la fe pura se les perseguía por las montañas y se les cazaba por los valles donde estaban escondidos, entre bosques espesos y cumbres roqueñas.

Ningún cargo se le podía hacer al carác­ter moral de esta gente proscrita. Sus mis­mos enemigos la tenían por gente pacífica, sosegada y piadosa. Su gran crimen consistía en que no querían adorar a Dios conforme a la voluntad del papa. Y por este crimen se les infligía todos los ultrajes, humillaciones y torturas que los hombres o los demonios podían inventar.

Una vez que Roma resolvió exterminar la secta odiada, el papa expidió una bula en que condenaba a sus miembros como herejes y los entregaba a la matanza (véase el Apéndice). No se les acusaba de holgaza­nes, ni de deshonestos, ni de desordenados, pero se declaró que tenían una apariencia de piedad y santidad que seducía “a las ovejas del verdadero rebaño”. Por lo tanto el papa ordenó que si “la maligna y abomi­nable secta de malvados”, rehusaba abjurar, “fuese aplastada como serpiente venenosa” (Wylie, lib. 16, cap. 1). ¿Esperaba este altivo potentado tener que hacer frente otra vez a estas palabras?

 ¿Sabría que se hallaban archivadas en los libros del cielo para confundirle en el día del juicio? “En cuanto lo hicisteis a uno de los más pequeños de estos mis hermanos—dijo Jesús—, a mí lo hicisteis”. Mateo 25:40 (VM).

En aquella bula se convocaba a todos los miembros de la iglesia a participar en una cruzada contra los herejes. Como incentivo para persuadirlos a que tomaran parte en tan despiadada empresa, “absolvía de toda pena o penalidad eclesiástica, tanto general como particular, a todos los que se unieran a la cruzada, quedando de hecho libres de cualquier juramento que hubieran prestado; declaraba legítimos sus títulos sobre cual­quiera propiedad que hubieran adquirido ilegalmente, y prometía la remisión de todos sus pecados a aquellos que mataran a cualquier hereje. Anulaba todo contrato hecho en favor de los valdenses; ordenaba a los criados de estos que los abandonasen; prohibía a todos que les prestasen ayuda de ningún tipo y los autorizaba para tomar posesión de sus propiedades” (Wylie, lib. 16, cap. 1). Este documento muestra a las claras qué espíritu satánico obraba detrás del esce­nario; es el rugido del dragón, y no la voz de Cristo, lo que en él se dejaba oír.

Los jefes papales no quisieron conformar su carácter con el gran modelo dado en la ley de Dios, sino que levantaron modelo a su gusto y determinaron obligar a todos a ajustarse a este porque así lo había dispuesto Roma. Se perpetraron las más horribles tra­gedias. Los sacerdotes y papas corrompidos y blasfemos hacían la obra que Satanás les señalara. No había cabida para la miseri­cordia en sus corazones. El mismo espíritu que crucificara a Cristo y que matara a los apóstoles, el mismo que impulsara al sanguinario Nerón contra los fieles de su tiempo, estaba empeñado en exterminar a aquellos que eran amados de Dios.

Las persecuciones que por muchos siglos cayeron sobre esta gente temerosa de Dios fueron soportadas por ella con una paciencia y constancia que honraban a su Redentor. No obstante las cruzadas lanzadas contra ellos y la inhumana matanza a que fueron entrega­dos, siguieron enviando a sus misioneros a diseminar la preciosa verdad. Se los buscaba para darles muerte; y con todo, su sangre regó la semilla sembrada, que no dejó de dar fruto. De esta manera fueron los valdenses testigos de Dios siglos antes del nacimiento de Lutero. Esparcidos por muchas tierras, arrojaron la semilla de la Reforma que brotó en tiempo de Wiclef, se desarrolló y echó raíces en días de Lutero, para seguir cre­ciendo hasta el fin de los tiempos mediante el esfuerzo de todos cuantos estén listos para sufrirlo todo “a causa de la Palabra de Dios y del testimonio de Jesús”.

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