lunes, 17 de octubre de 2022

II LIBRO VIENTO SOLLOZANTE (Parte 12)

 VIENTO SOLLOZANTE (Parte 12)

MI CORAZÓN INQUIETO 129

 Se quedó callado un momento y siguió diciendo: —Si mis padres hubiesen sido demasiado pobres para comprar regalos, lo hubiese comprendido, pero aun­que se sea pobre, todavía se pueden hacer juguetes para los hijos. Para ellos yo era sólo mano de obra barata porque trabajaba con más ahínco que ningu­no de los obreros que trabajaban en la hacienda. Me gané la vida desde que tenía diez años y tan pronto como fui suficientemente mayor como para conducir ahorré bastante dinero para comprarme una vieja camioneta y me escapé de casa y me dirigí a Alaska, pues era el lugar más alejado de Texas al que podía llegar.

 —¿Qué le sucedió a tu familia? —le pregunté.

 —Supongo que deben estar todavía en la hacienda. Mi hermana se casó tan pronto como pudo, para irse de casa —me dijo.

 —¿ Crees que les volverás a ver de nuevo?

 —No, Viento Sollozante, mis padres son. . . —dijo suspirando— son dañosos. Mi padre se emborracha y mi madre es ... bueno, es muy mala persona. Mi hermana y yo nos alejamos de ellos tan pronto como pudimos y yo me considero huérfano porque no he tenido nunca unos padres auténticos. Yo no fui para ellos un hijo, sino un obrero barato. Me harías un favor si no volvieses a hablar nunca más acerca de mi niñez y de mi familia. Quisiera olvidarme de todo cuan­to me sucedió antes de conocerte y tú eres lo único bueno que me ha sucedido.

 Era nuestra primera Navidad juntos y yo deseaba que fuese algo especial porque por primera vez en mi vida tenía a alguien mío a quien poder hacer un regalo.

 Comencé a poner la decoración demasiado pronto, pero estaba excesivamente emocionada como para es­perar más tiempo, así que nuestro árbol de Navidad estuvo en pie y decorado el último día de noviembre.

 Estuve yendo de tiendas horas enteras, buscando un regalo especial para mi esposo, pero nada me pa­recía apropiado, hasta que un día me puse a ver camisas de caballero y encontré la respuesta. Le ha‑                                     130       MI CORAZÓN INQUIETO

 ría una camisa de cacique cherokee. Compré una ca­misa color azul celeste y metros enteros de cinta de colores brillantes. Una vez en casa cosí las cintas a la camisa con pequeñas puntadas. Me la puse y di vueltas con ella. Las cintas de colores, rojas, amari­llas azules y verdes, volaban a mi alrededor como un arcoiris de color. ¡Le encantaría! Una camisa cacique! Yo estaba segura de que jamás había te­nido una y la envolví orgullosa y la coloqué con cui­dado bajo nuestro árbol.

 Don también colocó regalos debajo del árbol y yo los meneaba, los pellizcaba y los apretaba hasta que los papeles, con dibujos navideños, se quedaron arru­gados y los lazos se soltaron.

 Don me regañó y amenazó con esconderlos si yo no los dejaba en paz, pero yo no podía pasar junto a los regalos sin ponerle el dedo encima.

 —Deberías dejarme abrirlos ahora. —¿Qué su­cedería si me pasase algo y me muriese antes de Navidad? ¡Nunca me enteraría de lo que me has que­rido regalar!

 Pero Don sólo se reía y añadía más papel celofán a los regalos.

 La Nochebuena nos sentamos a oscuras, viendo parpadear las luces del árbol y escuchando los cán­ticos de Navidad del tocadiscos.

 Sentía en mi corazón una profunda soledad y echa­ba muchísimo de menos a mis amigos de casa. De vez en cuando me caía una lágrima por las mejillas y cuando el tocadiscos comenzó a tocar "Volveré al Ho­gar para la Navidad" las lágrimas se convirtieron en un manantial y enterré mi cara en mis manos y lloré.

 Don supo sin preguntarlo lo que me sucedía y me dejó a solas con mi ataque de añoranza.

 

Estaba llorando con toda mi alma cuando sentí que toda la casa temblaba por lo que olvidé rápida­mente mis lágrimas y mi corazón se quedó paralizado. —¿Qué ha sido eso? —pregunté en voz baja.

 Es solamente un pequeño temblor de tierra —me dijo Don.

 MI CORAZÓN INQUIETO 131

 La casa tembló de nuevo y los platos hicieron ruido en el armario y la ventana se resquebrajó.

 —¡ Es un terremoto! —grité. Agarré uno de mis regalos y salté al centro de la cama. —i Vamos a morirnos! ¡Ya te dije que algo iba a pasar, dame ahora mis regalos!

 La casa retumbó fuertemente y las luces del árbol de Navidad se apagaron. Me quedé en el centro de la cama con un regalo a medio abrir en mis manos. Hubo un profundo silencio mientras esperábamos para ver si se iban a producir más temblores o si la tierra se iba a abrir para tragarnos vivos.

 La luz vaciló y se encendió de nuevo y Don en­cendió unas cuantas lámparas. Me arrancó de las manos el regalo a medio abrir y se dispuso a colo­carlo una vez más debajo del árbol.

 —¡ Cielo santo! ¿Qué es esto? —exclamó y yo me acerqué también al árbol.

 Sobre un enorme puñado de agujas de pino había un desnudo palo con las lucecitas y las chucherías colgadas de él. Había puesto el árbol demasiado pron­to y se había secado. El terremoto lo había meneado, haciendo que se cayesen del árbol todas las agujas. Teníamos, en esos momentos, el árbol más feo de todo el mundo. Nos olvidamos de nuestra añoranza y co­menzamos a reírnos.

 Entonces decidimos abrir nuestros regalos en lu­gar de esperar a que llegase la mañana. Don me en- tregó tres paquetes y yo los abrí con gran ilusión. Dentro del primero había una cruz de plata colgada de una cadena, que me puse alrededor del cuello antes de abrir los otros dos. El segundo paquete tenía una diminuta ballena que había tallado con madera y el último regalo era una bata de color rosa.

 —¡ Gracias, son unos regalos maravillosos! —le di­je, teniendo en mis manos la ballena que había ta­llado y poniéndome la bonita y caliente bata. —Me gustan mucho todos. ¡Ahora tú tienes que abrir tu regalo! —le dije, entregándole su regalo y esperando a que lo abriese, con ansiedad. 

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 —Qué bonita ... La elevó y dejó que cayesen las cintas por la parte de delante y de detrás de la ca­misa. —Es muy bonita. ¿Qué es?

 —¡Es la camisa de un cacique cherokee! —le dije y le ayudé a ponérsela.

 Se miró en el espejo. —Pero yo no soy un cacique cherokee —me dijo.

 —No te gusta ¿verdad que no? —le pregunté de­cepcionada. —No hago más que olvidarme que tú no eres indio. Debería de haberte comprado un regalo para un hombre blanco.

 —Me gusta, lo digo en serio. Sólo que nunca había tenido antes una camisa como ésta y me he quedado sorprendido, pero es muy bonita —dijo y comenzó a quitársela. Entonces me miró a la cara y se la puso de nuevo. —Es una camisa tan bonita que la voy a guardar para cuando vaya bien vestido, pero me gusta tanto que la voy a llevar ahora mismo, para la Nochebuena —dijo mirándose otra vez al espejo.

 —Le puedo cortar las cintas —le dije.

 No, te ha costado mucho trabajo coserlas y la vas a dejar tal y como está. Seguramente soy el úni­co hombre en Alaska con una camisa de cacique. Es más, me apuesto cualquier cosa a que lo soydijo sonriendo. —Felices Navidades, Viento Sollozante, te quiero.

—Felices Navidades —le contesté. Me preguntaba si debía de decirle: —Te amo —pero no creía que mi lengua jamás lograse pronunciar las palabras mientras tuviese vida.

 

Le echamos una última mirada a nuestro pobre árbol y nos acostamos. Yo llevaba la cadena de pla­ta alrededor de mi cuello y metí la ballenita bajo la almohada. Eran las mejores Navidades que había pasado.

 CAPITULO QUINCE
No teníamos vecinos cerca, y a mí me costaba mucho hacer nuevas amistades, así que me aferraba desesperadamente a mis antiguos amigos en Colorado. El escribir cartas se convirtió en parte de mi rutina diaria y esperaba con ansiedad las respuestas. Una carta procedente de alguna amiga de la iglesia hacía que mi nueva vida fuese un poco menos solitaria y que me asustase un poco menos. Guardaba cada una de las cartas y las leía de nuevo los días que no recibía correspondencia.
Todos los días esperaba ansiosamente la llegada del cartero y me sentía contrariada cuando llegaba tarde. Si recibía mucha correspondencia mis días eran "buenos", pero si el buzón estaba vacío mis días eran "malos".
UNA CARTA DE CASA
¡Ha llegado el cartero? Corro por la nieve,
Mis pies se habían quedado entumecido, 

porque estábamos a treinta bajo cero.
Una carta tuya, aunque no dijese mucho
Solamente una línea o dos para mantenernos en contacto.
Me hablaste de la primavera y de las flores tempranas.
Y de cómo contemplaste durante horas enteras a los petirrojos.
La nieve se había esfumado y la hierba estaba verde.
Habías estado trabajando mucho y la casa estaba limpia.
Las cosas allí en casa seguían igual.

 134    MI CORAZÓN INQUIETO
No había muchas noticias, pero no podías quejarte.

 Un par de antiguos amigos habían preguntado por mí
El otro día cuando tomaron contigo el té.
Tenías que concluir porque era hora de que salieses, 

Pero me escribirías otra vez en una semana más o menos.
Mis helados dedos s eaferraron a la carta que me escribiste.
Estando junto al buzón sin levar puesto un abrigo.

 Pero no noté ni el frío ni la tormenta,
Porque durante unos minutos estuve de nuevo en casa, a salvo y calentita.
Pero un día recibí una carta que me partió el corazón. Era un día de enero y hacía un frío intenso. Yo estaba heladísima y nada parecía calentarme. Llevaba más ropa de lo normal y rondaba la estufa intentando alejar el frío. Me acordé del frío tan espantoso que había hecho en la cabaña de papel de alquitrán en la reserva. A veces me sentía como si toda mi vida hubiese estado pasando frío y desaba ardientemente un sol radiante y cálido que calentase mi helado cuerpo.
Llegó en el correo de la mañana. Era una carta escrita por Sally en la que me decía que Audrey había muerto. Mis ojos se llenaron de lágrimas y me temblaron las manos de una manera tan espantosa que apenas pude acabar de leer el resto de la carta. Audrey y el Rdo. McPherson habían acabado de cenar y se habían ido a ver la televisión. Ella se fue en un segundo. Se había muerto de un modo tan tranquilo y silencioso que el Rdo. McPherson, que estaba sentado, junto a ella, ni siquiera se enteró de que ella había sido llamada al hogar. Le había hecho una pregunta y cuando ella no le contestó la miró y se creyó que se había quedado dormida y cuando intentó despertarla se encontró con que estaba muerta.
Mi corazón clamó agonizado. ¡Audrey! ¡Mi amiga se había ido! Lloré durante horas y temblé a cau-
MI CORAZÓN INQUIETO    135
sa de un frío interno que era el resultado de haber perdido a una amiga.
La muerte de Audrey me sumió en un profundo abatimiento. La echaba terriblemente de menos y no comprendía por qué se había tenido que morir siendo tan buena y habiendo tantas personas que la necesitaban.
Yo estaba furiosa con Dios por haber permitido que se muriese una persona a la que yo quería. Sabía que debía sentirme feliz por Audrey, que ahora se encontraba en la presencia del Dios Todopoderoso y su gozo era completo, pero mi dolor me invadía de tal modo que hacía imposible que sintiese ninguna otra cosa que no fuese mi propia pérdida.
Solamente pude aceptar la muerte de Audrey como parte de la voluntad perfecta de Dios cuando me escribió el Rdo. McPherson. En medio de su profundo dolor y soledad el Rdo. McPherson escribía acerca de su grande y amante Salvador, que había llamado a Audrey al hogar. El sabía que la separación duraría sólo un corto tiempo y que algún día volverían a reunirse en el cielo. Su fe le quitó a la muerte su aguijón, haciendo que yo me diese cuenta de que la muerte no es algo definitivo para el cristiano, ¡tan sólo un paso hacia la vida eterna!

CAPITULO DIECISÉIS

La nieve rozaba las ventanas con un murmullo per­sistente. Don entró envuelto en un torbellino de nieve, cepillándosela de su abrigo de piel y dejando que cayese al suelo.

—Esta vez estaré ausente durante más tiempo —me dijo. Varias veces me había dicho ya eso.

—Ya lo sé. Estaré bien —le repetí.

Iba a volar a cientos de kilómetros al norte, más allá del Círculo Artico, para trabajar en una insta­lación petrolífera.

—Estaré estupendamente. ¡Es sólo que me gus­taría que volviese a salir el sol, es tan difícil vivir en la oscuridad!

Me acerqué a la ventana y contemplé la noche en el invierno de Alaska, que habría de durar meses enteros. Serían meses oscuros, meses durante los cua­les esperaríamos hasta que volviese a salir el sol.

¿Qué es lo que ves, Viento Sollozante? —me pre­guntó Don.

—Nada —le contesté. ¿Cómo podía decirle que veía montañas lejanas y densos bosques? ¿Cómo decirle que veía indios cabalgando sobre caballitos de ojos alocados a lo largo de las onduladas praderas bajo el cálido sol del verano? ¿Cómo podía decirle que veía manadas de búfalos enormes en las nubes? Sus ojos grises no alcanzarían jamás a ver lo que veían mis ojos negros y sus oídos no oirían nunca los antiguos tambores que retumbaban en mi corazón.

Se había marchado otra vez y seguramente pasa­rían semanas antes de que regresase. Yo me acurruqué en la casita calentita con una docena de libros y excluí al mundo de mi vida.

MI CORAZÓN INQUIETO    137

Tres días después el viento comenzó a soplar como si hubiese sido un lobo hambriento y barrió la nieve de las ventanas con tal fuerza que sonaba como si estuviesen dando contra los cristales con piedrecitas. Durante toda la mañana se amontonó la nieve más y más alta y cuando llegó el mediodía me di cuenta de que no iba a amainar. Si la tormenta duraba mu­cho más tiempo me quedaría incomunicada por la nieve y no había comida en la cabaña. Había sido una equivocación permitir que las provisiones se hubiesen casi agotado porque no me iba a quedar más remedio que salir a comprar comida a pesar de la tormenta.

Me puse mi chaquetón de piel y un pañuelo alre­dedor de la cabeza. Salí al exterior encontrándome en un mundo blanco cegador. Los copos caían tan de prisa y eran tan espesos que resultaba difícil ver más allá de unos pocos centímetros de distancia y yo le pedí al Señor que me ayudase para que no me perdiese.

A pesar de que la nieve era profunda no tardé mucho en caminar los dos kilómetros y medio que ha­bía hasta la tienda. Sabía que estaba comprando de­masiados alimentos, pero tenía hambre y necesitaría comida para varios días. Cuando tomé las dos pe­sadas bolsas de comida me tambaleé bajo el peso.

A pesar de que no eran más que las doce ya es­taba oscureciendo. Al caminar rápidamente a la casa las bolsas de comida se iban haciendo más pesadas con cada paso. Al final del primer kilómetro estaba tan acalorada y cansada que me detuve y puse las bolsas sobre la nieve. Me quité el chaquetón, lo tiré al suelo y me senté sobre él hasta recuperarme. Se me quitó rápidamente el calor y me volví a poner el chaquetón y entonces tomé las bolsas y me fui para casa.

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