FUE
EN VIERNES SANTO- LINCOLN
POR JOHN FRAZER
DIO
PRINCIPIO a aquel día, que era Viernes Santo, como a menudo daba principio a
sus días. Se levantó a temprana hora; a las siete se hallaba trabajando en la
vasta y cuadrada habitación, en una esquina del segundo piso de su casa,
habitación de la que él había hecho su oficina;
a las ocho se desayunaba frugalmente (un huevo y una taza de café),
después de lo cual regresó a su despacho.
Esta mañana, sin embargo, le acompañó en el desayuno su apuesto hijo mayor, que
tenía 21 años de edad; graduado de la universidad y capitán en el ejército, se
encontraba en casa con licencia. Padre e hijo hablaron del porvenir: el joven
debería volver a la Universidad de Harvard, le aconsejó el padre, y hacer tres
años de estudios en la escuela de leyes; después, concluyó éste, "espero
que ya podremos decirte si harás o no un buen abogado".
De vuelta en su oficina, echó una mirada a los diarios, firmó algunos documentos
y recibió a su primer visitante del día, un legislador con quien trabajaba
desde hacía varios años. Un amigo suyo, procedente del este del país, llegó a
saludarle, y a este amigo le dijo, a tiempo que cambiaban un apretón de manos:
"Esta mañana todo parece resplandecer, mi viejo. Hemos atravesado por una
época muy dura pero hemos logrado sobrevivir a ella .. - Al menos tal podemos
decir algunos de nosotros".
Se sentía descansado: las cosas marchaban, ¡por
fin! Tras largo período de gran tensión nerviosa, ya podía respirar libremente;
y a la sazón estaba por consumarse el fin que se fijara en su programa
cuadrienal y al cual hablase mantenido fiel con tanta tenacidad; su semblante
reflejaba "visible alivio y satisfacción", según había de escribir
más tarde uno de sus ayudantes.
Había fijado para las once la conferencia que esta mañana debía celebrar, como
todos los viernes, con su cuerpo de colaboradores. Y al tiempo que los miembros
de éste entraban en el despacho, tomó asiento ante un escritorio próximo a las
ventanas, desde las cuales dominábase una vista del río y de una eminencia de
las montañas. Como invitado a la reunión estaba presente un sujeto barbado y de
corta estatura, aficionado al cigarro puro, quien, la víspera apenas, había
llegado a la ciudad tras de asistir a una junta en otro distrito, no lejos de
allí, y traía nuevas de las negociaciones que se efectuaban en el lugar. El
ocupante del escritorio fue a sentarse a la gran mesa de consejo y dio lectura
al orden del día, para referirse luego a otras importantes noticias que todos
esperaban.
Tales noticias, dijo, debían llegar en breve, y serían favorables, sin duda, pues la noche pasada había tenido el sueño que de manera
habitual le anunciaba algún acontecimiento de importancia. En
aquél se había visto, al parecer, "a bordo de una nave singular e
indescriptible, invariablemente la misma, que avanzaba con gran rapidez hacia unas costas sombrías e indefinidas". Tan extraño sueño debía estar en relación con las
nuevas que esperaban, aseguró a sus colaboradores. "Mis
pensamientos", les dijo, "seguían esa dirección, y no tengo
conocimiento de ningún otro suceso de importancia que pudiera ocurrir por estos
días".
Habló con calor de las relaciones que se tenían con otras regiones del país.
Cuantos se hallaban a la mesa estaban conscientes del lamentable sesgo que
había tomado la situación en el Sur en el curso de los últimos años, y cuando él se refirió a la necesidad de "poner fin
a nuestros resentimientos", todos asintieron. Poco después
de las dos se levantó la reunión, que debía
reanudarse cuatro días después, es decir, el martes siguiente. Luego,
quien la había presidido salió de la habitación para ir a almorzar con su
esposa.
Ya entrada la tarde, cuando el sol palidecía, su esposa y él salieron a dar un
paseo en coche. Ella le preguntó si no quería que alguien les acompañase.
"No", replicó él, "esta vez prefiero que paseemos solos".
Se mostraba poco menos que como un muchacho, tanta era su alegría, según
escribiría posteriormente su mujer, quien agregaría: "Durante el paseo iba
él tan contento que le dije: —Querido esposo, a poco más y me espanta tu
excesiva alegría". Él hablaba, pensativo,
de los años que se avecinaban; tal vez fueran a Europa, dijo, a viajar; y luego se establecerían en una granja en las praderas; pudiera ser que volviese a ejercer la abogacía. "Nunca
me he sentido tan dichoso en mi vida", le aseguró a su mujer.
Cuando regresaban a la gran casa de columnas blancas, acertaban a salir dos de
los viejos amigos del abogado. Este les persuadió a que permanecieran allí, y
aunque lo esperaba la comida y debía asistir al teatro esa misma noche, se
estuvieron charlando de los años pasados, y él, además, leyó en voz alta un
absurdo relato humorístico que venía en uno de los diarios. Terminada la
comida, se encaminó a un edificio de oficinas cercano para informarse de si se
había recibido algún telegrama, y después, de vuelta en casa, en su estudio, se
ocupó en el examen de varios documentos y recibió algunos visitantes con
quienes habló brevemente. "¿Quieres acaso que lleguemos con retraso?"
le preguntó su mujer bondadosamente. Y cerca de las ocho, bajo una densa
niebla, ambos salieron rumbo al teatro. En el camino hicieron alto para recoger
a sus invitados de esa noche: cierto joven agregado militar, mayor del
ejército, y su prometida, hija de un senador.
La pieza, una comedia en tres actos, parecía divertir al abogado, que ocupaba
una silla mecedora de avellano negro; el grupo de cuatro personas se hallaba en
los palcos de proscenio números siete y ocho. En cierto momento, él se levantó
para calarse el abrigo, pues había sentido una corriente de aire. Durante el
tercer acto, tomó la mano de su esposa, que se había acercado a él. Esta le
preguntó, en un susurro: ¿qué pensaría de ella la prometida del mayor, al ver
que se estrechaba contra él de tal modo? Su marido, también en un soplo,
replicó: "No pensará nada de ello". A las
10:15 aproximadamente, la puerta, al fondo del palco ocupado por el
matrimonio, se abrió cautelosamente; una pistola
Derringer apuntó a la nuca del abogado, y sonó el mortal disparo. La víctima se desplomó hacia adelante en la mecedora,
y su esposa lanzó un grito al caer en la cuenta de lo que había ocurrido.
Llevándolo en vilo, subieron los peldaños de la curvada escalinata de una casa
de ladrillo rojo que se alzaba al otro lado de la calle, y en un dormitorio del
fondo lo tendieron sobre la cama de madera de avellano, diagonalmente, pues era
hombre de elevada estatura. Murió a las 7:22 de
la mañana del decimoquinto día de aquel abril de 1865, hace 100 años. Fuera, llovía. En la
silenciosa habitación murmuró una voz: "Desde
ahora pertenece a la historia".
SELECCIONES DEL READER'S DIGEST MAYO DE 1965
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