VIENTO SOLLOZANTE (Parte 13)
Cuando llegué por fin a la puerta de la casita me faltaba el aliento. Dejé caer sobre la mesa la comida. Me dolían los pulmones y tenía una extraña sensación en la garganta. Intenté guardar las provisiones, 138 MI CORAZÓN INQUIETO
pero estaba demasiado débil, así que solamente puse la leche y la carne fuera en un pequeño iglu que habíamos hecho. A continuación calenté una lata de sopa y le di varios sorbos, pero me dolía demasiado la garganta como para tragar, así que me fui a la cama.
Al día siguiente me desperté tarde con la inquietante sensación de que-lo que tenía era algo más grave que un resfrío. Sentía el pecho como si un gigantesco búfalo estuviera sobre mis pulmones y solamente podía respirar con una respiración corta y superficiál. Permanecí en cama contemplando cómo la nieve se amontonaba sobre la ventana hasta llegar más arriba de ella y ya no podía ver nada.
Estaba demasiado débil para levantarme de la cama y me mareaba cuando me sentaba, además de que ardía de fiebre y mi respiración sonaba como un estertor de muerte. Me adormecía y me despertaba y cuando podía conciliar el sueño me sentía agradecida porque entonces no era consciente del dolor que tenía en el pecho.
Al día siguiente, después de media noche, dejó de soplar el viento tan de repente como si alguien hubiese cerrado una puerta. Se apagó la estufa y me quedé sin calor. Intenté orar, pero mi mente vagaba de una manera tan tremenda que solamente podía decir unas pocas palabras cada vez antes de volver a mi pasado, a los días cuando era una niña que jugaba bajo el sol amarillo y cálido. Pensé en mi madre que era mujer pequeña y delicada de ojos tristes y entonces mis pensamientos volvían al presente.
Sentía como si estuviesen apuñalando los pulmones y al toser vi sangre.
—Me estoy muriendo —me dije, en un tono de voz tan ronco que me resultaba difícil creer que fuese mi propia voz. —Me estoy muriendo en este lugar frío y oscuro, lejos de mi hogar.
El hogar, ese hogar donde hacía calor y donde los amigos sonreían.
Entonces, apoyándome sobre un codo, grité un nombre que hacía años que no había pronunciado en voz
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alta: —Madre —dije sollozando— ¡Madre! ¡Quiero a mi mamá! Volvía a ser de nuevo una niñita que necesitaba consuelo, que necesitaba ayuda, asustada y con frío, hambrienta y enferma. Los años que distaban no importaban, nada importaba, yo solamente quería que ella estuviese a mi lado.
Volví a caer sobre la cama —Si logro salir de ésta pienso buscarla —dije en voz baja— quiero ver a mi madre.
Una de las máquinas se había roto y habían enviado al personal de regreso a sus casas una semana antes y cuando llegó Don me encontró encogida en la cama, bajo los abrigos y las mantas, tiritando y escupiendo sangre.
Me llevó a un hospital y yo podía oír al médico hablándole a Don.
—Estaría mucho mejor en un clima cálido y seco. Al igual que les sucede a muchos indios, tiene los pulmones débiles como resultado de haber vivido en casas frías, donde había corriente de aire, y de una alimentación deficiente cuando era joven. Tiene suerte de que llegase usted a casa cuando lo hizo.
Cerré los ojos y le di las gracias a Dios por haberme conservado la vida. Estaba segura de que no era un mero accidente que el equipo petrolífero se hubiese averiado y Don hubiese tenido que regresar a casa antes.
Me recuperé en unos pocos días, pero me quedé con una tos que era un suplicio y que me duró meses.
Cuando me encontré mejor Don me llevó a hacer un viaje por Alaska. Por el camino visitamos las pequeñas tiendas indias y vimos las manadas de caribúes y los enormes y feísimos alces que se alimentaban en los valles pantanosos. De todos los sitios que visitamos el que más me gustó fue Homer. Los muelles con docenas de barquitas de pesca, parecían como los dibujos de un libro. Don me enseñó una barca en la que había estado trabajando cuando había pescado cangrejos. Yo realicé bosquejos y escribí poesías por el camino y nos pasamos horas enteras buscando
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objetos en la arena y viendo las olas estrellarse en
la orilla. Yo me quedé asombrada por la inmensidad de ese mar que es el Océano
Pacífico.
—¡Viento Sollozante ha visto el Océano Pacífico! —grité y empecé a chapotear en
las aguas heladas.
—¡Y el Océano Pacífico ha visto a Viento Sollozante! —gritó Don.
—¡No ha quedado impresionado! —dije riendo.
Esos días de libertad y de descanso me ayudaron muchísimo a restablecer la
salud y cuando regresamos a nuestra cabaña me sentía mucho más fuerte.
AÑORANZA
La doliente soledad que siento en mi interior,
Pensando en aquellos que viven "fuera",
No puede ocultarse bajo una blanca manta,
Ni ser barrida por las luces del norte.
Las montañas, por gloriosas que sean,
Son tan sólo una barrera entre tú y yo;
Sigo estando cautiva en esta helada tierra,
Sujeta por el frío apretón de su mano.
Los no-me-olvides crecen con el calor del verano
Muriendo rápidamente cuando sopla el viento del otoño,
Y comienza de nuevo mi solitario dolor,
Otro largo invierno he de pasar aquí sin ti.
EL HOMBRE DEL TIEMPO
Oh, los inviernos no son tan malos aquí,
Dicen que sólo duran diez meses;
El año pasado tuvimos un verano estupendo,
Creo que cayó en jueves.
Sí, así es porque el otoño cayó en viernes
. ¡Pero no puedo quejarme,
Porque algunos años ni siquiera tenemos verano!
MI CORAZÓN INQUIETO 141
EL GUSANO DEL HIELO SE REVUELVE
Alaska, tienes el corazón helado,
No sientes compasión hacia el hombre;
Te escondes tras el hielo y el eterno frío
Atesorando celosamente tu tierra.
¡Eres la Gran Tierra!
La tierra del alce y del castor,
La tierra de la ballena y del reno,
La tierra de la fiebre de la cabaña.
Eres tierra que no perdona,
Pero, oh! ¿Te dejaría yo si pudiese?
i De mil amores lo haría 1
EL TOTEM
El ciego totem a solas está,
Temblando por el temor interno, Temiendo estar a solas,
No viendo nunca otros totems cerca.
Sus ojos miran tan sólo al frente,
Se ha olvidado de sus amigos que están cerca.
Extendió sus brazos en señal de desesperación
Emitiendo sonidos de abandono.
Las lágrimas le cayeron por sus mejillas,
Los años pasaron raudos,
La lluvia y la nieve dejaron su huella,
Dándole un rostro triste y largo.
No estuvo nunca solo, porque muy cerca de él,
Otros como él se erguían;
Pero nunca lo supo, porque como los otros
, Sus ojos eran de madera tallada.
Veces ha que a los amigos no vemos,
Por muy cerca que se encuentren;
Quizás estemos tan ciegos
Como el totem que no podía ver.
CAPITULO DIECISIETE
Don había cursado la escuela secundaria, pero apenas sabía leer y escribir.
Cuando leía le llevaba mucho tiempo desentrañar un sencillo párrafo y cuando
escribía su escritura y la manera en que deletreaba las palabras eran casi
imposibles de descifrar.
—¡No entiendo cómo tú que tienes tan pocos estudios puedes leer y escribir tan
bien y yo derroché doce años yendo a la escuela y casi tengo que firmar mi
nombre con una X! —decía Don riendo.
—Mi abuela me enseñó a leer novelas de bolsillo
cuando tenía cinco años. Me crié leyendo novelas del oeste y las novelas policíacas
de Agata Christie. Cuando llegué a los ocho años conocía ya cincuenta
maneras diferentes de envenenar a alguien. Durante
varios años he estado leyendo por lo menos tres libros por semana y eso es
mucha lectura. Quizás la educación pública sea un impedimento —le
dije.
—¿Te gustaría volver a la escuela para obtener un diploma? —me preguntó Don
mientras amontonaba mi último montón de libros.
Se me paralizó el corazón y me entró angustia y caí en una silla.
—¡Regresar a la escuela! Me pasaron por la mente una serie de escenas de
personas que tiraban piedras y de maestras que se burlaban de mí. —¡No, no
volvería por nada a la escuela!
Don continuó diciendo: —Hoy he visto un anuncio que decía que la Universidad
ofrece cursos por correspondencia en varios temas diferentes y pensé que a lo
mejor te interesaba tomar alguno.
—¡Estás avergonzado de mí porque no tengo estudios! —le dije, acusándole.
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