FIN 1 LIBRO- VIENTO SOLLOZANTE Pags.197- 208
Capítulo Quince
"INDIOS TOMAN RODILLA HERIDA, DAKOTA DEL SUR." Los titulares del periódico eran aterradores a comienzos de esa primavera de 1973.
Un puñado de indios, armados con viejas escopetas de caza, le habían declarado la guerra a los Estados Unidos. Yo temía por ellos. Ese pequeño conjunto de indios le estaba haciendo frente a la nación más poderosa del mundo, una nación con un sistema de defensa con un presupuesto multimillonario en dólares, millones de soldados, tanques, proyectiles, bombas – no cabía duda de que los indios serían barridos y aniquilados por el gobierno. ¿Qué posibilidades tenían? ¿Acaso el gobierno no había matado indios siempre? Los indios no podían sino perder, así como habían perdido siempre.
Todos los días hojeaba el diario esperando leer que se había llevado a cabo la segunda masacre de Rodilla Herida; pero no ocurrió así. Los días se transformaron en semanas y la tensión aumentaba, pero ese puñado. de indios mantenía sus posiciones.
Algunos miembros del AIM (movimiento de los indios norteamericanos) habían ocupado Rodilla Herida con el fin de atraer la atención del pueblo norteamericano y despertarlo a la realidad del trato injusto que recibía el piel roja. Años de tratados y negociaciones pacíficas no habían logrado nada. Ahora muchos de los indios consideraban
que había llegado el momento de tomar medidas drásticas.
Muchos se sentían enardecidos y llenos del antiguo odio, y con grandes deseos de desenterrar la vieja y semi-sepultada hacha. ¿Quién podía saber cuántos eran los indios que se sentían así en el país? ¿Cuántos serían los que se meterían en sus vehículos y se dirigirían a Rodilla Herida, en busca de venganza? ¿Decenas? ¿Cientos? Esta generación de indios estaba cansada de la vida en las reservas, cansada de los agentes corruptos, harta del BIA (Agencia de Asuntos Indígenas). Querían cambios, y los querían de inmediato. Así fue cómo comenzó el AIM, y con razón o sin razón, por lo menos estaba logrando que la gente tuviera en cuenta al indio.
No había visto a Pedernal, ni tenía noticias de el, y me preguntaba si no estaría en Dakota del Sur. Sabía que él querría participar de algo así. Quería ser guerrero. Lo había oído gritar "¡Poder indio!" y hacer como que arrojaba una flecha con un arco imaginario. Había oído a mis tíos pronunciar los gritos de guerra que significaban: "¡Es un buen día para morir!"
Fui a la iglesia temprano para poder hablar con el reverendo McPherson antes que comenzara el servicio del miércoles por la noche.
– Me siento desconcertada con mis sentimientos – le dije -. Estoy orgullosa de los indios en Rodilla Herida. Al mismo tiempo, temo por ellos. Hasta me descubro deseando estar con ellos allí para ayudarlos a luchar. Sé que los van a matar. El gobierno siempre mata indios. Así termina el cuento invariablemente. – Me sentía sumamente desdichada.
– No puedo pretender comprender todos tus sentimientos en relación con esto – me dijo el reverendo McPherson –, pero sé lo trágico que sería que alguien muriese. Tienes que recordar que no estamos en 1890. La caballería no ha cargado contra mujeres y niños indefensos para hacer una camicería. El mismo hecho de que el gobierno no ha tomado medidas drásticas demuestra que las cosas han cambiado. El gobierno está intentando llegar a un acuerdo pacífico.
– ¿Por qué me siento tan airada? – le pregunté –. Ahora soy cristiana. Mi corazón ha cambiado. ¿Por qué es que siento que mi antigua sangre hierve dentro de mí, hasta el punto que quiero ir corriendo a luchar y gritar, y decir: "¡Mírennos! ¡Somos valientes! ¡Moriremos por nuestra causa!"
Sonrió.
–En primer lugar, hasta los cristianos se enojan. Enojarse es humano, y yo diría que los indios tienen derecho a sentirse airados, desalentados y frustrados. No creo que debas tomar una lanza y salir a la carga, pero hay otras cosas que podrías hacer para ayudar.
– ¿Cómo se puede ayudar a una causa perdida? – dije contrariada.
– Ninguna causa está perdida mientras alguien crea en ella profundamente. Lo primero que hay que hacer es orar.
Levanté la vista.
– Podemos orar para que los indios adopten criterios acertados; podemos orar para que el gobierno sea razonable y justo; y podemos orar para que Dios guíe a todos los que tienen que ver con la cuestión. Después de eso, podemos escribir cartas a otras iglesias, a los senadores, a cualquiera, que creamos que puede ayudar. – Su voz evidenciaba su entusiasmo –. Tú puedes ayudar a tu pueblo, Viento Sollozante, ¿pero no has oído decir que la pluma es más poderosa que la espada?
– ¿0 la lanza? – dije sonriendo.
Cuando comenzó el culto de oración, esperaba oír los pedidos usuales relacionados con personas que se encontraban en el hospital, o con personas con diversos problemas. En cambio, el reverendo McPherson hizo un llamado para un servicio especial de oración para los que estaban involucrados en lo de Rodilla Herida. Se me llenaron los ojos de lágrimas al oír a una persona tras otra pasar al altar a orar por un puñado de indios a quienes no conocían y con los que probablemente no estaban de acuerdo. Sabía que en 1890 no había habido ninguna oración en favor de los indios. Los tiempos habían cambiado. A la gente le importaba, pero había que decirles lo que estaba pasando. Tenía tal nudo en la garganta que mi propia oración tuvo que ser silenciosa, pero oré así: "Te ruego, Dios, que no dejes que nadie muera. Permíteme ayudar si puedo, y te pido que no permitas que Pedemal esté allí. Pero si está, cuídalo."
Pasaron varias semanas. Comencé a pensar que eso no iba a terminar nunca, pero al fin la cuestión se arregló. Un pastor metodista ayudó a hacer los arreglos para solucionar el episodio de Rodilla Herida.
Suspiré aliviada. El gobierno no había matado a los indios. ¡Las cosas estaban cambiando realmente!
Mi teléfono sonó muy temprano un dia y me despertó. – Hola – dije medio dormida.
– ¿Habla Viento Sollozante? – preguntó una voz desconocida.
– Sí. – Esperé.
– ¿Es usted pariente de un hombre de nombre Pedernal Pakotah?
– Sí, es mi tío. – Comencé a asustarme.
– Encontramos el nombre de usted y su número de teléfono en su billetera. El ha sufrido un accidente de tránsito en la carretera. Ha sido trasladado al "Memorial Hospital".
– Voy en seguida – dije, y colgué, todavía sin saber quién había llamado.
Llegué al hospital y pedí ver a Pedemal. Me dijeron que esperara hasta que me pudiera hablar el médico. Pasó casi una hora y entonces un hombre en un guar‑
dapolvo largo y blanco vino y se sentó a mi lado para hablarme sobre Pedernal. Venía conduciendo muy rápido, demasiado rápido, y no había visto una curva. Su camioneta había rodado por la ladera de la montaña y se había estrellado en el fondo. Afortunadamente, alguien había visto el accidente y había informado, y una ambulancia lo había traído a la ciudad. Estaba golpeado bastante seriamente. Tenía tres costillas rotas y una pierna quebrada, pero tenía la fortuna de estar vivo. Yo quería verlo, pero el médico me dijo que estaba dormido y que volviera al día siguiente.
Cuando volví al dia siguiente por la tarde y entré a su habitación, no estaba preparada para encontrarlo tan mal. Tenía los ojos negros y tan hinchados que casi no los podía abrir; tenía una venda en la nariz y otra en la frente. Tenía una cinta a través del pecho, la pierna izquierda colgaba de un cabestrillo, y parecía que tenía magulladuras en todo el cuerpo.
– Hola, Pedemal – dije y me acerqué a la cama. Apretó los labios y cerró los ojos.
–¿Te duele mucho? – le pregunté, sabiendo que jamás admitiría que sentía dolor.
No quería contestar.
Me sentí desalentada. Había cumplido lo de la canción de la muerte, y para él yo estaba muerta.
¿Puedo hacer algo?
Sin respuesta.
Me quedé unos minutos y luego decidí que no valía la pena que me quedara más. Cuando me iba, le dije:
– Si necesitas algo, haz que alguien me llame. Siento que te hayas lastimado.
Pensé que no valía la pena perder el tiempo. No me iba a hablar. No volvería a verlo.
Pero por más que intentaba, no podía olvidarlo, así que al día siguiente volví a verlo. De nuevo se negó a hablarme. Me retiré y resolví no volver a visitarlo. Aguanté una semana, pero no podía resistir el deseo de ir a verlo.
– Hola, Pedemal. – Traté de aparecer contenta.
Hizo silencio. Me estaba preparando para retirarme cuando repentinamente dijo:
–¿Qué haces aquí?
¡Qué alivio fue oír que me hablaba al fin!
– Quería saber cómo te iba. – Me acerqué –. No pareces estar muy bien.
– ¿Cómo supiste que estaba aquí? – preguntó, pero evitó mis ojos.
– Alguien encontró tu billetera. Tenía mi número de teléfono.
Silencio nuevamente.
– ¿Que pasó? – le pregunté‑
- Volvía de una ceremonia peyote . . . – miró hacia el cielo raso –, pensé que veía una enorme águila que venía hacia mí, y viré para evitarla ... pero no había ninguna águila.
– ¡El peyote! – dije con un movimiento de la cabeza Te va a matar.
– ¿Por qué no te vas de aquí? – dijo ásperamente y cerró los ojos.
Me fui sin decir nada más.
Al día siguiente me vino un resfrío de cabeza y me sentía tan mal que ni siquiera fui a trabajar. Pasaron varios días antes de que me sintiera como para intentar ver a Pedemal de nuevo.
Esta vez, cuando entré a la habitación, Pedemal se irguió y me miró.
– No creí que volvieras – dijo.
Me encogí de hombros: – Me preocupas.
Se miró el yeso en la pierna y dijo suavemente:
– Me alegro de que hayas venido. Siento mucho haber hecho lo que hice, Sollozo.
Nunca antes había oído a Pedemal decir que se lamentaba de haber hecho algo.
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– No pienses en eso. – Cambié el tema rápidamente ¿Cómo te sientes?
–Pésimo. Odio estar atado aquí como un animal. –¿Cuándo podrás salir?
– Falta un par de semanas, dice ella.
– ¿Ella? – dije –. Creía que tu médico era un hombre. Pedemal se había puesto incómodo.
– Sí. Quiero decir que una de las enfermeras me dijo que tendría que estar un par de semanas más. – ¿Te están cuidando bien? ¿Necesitas algo?
– Estoy bien. Ella me trajo unos libros y me prestó esta radio de pila para que escuchara. – Señaló con la cabeza
una radio pequeña al lado de la cama.
– ¿Ella? – dije.
– Una de las enfermeras – dijo, y esta vez fue el quien cambió de tema.
Ya que había resuelto hablarme, lo visitaba todos los días después de salir de mi trabajo. La pierna progresaba, y las costillas también. Ya se parecía de nuevo a su propia persona, pero no actuaba como de costumbre. Parecía estar más contento, y sonreía y hacía bromas más de lo que era habitual en él.
Un día mientras hablábamos me dijo:
– Sollozo, ¿recuerdas esa historia que tu abuela solía contar de por qué los kickapus odian a los pawnees? Tuve que pensar un momento.
–Sí, la recuerdo.
– Cuéntamela, la he olvidado.
–Los kickapus y los pawnees siempre han sido enemigos. Los pawnees eran irastreros y le tenían miedo a los guerreros kickapus. Los pawnees solían esperar hasta que los guerreros kickapus salían a cazar, y luego atacaban a las mujeres y a los viejos que quedaban en el campamento. En el ardiente verano de 1845, algunos pawnees les robaron caballos a los integrantes de un grupo de cazadores kickapus en el río Pequeño. Los kickapus esban tan enardecidos, que persiguieron a los pawnees, los alcanzaron, y los mataron a todos. Los kickapus recuperaron no sólo los caballos propios, sino que se llevaron los caballos de los pawnees también.
Me parecía oír la voz de la abuela relatando la historia.
- Los kickapus hicieron un juramento allí mismo, de que se vengarían de los pawnees a partir de ese momento. Para sellar el juramento le cortaron el brazo a uno de los valientes de la tribu pawnee y se lo enviaron de vuelta a los pawnees a modo de advertencia.
- Eso fue hace 130 años - dijo Pedernal con un suspiro -. Hace mucho tiempo. Mucho tiempo para guardar rencor.
- ¿Qué quieres decir?
- Ah ... nada, supongo. Hay una enfermera aquí. Es pawnee. Yo sabía que los kickapus odiaban a los pawnees, pero no podía recordar por qué. Ahora sé que es por unos caballos robados hace 130 años. - Se rio -. Se lo tendré que decir a ella.
No podía dejar de notar que hablaba cada vez más de "esa enfermera".
-¿Cómo se llama?
Mi pregunta lo tomó por sorpresa.
- Pues, no sé, me olvido. Rosa Otoñal, creo. - Es un nombre hermoso - le dije — ¿Es tan hermosa como su nombre?
- No me he fijado. No es más que una enfermera. - Comenzó a hablar sobre el tiempo.
Quería decirle a Pedernal que tenía noticias de Nube, pero si lo hacía, con seguridad que me preguntaría qué decía. Entonces tendría que contarle que Nube se había hecho cristiano, y yo también. Sabía que Pedernal no estaba preparado para que le hablara de eso todavía, de manera que guardé el secreto en mi corazón para alguna otra oportunidad.
Pedernal mejoraba y se fortalecía día a día. Ahora evidenciaba que le gustaban mis visitas.Tuvimos conversciones largas y lindas, pero ambos evitábamos mencionar la iglesia o la pelea que habíamos tenido, porque ninguno de los dos quería perturbar al otro.
Una noche cuando entré en la habitación me di cuenta de inmediato de que algo andaba mal, por la cara de enojo que tenía.
– ¿Qué pasa? – le pregunté. Vi que no había probado la cena que tenía en la bandeja.
– Nada – dijo con un tono de voz que indicaba que pasaba algo grave.
– ¿No te sientes bien?
– Sí. Estoy bien.
Puedo ver que no es así.
Ah, no es nada. No tiene importancia – dijo. ¿Pedemal? – Insistí tratando de averiguar lo que había ocurrido.
-Averigüé que iba a salir pronto de aquí, y bueno…le pregunté a la enfermera si podóa ir a visitarla una vez que saliera del hospital.
Antes que pudiera volver a abrir la boca, se abrió la puerta y una enfermera entró y levantó la bandeja.
– Tendría que haber tratado de comer algo. A lo mejor tenga ganas de comer más tarde – dijo alegremente y salió llevándose la bandeja,
–Es esa –dijo Pedemal en voz baja, pensando que todavía ella pódría oírnos.
¡No podía creerlo! ¡Pedernal se había enamorado de una muchacha, y de una muchacha pawnee para colmo! Encogió los hombros.
– No tiene importancia de todos modos. No quiere salir conmigo.
Trató de aparentar que no le importaba, pero se le veía en la cara que estaba herido porque ella lo había rechazado.
–¿Por qué no? ¿Porque tú eres kickapu?
– La verdad es que . . . – Tragó saliva y desvió la mirada — La verdad es que ... la invité a salir y me preguntó si yo era cristiano.
–¡Cómo! –Me puse del otro lado de la cama para poder verle la cara.
– Me preguntó si era cristiano. – Movió la cabeza –. Yo le dije: "¿Qué clase de pregunta es ésa?" Me contestó que ella era cristiana y que no salía con hombres que no fuesen cristianos.
Allí me quedé parada en silencio tratando de pensar en algo para decir que pudiera ser de ayuda. Pedemal debía pensar que la muchacha realmente valía la pena, para sentirse tan desdichado porque lo había rechazado.
Antes que pudiéramos seguir hablando, sonó el timbre que indicaba que se había acabado la hora de las visitas. Prometí volver al día siguiente y me fui.
Al final del corredor podía ver a la enfermera de la que
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hablaba Pedemal. Estaba esperando un ascensor, y me acerqué y me coloqué a su lado.
Estaba pensando qué sería lo que Pedemal encontraba tan atractivo en ella. Era bajita, con más peso del que le convenía; sus ojos de un color castaño oscuro parecían los ojos de un cervatillo, y tenía pelo negro corto. Era india pawnee. Un año antes, o incluso un mes antes, a Pedemal ni se le hubiera ocurrido hablar a una pawnee, y he aquí que ahora anhelaba cortejar a una muchacha de esa tribu. Estaba cambiando, un poquito nada más, pero estaba cambiando‑ La enfermera vio que la estaba observando y sonrió. Cuando vi su sonrisa me di cuenta de que había sido eso lo que lo cautivó. En su sonrisa iba todo el calor y la ternura de un día de verano.
Yo también sonreí y luego noté algo más en ella. Alrededor del cuello, prendida a una fina cadena de oro, había una pequeña cruz. Comprendí que era esa cruz y lo que significaba para ella, lo que le impedía salir con mi tío.
– Tú eres la sobrina de Pedemal, ¿no es cierto? – me preguntó –. Me dijo que venías a visitarlo.
Asentí con la cabeza.
– Sí, es mi tío. Estoy preocupada por él. ¿Va a quedar bien?
– Sí. Probablemente pueda salir del hospital la semana que viene – dijo. Hubo una larga pausa de silencio.
– Le atrae usted – me animé a decir.
Bajó los ojos y dijo tímidamente:
– A mí también me gusta él. – Sus dedos se elevaron hasta tocar suavemente la pequeña cruz en el collar. – Si sólo . . . Se detuvo.
Llegó el ascensor y las puertas se abrieron, y ella entró. ¿Arriba o abajo? – me preguntó.
- Ninguno. He olvidado algo. Tengo que volver a ver a Pedemal por unos momentos – dije.
– Tal vez te vuelva a ver – dijo, mientras se cerraban las puertas del ascensor.
Tuve la sensación de que habríamos de vemos bastante.
Volví a la habitación de Pedemal. Se sorprendió de verme otra vez.
Arrimé una silla a la cama y le puse la mano en el brazo. – Tío Pedemal. – Respiré hondo –. Nube y yo tenemos una historia que queremos compartir contigo ...
Me miró con una sed profunda y solitaria en los ojos. Sonreí y comencé:
– ¿Sabes? Hubo una vez un hombre llamado Jesús ...
Fin del primer libro
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