VIENTO SOLLOZANTE (Parte 12)
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Se quedó callado un momento y siguió diciendo: —Si mis padres hubiesen sido demasiado pobres para comprar regalos, lo hubiese comprendido, pero aunque se sea pobre, todavía se pueden hacer juguetes para los hijos. Para ellos yo era sólo mano de obra barata porque trabajaba con más ahínco que ninguno de los obreros que trabajaban en la hacienda. Me gané la vida desde que tenía diez años y tan pronto como fui suficientemente mayor como para conducir ahorré bastante dinero para comprarme una vieja camioneta y me escapé de casa y me dirigí a Alaska, pues era el lugar más alejado de Texas al que podía llegar.
—¿Qué le sucedió a tu familia? —le pregunté.
—Supongo que deben estar todavía en la hacienda. Mi hermana se casó tan pronto como pudo, para irse de casa —me dijo.
—¿ Crees que les volverás a ver de nuevo?
—No, Viento Sollozante, mis padres son. . . —dijo suspirando— son dañosos. Mi padre se emborracha y mi madre es ... bueno, es muy mala persona. Mi hermana y yo nos alejamos de ellos tan pronto como pudimos y yo me considero huérfano porque no he tenido nunca unos padres auténticos. Yo no fui para ellos un hijo, sino un obrero barato. Me harías un favor si no volvieses a hablar nunca más acerca de mi niñez y de mi familia. Quisiera olvidarme de todo cuanto me sucedió antes de conocerte y tú eres lo único bueno que me ha sucedido.
Era nuestra primera Navidad juntos y yo deseaba que fuese algo especial porque por primera vez en mi vida tenía a alguien mío a quien poder hacer un regalo.
Comencé a poner la decoración demasiado pronto, pero estaba excesivamente emocionada como para esperar más tiempo, así que nuestro árbol de Navidad estuvo en pie y decorado el último día de noviembre.
Estuve yendo de tiendas horas enteras, buscando un regalo especial para mi esposo, pero nada me parecía apropiado, hasta que un día me puse a ver camisas de caballero y encontré la respuesta. Le ha‑ 130 MI CORAZÓN INQUIETO
ría una camisa de cacique cherokee. Compré una camisa color azul celeste y metros enteros de cinta de colores brillantes. Una vez en casa cosí las cintas a la camisa con pequeñas puntadas. Me la puse y di vueltas con ella. Las cintas de colores, rojas, amarillas azules y verdes, volaban a mi alrededor como un arcoiris de color. ¡Le encantaría! Una camisa cacique! Yo estaba segura de que jamás había tenido una y la envolví orgullosa y la coloqué con cuidado bajo nuestro árbol.
Don también colocó regalos debajo del árbol y yo los meneaba, los pellizcaba y los apretaba hasta que los papeles, con dibujos navideños, se quedaron arrugados y los lazos se soltaron.
Don me regañó y amenazó con esconderlos si yo no los dejaba en paz, pero yo no podía pasar junto a los regalos sin ponerle el dedo encima.
—Deberías dejarme abrirlos ahora. —¿Qué sucedería si me pasase algo y me muriese antes de Navidad? ¡Nunca me enteraría de lo que me has querido regalar!
Pero Don sólo se reía y añadía más papel celofán a los regalos.
La Nochebuena nos sentamos a oscuras, viendo parpadear las luces del árbol y escuchando los cánticos de Navidad del tocadiscos.
Sentía en mi corazón una profunda soledad y echaba muchísimo de menos a mis amigos de casa. De vez en cuando me caía una lágrima por las mejillas y cuando el tocadiscos comenzó a tocar "Volveré al Hogar para la Navidad" las lágrimas se convirtieron en un manantial y enterré mi cara en mis manos y lloré.
Don supo sin preguntarlo lo que me sucedía y me dejó a solas con mi ataque de añoranza.
Estaba llorando con toda mi alma cuando sentí que toda la casa temblaba por lo que olvidé rápidamente mis lágrimas y mi corazón se quedó paralizado. —¿Qué ha sido eso? —pregunté en voz baja.
—Es solamente un pequeño temblor de tierra —me dijo Don.
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La casa tembló de nuevo y los platos hicieron ruido en el armario y la ventana se resquebrajó.
—¡ Es un terremoto! —grité. Agarré uno de mis regalos y salté al centro de la cama. —i Vamos a morirnos! ¡Ya te dije que algo iba a pasar, dame ahora mis regalos!
La casa retumbó fuertemente y las luces del árbol de Navidad se apagaron. Me quedé en el centro de la cama con un regalo a medio abrir en mis manos. Hubo un profundo silencio mientras esperábamos para ver si se iban a producir más temblores o si la tierra se iba a abrir para tragarnos vivos.
La luz vaciló y se encendió de nuevo y Don encendió unas cuantas lámparas. Me arrancó de las manos el regalo a medio abrir y se dispuso a colocarlo una vez más debajo del árbol.
—¡ Cielo santo! ¿Qué es esto? —exclamó y yo me acerqué también al árbol.
Sobre un enorme puñado de agujas de pino había un desnudo palo con las lucecitas y las chucherías colgadas de él. Había puesto el árbol demasiado pronto y se había secado. El terremoto lo había meneado, haciendo que se cayesen del árbol todas las agujas. Teníamos, en esos momentos, el árbol más feo de todo el mundo. Nos olvidamos de nuestra añoranza y comenzamos a reírnos.
Entonces decidimos abrir nuestros regalos en lugar de esperar a que llegase la mañana. Don me en- tregó tres paquetes y yo los abrí con gran ilusión. Dentro del primero había una cruz de plata colgada de una cadena, que me puse alrededor del cuello antes de abrir los otros dos. El segundo paquete tenía una diminuta ballena que había tallado con madera y el último regalo era una bata de color rosa.
—¡ Gracias, son unos regalos maravillosos! —le dije, teniendo en mis manos la ballena que había tallado y poniéndome la bonita y caliente bata. —Me gustan mucho todos. ¡Ahora tú tienes que abrir tu regalo! —le dije, entregándole su regalo y esperando a que lo abriese, con ansiedad.
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—Qué bonita ... La elevó y dejó que cayesen las cintas por la parte de delante y de detrás de la camisa. —Es muy bonita. ¿Qué es?
—¡Es la camisa de un cacique cherokee! —le dije y le ayudé a ponérsela.
Se miró en el espejo. —Pero yo no soy un cacique cherokee —me dijo.
—No te gusta ¿verdad que no? —le pregunté decepcionada. —No hago más que olvidarme que tú no eres indio. Debería de haberte comprado un regalo para un hombre blanco.
—Me gusta, lo digo en serio. Sólo que nunca había tenido antes una camisa como ésta y me he quedado sorprendido, pero es muy bonita —dijo y comenzó a quitársela. Entonces me miró a la cara y se la puso de nuevo. —Es una camisa tan bonita que la voy a guardar para cuando vaya bien vestido, pero me gusta tanto que la voy a llevar ahora mismo, para la Nochebuena —dijo mirándose otra vez al espejo.
—Le puedo cortar las cintas —le dije.
—No, te ha costado mucho trabajo coserlas y la vas a dejar tal y como está. Seguramente soy el único hombre en Alaska con una camisa de cacique. Es más, me apuesto cualquier cosa a que lo soy —dijo sonriendo. —Felices Navidades, Viento Sollozante, te quiero.
—Felices Navidades —le contesté. Me preguntaba si debía de decirle: —Te amo —pero no creía que mi lengua jamás lograse pronunciar las palabras mientras tuviese vida.
Le echamos una última mirada a nuestro pobre árbol y nos acostamos. Yo llevaba la cadena de plata alrededor de mi cuello y metí la ballenita bajo la almohada. Eran las mejores Navidades que había pasado.
CAPITULO
QUINCE
No teníamos vecinos
cerca, y a mí me costaba mucho
hacer nuevas amistades, así que me aferraba desesperadamente a mis antiguos
amigos en Colorado. El escribir cartas se convirtió en parte de mi rutina
diaria y esperaba con ansiedad las respuestas. Una carta procedente de alguna
amiga de la iglesia hacía que mi nueva vida fuese un poco menos solitaria y que
me asustase un poco menos.
Guardaba cada una de las cartas y las leía de nuevo los días que no recibía
correspondencia.
Todos los días esperaba ansiosamente la llegada del cartero y me sentía
contrariada cuando llegaba tarde. Si recibía mucha correspondencia mis días
eran "buenos", pero si el buzón estaba vacío mis días eran
"malos".
UNA CARTA DE CASA
¡Ha llegado el cartero? Corro por la nieve,
Mis pies se habían quedado entumecido,
porque
estábamos a treinta bajo cero.
Una carta tuya, aunque no dijese mucho
Solamente una línea o dos para mantenernos en contacto.
Me hablaste de la primavera y de las flores tempranas.
Y de cómo contemplaste durante horas enteras a los petirrojos.
La nieve se había esfumado y la hierba estaba verde.
Habías estado trabajando mucho y la casa estaba limpia.
Las cosas allí en casa seguían igual.
134
MI CORAZÓN INQUIETO
No había muchas noticias, pero no podías quejarte.
Un
par de antiguos amigos habían preguntado por mí
El otro día cuando tomaron contigo el té.
Tenías que concluir porque era hora de que salieses,
Pero
me escribirías otra vez en una semana más o menos.
Mis helados dedos s eaferraron a la carta que me escribiste.
Estando junto al buzón sin levar puesto un abrigo.
Pero
no noté ni el frío ni la tormenta,
Porque durante unos
minutos estuve de nuevo en casa, a salvo y calentita.
Pero un día recibí una
carta que me partió el corazón. Era
un día de enero y hacía un frío intenso. Yo
estaba heladísima y nada parecía calentarme. Llevaba más ropa de lo normal y
rondaba la estufa intentando alejar el frío. Me acordé del frío tan espantoso
que había hecho en la cabaña de papel de alquitrán en la reserva. A veces me
sentía como si toda mi vida hubiese estado pasando frío y desaba ardientemente
un sol radiante y cálido que calentase mi helado cuerpo.
Llegó en el correo de la
mañana. Era una carta escrita por Sally en la que me decía que Audrey había muerto. Mis ojos se llenaron de lágrimas y me
temblaron las manos de una manera tan espantosa que apenas pude acabar de leer
el resto de la carta. Audrey y el Rdo. McPherson habían acabado de cenar y se
habían ido a ver la televisión. Ella se fue en un segundo. Se había muerto de un modo
tan tranquilo y silencioso que
el Rdo. McPherson, que estaba sentado, junto a ella, ni siquiera se enteró de
que ella había sido llamada al hogar. Le había hecho una pregunta y cuando ella
no le contestó la miró y se creyó que se había quedado dormida y cuando intentó despertarla se encontró
con que estaba muerta.
Mi corazón clamó
agonizado. ¡Audrey! ¡Mi
amiga se había ido! Lloré durante horas y temblé a cau-
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sa de un frío interno que era el resultado de haber perdido a una amiga. La muerte de Audrey me sumió en un
profundo abatimiento. La echaba terriblemente de menos y no comprendía por qué
se había tenido que morir siendo tan buena y habiendo tantas personas que la necesitaban.
Yo estaba furiosa con Dios
por
haber permitido que se muriese una persona a la que yo quería. Sabía que debía
sentirme feliz por Audrey, que ahora se encontraba en la presencia del Dios
Todopoderoso y su gozo era completo, pero mi dolor me invadía de tal modo que hacía imposible que sintiese ninguna
otra cosa que no fuese mi propia pérdida.
Solamente pude aceptar
la muerte de Audrey como parte de la voluntad perfecta de Dios cuando me escribió el Rdo. McPherson. En medio de su
profundo dolor y soledad el Rdo. McPherson escribía acerca de su grande y
amante Salvador, que
había llamado a Audrey al hogar. El sabía que la separación duraría sólo un corto tiempo y que
algún día volverían a reunirse en el cielo. Su fe le quitó a la muerte su aguijón,
haciendo que
yo me diese cuenta de que la muerte no es algo definitivo para el cristiano,
¡tan sólo un paso hacia la vida eterna!
CAPITULO DIECISÉIS
La nieve rozaba las ventanas con un murmullo persistente. Don entró envuelto en un torbellino de nieve, cepillándosela de su abrigo de piel y dejando que cayese al suelo.
—Esta vez estaré ausente durante más tiempo —me dijo. Varias veces me había dicho ya eso.
—Ya lo sé. Estaré bien —le repetí.
Iba a volar a cientos de kilómetros al norte, más allá del Círculo Artico, para trabajar en una instalación petrolífera.
—Estaré estupendamente. ¡Es sólo que me gustaría que volviese a salir el sol, es tan difícil vivir en la oscuridad!
Me acerqué a la ventana y contemplé la noche en el invierno de Alaska, que habría de durar meses enteros. Serían meses oscuros, meses durante los cuales esperaríamos hasta que volviese a salir el sol.
—¿Qué es lo que ves, Viento Sollozante? —me preguntó Don.
—Nada —le contesté. ¿Cómo podía decirle que veía montañas lejanas y densos bosques? ¿Cómo decirle que veía indios cabalgando sobre caballitos de ojos alocados a lo largo de las onduladas praderas bajo el cálido sol del verano? ¿Cómo podía decirle que veía manadas de búfalos enormes en las nubes? Sus ojos grises no alcanzarían jamás a ver lo que veían mis ojos negros y sus oídos no oirían nunca los antiguos tambores que retumbaban en mi corazón.
Se había marchado otra vez y seguramente pasarían semanas antes de que regresase. Yo me acurruqué en la casita calentita con una docena de libros y excluí al mundo de mi vida.
MI CORAZÓN INQUIETO 137
Tres días después el viento comenzó a soplar como si hubiese sido un lobo hambriento y barrió la nieve de las ventanas con tal fuerza que sonaba como si estuviesen dando contra los cristales con piedrecitas. Durante toda la mañana se amontonó la nieve más y más alta y cuando llegó el mediodía me di cuenta de que no iba a amainar. Si la tormenta duraba mucho más tiempo me quedaría incomunicada por la nieve y no había comida en la cabaña. Había sido una equivocación permitir que las provisiones se hubiesen casi agotado porque no me iba a quedar más remedio que salir a comprar comida a pesar de la tormenta.
Me puse mi chaquetón de piel y un pañuelo alrededor de la cabeza. Salí al exterior encontrándome en un mundo blanco cegador. Los copos caían tan de prisa y eran tan espesos que resultaba difícil ver más allá de unos pocos centímetros de distancia y yo le pedí al Señor que me ayudase para que no me perdiese.
A pesar de que la nieve era profunda no tardé mucho en caminar los dos kilómetros y medio que había hasta la tienda. Sabía que estaba comprando demasiados alimentos, pero tenía hambre y necesitaría comida para varios días. Cuando tomé las dos pesadas bolsas de comida me tambaleé bajo el peso.
A pesar de que no eran más que las doce ya estaba oscureciendo. Al caminar rápidamente a la casa las bolsas de comida se iban haciendo más pesadas con cada paso. Al final del primer kilómetro estaba tan acalorada y cansada que me detuve y puse las bolsas sobre la nieve. Me quité el chaquetón, lo tiré al suelo y me senté sobre él hasta recuperarme. Se me quitó rápidamente el calor y me volví a poner el chaquetón y entonces tomé las bolsas y me fui para casa.
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