II LIBRO VIENTO SOLLOZANTE (Parte 5)
MI CORAZÓN
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—Ninguna, he venido por mi propio gusto.
Pero dijiste en tu carta que hablabas navajo —dijo Lola animándome.
—Sí, acostumbraba a hablarlo, pero se me ha olvidado mucho, pero creo que
podría refrescarlo de nuevo.
El Rdo. Bell se puso colorado, pero se quedó
callado.
Afortunadamente llegamos poco después a la misión. Era un edificio de
adobe, color marrón, con muchas habitaciones y tenía una capilla junto a él. Yo
me enamoré de la misión a primera vista. Era vieja y destartalada, pero a mí me
parecía hermosa.
El sol comenzó a ponerse, cubriendo el cielo con su sábana roja. Deshice mi
maleta y comencé a guardar mis cosas en mi pequeña habitación. A continuación
el Rdo. Bell, Lola y yo paseamos por los alrededores de la misión.
Yo sentía una gran paz en mi corazón y sabía que formaba parte del plan de Dios
que yo estuviese aquí, así que ahora le tocaba a él convencer al Rdo. Bell y a
Lola.
Estaba tratando, por primera vez en mi vida, con
indios cristianos y eso llenaba mi corazón de gozo. Las horas eran largas y el trabajo era duro, y
debido a que había venido por mí misma, sin el apoyo de ninguna iglesia, no
recibía paga. Una vez a la semana Audrey me
enviaba una carta y cinco dólares para mis necesidades personales.
Trabajaba durante catorce horas al día, todos los días, y recibía cinco dólares
a la semana, pero nunca me había sentido más feliz.
Me agradaban Lola y el Rdo. Bell y ellos me
trataban como a una de la familia. Yo ayudaba a Lola en la
cocina y con las tareas de la casa, así como algunas otras labores y enseñaba
versículos de la Biblia en inglés y en navajo. Varias veces a la semana íbamos
a la reserva, visitando a las familias navajos en sus cabañas.
Un día Lola no se encontraba bien y no quería viajar los ciento cuatro
kilómetros por carreteras de-
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sérticas, donde hacía muchísimo calor y llenas de baches para visitar las
colonias, de modo que el Rdo. Bell y yo fuimos juntos y dejamos a Lola en la
misión descansando. Teníamos la camioneta llena de ropa para dársela a las
mujeres y caramelos para los niños.
Acabábamos de dejar a la primera familia, cuando al Rdo. Bell se le ocurrió
cruzar campo a fin de ahorrarnos trece kilómetros en lugar de ir por la
carretera.
No habíamos avanzado mucho cuando pasamos por encima de un montón de hierbajos.
Averiguó, cuando
ya era demasiado tarde, que los hierbajos ocultaban una profunda zanja,
haciéndonos sentir como si el
mundo se hubiese hundido bajo la camioneta. Volamos por el aire y dimos contra
el fondo de la zanja con tal fuerza que los dos nos pegamos en la cabeza contra
el techo de la camioneta.
Cuando dejó de levantarse el polvo, salimos de la camioneta e inspeccionamos
los daños. Teníamos una rueda pinchada y el tanque de la gasolina tenía un
agujero. Taponamos el agujero lo mejor que pudimos con un palo y cambiamos la
rueda.
Después de varios intentos, el Rdo. Bell logró sacar la camioneta de la
profunda zanja y nos pusimos de nuevo en camino.
Habíamos recorrido solamente unos kilómetros cuando la camioneta se atascó,
empezó a hacer ruidos y finalmente se detuvo el motor. El Rdo. Bell le dio
varias veces a la llave del contacto, intetando poner el motor en marcha, pero
éste solamente dio un gemido.
—Nos hemos quedado sin gasolina —me dijo. —No hay más que unos tres kilómetros
hasta la casa de la Mujer Bigotuda y allí podemos obtener ayuda.
Cuando salimos de la camioneta el calor era tan
intenso que fue como una oleada que
nos golpeaba, tirándonos al suelo. Resultaba difícil
respirar y nos lloraban los ojos por causa del reflejo del sol. El
caminar por la arena era un proceso lento, teníamos
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muchísimo calor y la boca demasiado seca como para poder hablar.
Yo caminaba delante del Rdo. Bell y cuando me volví me di cuenta de que se
había quedado muy atrás. Me senté junto al camino y vi que a muy poca distancia
de mí había una lata de cerveza. Agarré una piedrecita y se la tiré a la lata y
le dio emitiendo un sonido sordo, pues la lata no estaba vacía. La tomé y la
meneé con fuerza. La lata no estaba abierta y estaba llena de cerveza, lo cual
me hizo suponer que se debía de haber caído de la camioneta de alguien.
El Rdo. Bell vino hasta mí y me preguntó: —¿Qué tienes ahí? —mirando la lata
que yo tenía en la mano.
—Es una lata llena de cerveza, la he encontrado en la arena —le dije
entregándosela.
La miró y me dijo: —Creo que voy a evitar que
esta lata sea una tentación para alguna persona derramándola en la arena,
donde no puede hacer ningún mal.
Agarró la anilla y tiró de ella, pero en ese mismo
momento se roció todo él de cerveza caliente. Tiró la lata todo lo lejos
que pudo, pero el daño ya estaba hecho y estaba
empapado de pies a cabeza y olía como una cervecería.
Me miró muy colorado y encima de su
cabeza había espuma de la cerveza.
Yo empecé a reírme, me senté sobre la arena y me reí convulsivamenté, mientras
él pataleaba, dejándome atrás, limpiándome las lágrimas que me caían de tanto
reírme.
Pensé que lo más apropiado sería caminar detrás de él y era mejor que creyese
que el calor del sol había hecho que explotase la lata de cerveza en vez de haber explotado por haberla meneado yo para ver si estaba
llena.
El calor del sol le había secado ya la ropa cuando llegamos a la casa de la
Mujer Bigotuda, pero le quedaba aún el olor de
la cerveza.
Los perros comenzaron a ladrar al acercarnos a la cabaña y una mujer anciana,
de cabellos canos y en
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corvada, echó a un lado la manta que hacía las veces de puerta y salió de la
cabaña.
—Yah'a'teh —dijo
—Yah'a'teh —dijo el Rdo Bell y empezó a decirle el motivo por el cual nos
encontrábamos allí.
Dijo que su hijo no tardaría en regresar con su camioneta y que él nos llevaría
de regreso a la misión. Mientras hablaba olía el
aire y miraba sospechosamente al Rdo. Bell, cosa que él
intentaba ignorar.
Mientras nos encontrábamos junto a la cabaña vi que había un cubo de agua sobre
un pequeño tronco. Yo tenía la boca seca y le di un codazo al Rdo. Bell,
indicándole el cubo de agua.
La Mujer Bigotuda metió su mano en el bolsillo y sacó de él un pedazo de tabaco negro de mascar y arrancó un pedazo
con los pocos dientes que le quedaban. El jugo del tabaco le dejó la cara
manchada y le cayó por la barbilla, pareciendo como si tuviese un bigote y
barba.
Se inclinó para tomar un vaso de metal y lo llenó del agua del cubo y me lo
ofreció. Yo vi la boca de ella y decidí que no tenía tanta sed como me había creído, porque
no podía hacerme a la idea de beber de su vaso.
Le ofreció el vaso al Rdo. Bell, él lo tomó y se quedó con él en la mano. Miró
una vez más el jugo de tabaco que le caía a la mujer por la barbilla y miró una
vez más al vaso. La sed ganó la batalla y tomó el
vaso, colocándolo de lado y bebiendo torpemente, exactamente por la parte donde
estaba el mango, pensando que al beber por esa parte su boca no tocaría la
parte por donde bebía la mujer.
La anciana se rió, se dio un golpe sobre la rodilla y dijo parlanchina:
—¡ Rdo. Bell Bebe usted en el vaso de la
misma manera que yo!
Después escupió.
El Rdo, Bell se puso pálido y se
sentó a la sombra de un arbusto para recuperarse.
Se secó la cara con su pañuelo y dijo —Viento Sollozante, yo me preguntaba por
qué el Señor había
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tenido a bien enviarte a nosotros y hoy lo he averiguado. El Señor, en su
sabiduría, te ha utilizado para enseñarme hoy la
humildad. Cuando me hice pastor juré
que ni el licor ni el tabaco jamás tocarían mis labios y gracias
a ti —me dijo lanzándome una mirada— ¡ he sido
introducido a ambos vicios en una hora!
El trayecto de regreso a la misión se realizó en silencio, a excepción de unas
pocas veces cuando no pude evitar la risa.
Después de que el Rdo. Bell se hubo recuperado de su choque con el alcohol y el
tabaco nos reímos mucho hablando de nuestra aventura. Siempre que alguien
mencionaba el pecado del orgullo el Rdo. Bell se reía y decía: —Soltemos a
Viento Sollozante, ¡ella puede hacer que las personas se vuelvan humildes
rápidamente!
Cuando yo llevaba un mes en la misión llegó otra obrera voluntaria. Era una bonita muchacha rubia que había estado durante un año en una
escuela bíblica y sentía que había sido llamada a ser una misionera. Yo esperé
ansiosamente su llegada, porque a pesar de que me agradaban mucho los Bell, me
alegraba de tener una persona de edad más aproximada a la mía.
Sharon era enérgica y estaba muy ansiosa por ganar almas. Las ingratas faenas diarias de la cocina y el lavado de la
ropa le desagradaban intensamente y lo que ella quería era salir al
campo de misión a extender el evangelio, no encontrarse hasta los codos en los
platos sucios.
Por fin llegó su día. El Rdo. Bell, Lola, Sharon y yo fuimos en la camioneta,
cruzando el desierto, a visitar el campamento navajo, que se encontraba a
veintiséis kilómetros de distancia.
—¡ Estoy tan
emocionada! —nos dijo llena de
entusiasmo. —¿Cuántas personas crees que
se salvarán hoy?
—Probablemente ninguna porque el que se salve un alma es algo tan excepcional
como la lluvia en el desierto y requiere paciencia. El año pasado vi
sal
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varse solamente a cinco personas le cntestó el Rdo. Bell.
Sharon estaba más dispuesta que nunca a llevar a alguien a Dios ese día.
Aparcamos la camioneta y fuimos andando al campamento navajo. Una mujer navajo,
con media docena de niños agarrados a
ella, nos hizo pasar a su cabaña.
El calor en el interior era tan intenso que parecía
un horno y nos costaba trabajo respirar. La mujer navajo y los niños
se situaron en la mitad de la cabaña y nosotros nos sentamos en la otra mitad,
formando un círculo sobre el suelo sucio. El olor
de los cuerpos sin lavar de los niños flotaba pesadamente en el
ambiente tórrido del verano.
La mujer navajo nos sirvió a cada uno de
nosotros un pedazo de pan indio y una taza de caldo. Sharon miró la gruesa capa de grasa que flotaba sobre la
superficie del caldo y dijo en voz baja: —¿Qué crees que hay en él?
—¡No preguntes jamás! —le dije también en voz baja y di un mordisco al pan.
—Tiene un poco de gusto como si fuese... —dije
mirando a mi alrededor —¿me pregunto qué le habrá sucedido al viejo gato gris
que tenían?
Sharon se
atragantó con la última cucharada de sopa y se puso pálida. —Iba
a decir que tenía gusto a cordero —dije, terminando la frase.
Sharon apuntó a la única decoración que había en el interior de la cabaña.
—¿Qué es eso? —preguntó.
Era un largo rabo, negro, de caballo que la mujer navajo utilizaba para colgar
los peines, pero daba la impresión de ser un
cuero cabelludo.
—No quiero hablar sobre ello —le dije en un susurro y a Sharon se le abrieron mucho los ojos.
En ese preciso momento la mujer navajo dijo algunas palabras y apuntó a Sharon.
El Rdo. Bell dijo: —Sharon, acaba de decir que tu pelo es como el brillo del sol y que le gusta mucho.
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