jueves, 16 de mayo de 2024

EL GRAN CONFLICTO - 37-38-

EL GRAN CONFLICTO

HELEN DE WHITE

Entre Cristo y Satanás revelado en las vidas y luchas del pueblo de Dios desde el tiempo de Cristo a través de los siglos hasta nuestro tiempo y más allá.

Entre las causas principales que motiva­ron la separación entre la verdadera iglesia y Roma, se contaba el odio de esta hacia el sábado bíblico. Como se había predicho en la profecía, el poder papal echó por tierra la verdad. La ley de Dios fue pisoteada mien­tras que las tradiciones y las costumbres de los hombres eran ensalzadas. Se obligó a las iglesias que estaban bajo el gobierno del papado a honrar el domingo como día santo. Entre los errores y la superstición que pre­valecían, muchos de los verdaderos hijos de Dios se encontraban tan confundidos, que a la vez que observaban el sábado se abstenían de trabajar el domingo. Mas esto no satisfa­cía a los jefes papales. No solo exigían que se santificara el domingo sino que se profanara el sábado; y acusaban en los términos más violentos a los que se atrevían a honrarlo. Solo huyendo del poder de Roma era posible obedecer en paz a la ley de Dios.

Los valdenses se contaron entre los primeros de todos los pueblos de Europa que poseyeron una traducción de las Santas Escrituras (véase el Apéndice). Centenares de años antes de la Reforma tenían ya la Biblia manuscrita en su propio idioma. Tenían pues la verdad sin adulteración y esto los hizo objeto especial del odio y de la persecución. Declaraban que la iglesia de Roma era la Babilonia apóstata del Apoca­lipsis, y con peligro de sus vidas se oponían a su influencia y principios corruptores. Aunque bajo la presión de una larga perse­cución, algunos sacrificaron su fe e hicieron poco a poco concesiones en sus principios distintivos, otros se aferraron a la verdad. Durante siglos de oscuridad y apostasía, hubo valdenses que negaron la supremacía de Roma, que rechazaron como idolátrico el culto a las imágenes y que guardaron el verdadero día de reposo. Conservaron su fe en medio de las más violenta y tempes­tuosa oposición. Aunque degollados por la espada de Saboya y quemados en la hoguera romanista, defendieron con firmeza la Pala­bra de Dios y su honor.

Tras los elevados baluartes de sus montañas, refugio de los perseguidos y oprimidos en todas las edades, hallaron los valdenses seguro escondite. Allí se mantuvo encendida la luz de la verdad en medio de la oscuridad de la Edad Media. Allí los testigos de la verdad conservaron por mil años la antigua fe.

Dios había provisto para su pueblo un santuario de terrible grandeza como convenía a las grandes verdades que les había confiado. Para aquellos fieles deste­rrados, las montañas eran un emblema de la justicia inmutable de Jehová. Señalaban a sus hijos aquellas altas cumbres que a manera de torres se erguían en inalterable majestad y les hablaban de Aquel en quien no hay mudanza ni sombra de variación, cuya palabra es tan firme como los montes eternos. Dios había afirmado las montañas y las había ceñido de fortaleza; ningún brazo podía removerlas de su lugar, sino solo el del Poder infinito. Asimismo había establecido su ley, fundamento de su gobierno en el cielo y en la tierra. El brazo del hombre podía alcanzar a sus semejantes y quitarles la vida; pero antes podría desarraigar las montañas de sus cimientos y arrojarlas al mar que modificar un precepto de la ley de Jehová, o borrar una de las promesas hechas a los que cumplen su voluntad. En su fidelidad a la ley, los siervos de Dios tenían que ser tan firmes como las inmutables montañas.

Los montes que circundaban sus hondos valles atestiguaban constantemente el poder creador de Dios y constituían una garantía de la protección que él les deparaba. Aque­llos peregrinos aprendieron a cobrar cariño a esos símbolos mudos de la presencia de Jehová. No se quejaban por las dificultades de su vida; y nunca se sentían solos en medio de la soledad de los montes. Daban gracias a Dios por haberles dado un refugio donde librarse de la crueldad y de la ira de los hombres. Se regocijaban de poder ado­rarle libremente. Muchas veces, cuando eran perseguidos por sus enemigos, sus fortalezas naturales eran su segura defensa. En más de un encumbrado risco cantaron las alabanzas de Dios, y los ejércitos de Roma no podían acallar sus cantos de acción de gracias.

Pura, sencilla y ferviente fue la piedad de estos discípulos de Cristo. Apreciaban los principios de verdad más que las casas, las tierras, los amigos y parientes, más que la vida misma. Trataban ansiosamente de inculcar estos principios en los corazones de los jóvenes. Desde su más tierna edad, estos recibían instrucción en las Sagradas Escritu­ras y se les enseñaba a considerar sagrados los requerimientos de la ley de Dios. Los ejemplares de la Biblia eran raros; por eso se aprendían de memoria sus preciosas palabras. Muchos podían recitar grandes porciones del Antiguo Testamento y del Nuevo. Los pensamientos referentes a Dios se asociaban con las escenas sublimes de la naturaleza y con las humildes bendiciones de la vida cotidiana. Los niños aprendían a ser agradecidos a Dios como al dispensador de todos los favores y de todos los consuelos.

Como padres tiernos y afectuosos, ama­ban a sus hijos con demasiada inteligencia para acostumbrarlos a la complacencia de los apetitos. Les esperaba una vida de pruebas y privaciones y tal vez el martirio. Desde niños se les acostumbraba a sufrir penurias, a ser sumisos y, sin embargo, capaces de pensar y obrar por sí mismos.

 

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