martes, 18 de octubre de 2022

VIENTO SOLLOZANTE (Parte 15)

VIENTO SOLLOZANTE (Parte 15

(Llegó el verano y el sol nos compensó por no haber brillado en todo el invierno. A mí me encantaban los días tan largos y no me iba a la cama hasta las tres de la madrugada porque afuera aún había claridad. Don me llevaba en el coche a dar largos paseos por el campo, practicábamos el camping, íbamos de excursión por las montañas y remábamos en canoa por los helados ríos. Me encantaba estar una vez más cerca de la madre tierra, sentir el aire y el sol y caminar por la hierba alta y entre los árboles gigantescos.
Un día caminamos kilómetros enteros por densos bosques, donde los helechos eran más altos que nosotros. Estuvimos juntando fresas y escarbando fósiles de la tierra. Era un día muy hermoso y nos encontramos muy lejos, en los campos y me sentí
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como si hubiésemos sido las dos únicas personas en el mundo.
Cuando nos detuvimos a descansar Don se agachó y cogió un diente de león y me lo dio: —Toma, una flor del sol —me dijo.
De repente me inundaron la mente los recuerdos del día que vino, haciéndome la corte, con caramelos y dientes de león. Hacía casi un año que estábamos ya casados y me había traído más felicidad de la que yo había creído posible.
—Te quiero —le dije y mis palabras como    permamnecieron en el aire como un pájaro suspendido a mitad  de vuelo. No podía creer que las hubiese pronunciado y él no podía creer que las hubiese escuchado. No sé cuál de los dos se quedó más sorprendido.
—Te quiero —le repetí y la segunda vez me resultó más fácil decirlo. —¡ Te quiero de verdad! —y mi corazón rebosaba con aquellos sentimientos que había enterrado durante toda mi vida. Me eché en los brazos de Don, subyugada por el gozo de haberme enamorado de mi marido.
Nuestro amor fue creciendo y cada día era una aventura más. Eramos dos personas que habíamos estado muy solas, pero que nunca más lo volveríamos a estar. Cuando él estaba ausente, trabajando en los campos petrolíferos, nos escribíamos todos los días y cuando estaba en casa era una fiesta.
Como han hecho otras mujeres desde el principio de los tiempos, yo comencé a pedir en oración que pudiese darle un hijo, que es el más preciado regalo de todos, al hombre que amaba.
Oré un sinnúmero de veces diciendo: —Señor, por favor danos un hijo y yo le educaré en tus caminos.
Cuando transcurrió el tiempo y seguí sin hijos, comencé a temer que permanecería estéril. Me convertiría en un viejo y retorcido roble, que no ha dado nunca fruto, por eso muchas noches me quedaba sentada en la oscuridad, derramando lágrimas de agonía. Me habían engañado muchas veces en mi vida, pero esta vez Don también iba a ser víctima del engaño y eso hacía que el vacío doliese más aún.
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Intenté orar diciendo "sea hecha tu voluntad" y aceptar que no habría nunca más que nosotros dos. Nos amábamos el uno al otro y éramos más felices que la mayoría de la gente. Eso debería de haberme hecho sentirme satisfecha, pero no lo estaba.
Empecé a sentirme enfurecida, como si Dios se hubiese vuelto en contra mía. Otras mujeres tenían hijos, ¿por qué no yo? Los animales tenían descendencia, ¿por qué no podía tenerla yo?
—No, Dios, no puedo decir "sea hecha tu voluntad" si es que tu voluntad es que no tenga hijos, no estoy dispuesta a darme por vencida. Te pediré un hijo cien veces cada día durante el resto de mi vida. ¡Quiero un hijo! Dame un hijo y te prometo que le educaré de tal modo que él te adore.
Cientos de veces mis labios dijeron: ¡Dame un hijo, dame un hijo!
Escudriñé la Biblia, leyendo todos los pasajes que mencionaban a los hijos y pronto averigüé que antiguamente era una deshonra el que una mujer no tuviese hijos.
Raquel había sido estéril y luego, nos dice el Génesis: "Y concibió, y dio a luz un hijo, y dijo: Dios ha quitado mi afrenta."
En el libro de 1 de Samuel, Ana lloró y clamó al Señor diciendo: "si tú ... dieres a tu sierva un hijo varón, yo lo dedicaré a Jehová."
El salmista escribió: "He aquí, herencia de Jehová son los hijos; cosa de estima el fruto del vientre." Si los hijos eran algo de estima, yo permanecería estéril porque no había hecho nada para merecer de Dios esa estima.
Pero a pesar de ello seguía aferrándome a los relatos bíblicos en los cuales las mujeres estériles habían tenido hijos después y ellas eran mi esperanza. Yo sufría, como lo habían hecho Raquel y Ana, y me gozaba porque sus oraciones habían sido contestadas.
Empecé a comprar ropita de bebés, mantitas y sonajeros y a esconderlos para que Don no los viese porque él no lo comprendería y se creería que me estaba volviendo loca.

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Los días que me sentía deprimida sacaba la ropita para bebés y la estrechaba contra mi corazón, cerraba los ojos y decía otra vez: —Por favor, Dios, dame un hijo.
Una noche de septiembre, contemplando la luna sobre las copas de los árboles y viendo cómo el viento rompía las hojitas de las ramas, dejando a los árboles pelados y fríos, dije, estando en pie junto a la ventana, por enésima vez, con voz suplicante a Dios: "Dame un hijo y haré que te glorifique".
La escena que tenía ante mí desapareció y en lugar de la luna vi una enorme águila que volaba por el cielo. En lugar de los árboles vi un elevado y agreste acantilado con un nido situado en una grieta. El águila descendió sobre su nido y cerró sus alas, colocándose sobre varios huevos. Un instante después el águila extendió las alas y voló por el desfiladero, seguida de sus pequeños aguiluchos.
La visión desapareció y tuve una vez más ante mí la luna y los árboles. Me froté los ojos y miré otra vez. La noche seguía igual y no había habido ni águila, ni acantilado, ni huevos, pero yo los había visto tan claramente como cualquier cosa que hubiese visto a plena luz del día.
—Gracias, Dios, sé que esa ha sido tu respuesta. Sé que en estos mismos momentos llevo a mi hijo en mis entrañas —y lloré de gozo.
Me disponía a despertar a Don, pero temía que no me creyese. Diría que me lo había imaginado o que lo había soñado y no había manera de expresar con palabras la belleza de la visión, pues era demasiado especial, demasiado preciosa, un secreto entre Dios y yo.
Yo era como Raquel; Dios había quitado mi afrenta y había contestado a mi oración.
Hice un par de pequeños mocasines para bebé de la piel más suave que pude encontrar y cosí sobre la parte de arriba cuentas de color azul.
Me coloqué frente a mi marido y le entregué el regalo diciéndole: —Estos mocasines son para tu hijo —haciendo grandes esfuerzos para no delatar la profunda emoción y orgullo que sentía en mi corazón que latía con fuerza.
¿Mi hijo? —preguntó sonriendo. Podía ver el brillo en mi rostro y supo que Dios nos había bendecido. —A lo mejor es una niña —me dijo— mirando las cuentas azules.
No —le contesté— un hombre debe tener un hijo y yo he pedido uno y así será.
Yo contaba con muchísima alegría los días y me pasaba el tiempo haciendo cosas para nuestro bebé y orando para que llegase con bien a nuestro mundo.
Tomé una rama de un sauce llorón, la doblé, formando un pequeño aro y hierba larga, que tejí para adelante y para atrás, dejando solamente un diminuto agujero en el centro. Lo colgué encima de la camita que teníamos para nuestro bebé. Era una red para el sueño como las mujeres indias habían hecho para sus bebés desde el principio de los tiempos. La red atraparía y alejaría todos los malos sueños y solamente los sueños buenos y dulces podrían pasar por el diminuto agujero que había en el centro, permitiendo que mi bebé durmiese feliz. Yo hice una tabla de madera para llevar a mi bebé y más ropa de la que jamás llegaría a utilizar.
Para mí fue un tiempo feliz y Don se mostró aún más considerado hacia mí.
A veces me preguntaba a mí misma qué habría hecho si Don me hubiese abandonado, como me había dicho Pedernal que lo haría. ¿Me habría mostrado tan ansiosa por tener un bebé? ¿Qué hubiese sucedido si hubiese tenido la criatura y hubiese estado sola, como lo había estado mi madre? Por primera vez tenía noción de su parte de la historia. Se había casado demasiado joven con un hombre que no la quería. Cuando él la abandonó, debió sentirse muy asustada y terriblemente dolorida. Ahora me resultaba más fácil entender por qué me había dejado con la abuela. Mucho me hubiese gustado que hubiera podido saber que ahora ella iba a ser abuela.

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Don me saplicó que fuese al médico, pero la abuela había tenido once hijos en la casa y sin duda yo podía tenerlo también en la casa. La idea de tener que ir a un hospital me aterrorizaba porque había oído historias terribles acerca de ellos. Había oído decir que le cortaban todo el pelo a las mujeres y que luego les afeitaban la cabeza y que a veces cometían equivocaciones y operaban a las personas que no debían, así que no quería ir al hospital. Yo no estaba enferma, solamente iba a tener un bebé.
Un lunes por la mañana supe que había llegado el momento de que naciese el bebé y al darme cuenta de que en muy pocas horas seria madre comenzó a latirme con fuerza el corazón. Cuando llegó Don del trabajo esa noche le dije que ya no faltaba mucho, que se aproximaba el momento en que había de nacer el bebé.
Pasaron las horas y los dolores se fueron haciendo más intensos. Pasó la noche y llegó la mañana y Don permaneció junto a mi cama, sin que ninguno de los dos durmiésemos en toda la noche y a mi ya no me quedaba fuerza.
—Está llevando demasiado tiempo, te voy a llevar al hospital —me dijo Don.
Yo empecé a llorar. —No, espera, llegará cuando esté listo para hacerlo —le dije, suplicándole que no me llevase al hospital.
En el hospital una enfermera me ayudó a meterme en la cama. —¿Cuánto tiempo lleva con dolores de parto? —preguntó.
—Unas cuarenta horas —le dijo Don con una voz que en nada se parecía a la suya.
La enfermera se llevó a Don fuera del cuarto y yo lloré con más desesperación todavía porque quería tener a mi bebé en casa junto a mi marido. Ahora se lo habían llevado y yo estaba sola.
Se consideraba que la mujer kickapu que moría dando a luz moría en la batalla y se le otorgaban todos los honores del entierro del guerrero, pero ahora eso me servía de muy poco consuelo.
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Vino otra enfermera y me dio hielo para que me lo pusiese en la boca y me dijo: —No tema —mientras me sujetaba la mano.
Yo estaba segura de que Dios me había enviado un ángel que me confortase.
El miércoles por la mañana nació nuestro hijo; un bebé sano y llorón.
—¡Dios, gracias por nuestro hijo! —dije riendo. —¡Parece un pequeño antílope! Y así es como le pusimos a nuestro primogénito, Pequeño Antílope.
Don estaba de pie junto a la sala de operaciones, así que cuando la enfermera abrió las puertas para sacar mi camilla, le palmearon la espalda.
—¡Tenemos un hijo! —dije riendo— ¡tenemos un hijo!
Más tarde, cuando tuve por primera vez en mis brazos a Pequeño Antílope, me rodaron las lágrimas por las mejillas. ¡Qué guapo, qué precioso era! ¡Mi hijo! Yo era madre; había sido bendecida por Dios, permitiéndome traer vida a este mundo. ¡Ya nunca más volvería a sentirme inútil ni fea porque había dado a luz un hijo!
Cuando llegó el momento de llenar el certificado de nacimiento, Don insistió en que le diésemos a nuestro bebé otro nombre, además de Pequeño Antílope, así que nuestro hijo se convirtió en Aarón Pequeño Antílope Stafford.
Cuando regresamos a casa me pasé horas enteras junto a la cuna de nuestro bebé, extasiada por el milagro de la vida. Por las noches entraba de puntillas en su habitación para asegurarme de que todavía estaba ahí y de que todavía respiraba. —Don y yo y bebé hacen tres —decía en voz baja.
Cuando oí el himno "Cuán grande es El" me conmovió aún más profundamente. Siempre me había gustado oír hablar acerca de vagar por los claros del bosque, sobre los truenos y las estrellas porque eran cosas que yo comprendía. Era un cántico precioso, pero ahora yo oía esa parte que dice: "Dios, no escatimó a su propio Hijo" y los ojos se me lle-158    MI CORAZÓN INQUIETO
naban de lágrimas y miraba al bebé, envuelto en una suave mantinta azul, en mis brazos. ¡Mi hijo! ¡Yo nunca sacrificaría a mi hijo, no, ni siquiera para salvar a todas las personas del mundo! Y, sin embargo, Dios sacrificó a su Hijo unigénito por personas tan poco dignas como yo. ¡ Cuánto más no amaría Dios a su Hijo que yo al mío y, con todo y con eso, nos amó tanto a nosotros que permitió que su Hijo muriese para que nosotros pudiésemos ir al cielo! El sacrificio realizado por Dios cobró para mí un nuevo y más profundo significado y supe que nunca más lo daría por sentado. Comprendí, por primera vez, cuánto me amaba Dios y lo que su amor le había costado.
Cuando Pequeño Antílope tenía siete días de vida comencé a leerle la Biblia. Dios había contestado a mi oración y yo iba a guardar mi promesa, por eso no pasaba ni un solo día sin que Pequeño Antílope no oyese la Palabra de Dios. Calculé que si le leía cada día un poquito de la Biblia, podía leerla entera diez veces antes de que él creciese y se fuese del hogar. Quería que tuviese la Palabra de Dios guardada en su corazón antes de hacerse hombre y enfrentarse con el mundo.

 

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