domingo, 9 de octubre de 2022

VIENTO SOLLOZANTE 1 LIBRO- 124-131

VIENTO SOLLOZANTE

  1 LIBRO- 124-131

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   Viento Sollozante

algo que pudiera hacer sola.

Revisé la lista de puestos vacantes en el diario y encon­tré un anuncio que decía que se necesitaba una mujer para hacer la limpieza de un edificio de oficinas de noche. Parecía perfecto. Ni siquiera terminé de leer la lista. Corté el anuncio y salí.

Esperaba encontrar un edificio grande y alto con una docena de oficinas, pero era un edificio pequeño con sólo seis oficinas y una sala de recibo a la entrada. Cuando le dije a la recepcionista que venía por la vacante, un hombre de mediana edad vestido de negro me hizo señas para que pasara a la oficina.

— Pareces sumamente joven — dijo primero —. En rea­lidad estábamos buscando una persona de más edad.

— Tengo dieciocho —le dije. Había dicho esta mentira tantas veces que yo misma casi la creía ya —. Puedo traba­jar duro. A lo mejor puedo trabajar más rápido porque soy joven — dije procurando causar buena impresión.

El hombre se rio.

— No es un trabajo muy atractivo. El sueldo es poco y el trabajo es sucio. Tendrías que entrar después de las nueve de la noche a pasar el plumero, pasar la aspiradora, vaciar los canastos de papeles, y limpiar todo lo que haya que limpiar. Te irías después de terminar. A lo mejor una noche trabajarías dos horas, pero otra noche tal vez tuvieras que trabajar cinco horas. En realidad no es un trabajo para una chica joven.

— Es justamente lo que busco. Le prometo que haré bien el trabajo -- dije con seriedad. Me interesaba conse­guir ese trabajo, porque no estaría en contacto con el público.

Me estudió por un momento y luego se puso de pie.

— Muy bien. El puesto es tuyo. Puedes volver a las seis, y la señora te va a mostrar lo que tienes que hacer. A partir de mañana por la noche trabajarás sola.

¡Al fin algo que salía como yo quería! Estaba muy contenta porque no me había resultado difícil conseguir el puesto. Tenía miedo de tener que andar recorriendo un negocio tras otro, sin que nadie me aceptara. Este empleo sería perfecto. Estaría sola. Las horas de trabajo depen­derían de mi ritmo de trabajo, y sería un trabajo bastante fácil. Casi no podía creerlo.

Pasé por la iglesia una noche para decirle hola a los McPherson y a contarles lo que estaba haciendo.

   Es una zona bastante fea. Ten mucho cuidado – me advirtió el reverendo McPherson.

   Preferiríamos que tuvieses un empleó diurno – dijo Audrey en tono de reprensión –. ¡Eres demasiado joven para andar por la calle a esa hora de la noche!

– No soy demasiado joven – contesté –. Tengo quince años.

– ¡Quince años! – exclamó Audrey –. Ya estaba preo­cupada cuando creía que tenías dieciocho. Ahora que sé que sólo tienes quince años, siento como que tendría que tenerte bajo mis alas para protegerte del mundo. Eres demasiado joven para vivir sola. ¡Eres apenas un bebé!

– Pues la verdad es que siento como si tuviera cien años – dije en son de broma. Me di cuenta por su mirada que a ella no le pareció gracioso.

– Es muy triste perder la infancia y hacerse grande demasiado pronto.

Llevaba ya tres semanas en mi nuevo empleo. Todas las noches salía de mi casa a eso de las ocho y me encaminaba a las oficinas. Llegaba alrededor de las nueve. La mayoría de las veces terminaba a medianoche y llegaba de vuelta a casa a la una.

Cuando iba para mi trabajo una noche, me di cuenta de que alguien venía detrás de mí. A esa hora de la noche no había mucha gente por las calles, especialmente porque los negocios y las oficinas estaban cerrados. No sé qué fue lo que me alarmó. Quizá fuera un antiquísimo instinto ante el peligro-, pero sea como fuere, apresuré el paso. Cuando oí que la persona que venía detrás también apresuró el paso, comprendí que me estaba siguiendo. No había ninguna otra persona en la calle, ni siquiera un vehículo. Todavía me faltaba una cuadra para llegar a las oficinas, y había un callejón entre el lugar donde me encontraba en ese momento y el edificio. Sabía que si me iba a pasar algo, sería en el momento en que pasara caminando frente a ese callejón.

Traté de hacerme creer que no era más que alguna viejecita inofensiva que volvía de visitar a alguna amiga, y que si me daba vuelta para ver quién era, me daría cuenta de que me estaba comportando como una estúpida. Pero no me atrevía a volver la cabeza para ver. Tenía miedo de que lo que viera detrás de mí me asustaría tanto que me quedaría paralizada e indefensa. Así que seguí caminando.

Oí pasos que se me acercaban. Corri con toda la rapidez
posible.

Ya tenía el callejón cerca. Parecía un enorme agujero negro. ¡Los pasos que venían por detrás comenzaron a acercarse más! Esperé hasta llegar casi al borde del calle­jón y luego comencé a correr desesperadamente. Corrí a todo lo que daba, y me parecía que mis pies volaban sobre

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la vereda. En cualquier momento esperaba que me aga­rraran por la garganta, pero no quería mirar hacia atrás. Seguí corriendo. Mientras corría, saqué la llave del bolsillo y la tuve en la mano, lista para abrir la puerta en el momento que llegara. Subí dos escalones por vez, metí la llave en el agujero de la cerradura, le di vuelta a toda prisa, le di un empujón a la puerta, saqué la llave de un tirón, y volvía cerrar la puerta de un golpe; le puse el pasador, seguí corriendo por el pasillo a oscuras hasta llegar a la primera oficina y cerré esa puerta también.

El corazón me latía con fuerza y me temblaban las piernas. Así me quedé parada en la oscuridad. Escuché procurando oír si alguien estaba tratando de abrir la puerta. No había más que silencio.

Bueno, pensé, probablemente no era más que una viejita, después de todo, y se debe estar preguntando qué clase de tonta es esa que pasa corriendo por la calle de noche. Pero ni por un minuto me creía a mí misma. Me quedé donde estaba por unos momentos, inmóvil. Sabía que debía olvidar lo sucedido y ponerme a trabajar, pero temía encender la luz. Si había alguien afuera, la luz le indicaría en qué parte del edificio me encontraba. Podía intentar entrar por la fuerza, o podía resolver esperar hasta que yo terminara el trabajo y saliera para volver a casa – es decir a medianoche.

Estaba atemorizada. No recordaba ningún momento de mi vida en que estuviera más asustada. Quería auxilio, y sólo conocía a una persona a la que podía acudir. Tomé el teléfono y marqué el número para llamar a la operadora. Le pedí que me comunicara con el reverendo McPherson.

Yo rogaba íntimamente que estuviera en casa mientras llamaba el teléfono. ¡Haz que se encuentre en casa! ¡Haz que se encuentre en casa!

Cuando él levantó el auricular y oí su voz, casi me desmayé del alivio que sentí.

– Habla Viento Sollozante – dije con voz temblorosa ..

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Le ruego, por favor, que me venga a buscar. Estoy asus­tada ... estoy segura de que alguien me estuvo siguiendo. Estoy en el trabajo en este momento, pero creo que está afuera esperándome.

— Voy en seguida. Haré sonar la bocina cuando llegue. ¡Quédate donde estás!

Oí cuando colgó pero no quería soltar el teléfono y lo mantuve pegado al oído. "¡Por favor, apúrese!" dije en voz baja hablándole al teléfono a pesar de que no había nadie para escuchar.

Traté de calcular cuánto tiempo le llevaría llegar hasta las oficinas. Traté de imaginarme dónde estaría. Ya debía estar entrando a la Avenida 30. Ahora debe haber llegado a la Avenida 29, a menos que lo haya detenido una luz roja. ¡Por favor, que los semáforos estén todos en verde. Ahora Ia Avenida28. Tal vez tendría que llama ra la policía. Tal vez el hombre que me seguía se había ido, o a lo mejor se había metido dentro del edificio. Quizá estaba revi­sando habitación por habitación buscándome.

Me dolía el cuello de la tensión. Traté de imaginar qué elemento dentro de la oficina podía usar como arma de defensa. Estaba muerta de miedo. El único ruido que oía ,era el de mi propia respiración, y en seguida me di cuenta de que estaba conteniendo la respiración, de modo que ya no había ningún ruido. Luego pensé que había oído algo. ¿Habría sido un paso? Escuché con atención. ¡Una bocina! ¡Estaba como a una cuadra de distancia! ¡Otra vez, más fuerte! Dejé de contener la respiración. En seguida se oyó la bocina frente a la puerta. No me llevó más que unos segundos salir a la calle y entrar al auto del reverendo McPherson.

— ¿Estás bien? — dijo mientras se alejaba del lugar. —Sí. — Temblaba de pies a cabeza— Sí, estoy bien. ¿Cómo llegó tan rápido?

— Debo haber pasado un par de luces rojas y segura­mente habré sobrepasado el límite de velocidad, pero creo que Dios no lo va a tener en cuenta esta vez.

—¿Vio a alguien? Estoy segura de que alguien me estaba siguiendo.

— No vi a nadie, pero eso no quiere decir nada. Si alguien te estaba siguiendo no se dejaría ver por otros.

Creo que tendríamos que ir a la policía para informarles de lo que pasó. Si anda alguien merodeando esta noche, convendría que la policía lo sepa. Podrían mandar un patrullero que vaya a ver.

Yo me reí nerviosamente.

           Pero, ¿y si no fue nada? Después de todo, en realidad no pasó nada.

           No importa. A la policía no le molesta, y no hay por qué correr el riesgo. Es mejor estar seguro, que tener que arrepentirse después. Los seres humanos tenemos un mecanismo interno que nos dice cuándo estamos en peligro, aun cuando no veamos nada. Creo que hiciste bien en llamarme.

Fuimos a la policía, y contamos lo que había ocurrido. Dijeron que iban a dar una vuelta por la zona.

¿No preferirías quedarte con nosotros esta noche? Tal vez te sentirías más segura — dijo el reverendo McPher­son —. Sabes que lo haríamos con gusto.

— No, estaré bien. Muchas gracias.

— Me gustaría que consiguieras un trabajo diurno ... No lo dejé terminar.

— No se aflija. Voy a pasar por la mañana y les diré que no puedo continuar. ¡No quiero volver a experimentar una cosa así! Creo que nunca he estado tan asustada en mi vida. ¿Sabe? Siempre he creído que podía defenderme sola hasta esta noche. Esta noche me sentí indefensa y tremendamente asustada. — Seguía temblando.

— Entonces has aprendido algo importante esta noche: que todos necesitamos a otros alguna vez, y que todos necesitamos a Dios siempre. El hombre no fue hecho para tener que afrontar nada solo. A lo mejor Dios permitió que tuvieras este susto esta noche para enseñarte que no debes tratar de depender de tus propios recursos única­mente. A Audrey y a mí nos ha preocupado mucho el que estuvieras trabajando de noche. Se va a alegrar cuando le diga que has resuelto no continuar. No era un trabajo adecuado para ti de todos modos. Tú necesitas algún tipo de trabajo que ofrezca algún futuro. ¿Qué es lo que real­mente te gustaría hacer?

Encogí pesadamente los hombros.

– No sé. Nunca me he puesto a pensar. Siempre que me alcance para comer, supongo que no me importa.

– En el momento en que se detuvo frente a mi departa­mento le pregunté:

¿Realmente estaban preocupados usted y Audrey?

Por supuesto – dijo. Esperó hasta que entré a mi departamento, y luego se fue.

Yo trataba de convencerme de que ya no tenía miedo, pero varias veces me aseguré de que la puerta estuviera con llave. Dejé todas las luces encendidas toda la noche.

No comprendía a la ciudad ni sus peligros. Entre los míos la noche no ofrecía peligro. Cuando había luna llena y el viento estaba alto, solía salir a pasear con Cascos Atronadores. Galopábamos a lo largo y a lo ancho del valle y subíamos las montañas en sombras. En ese enton­ces no le tenía miedo a la oscuridad. No me molestaba no poder ver, porque Cascos Atronadores veía lo que yo no veía. Sólo los coyotes andaban afuera a esa hora, y ellos no podían dañarme.

Mientras recordaba a Cascos Atronadores y esos paseos a medianoche, sentí un dolor en el corazón porque ya no volvería a salir con ella en esa forma.

Aquí en la ciudad me tenía que quedar encerrada de noche, porque no era conveniente que una chica sola anduviese afuera una vez que oscurecía. Y sin embargo se suponía que la ciudad debía ser civilizada. El campo era una región agreste, pero en ese despoblado, con los animales salvajes, estaba segura. No parecía tener sentido.

Esa noche no dormí mucho pensando en dos de las cosas que me había dicho el reverendo McPherson. Me preguntaba por qué él pensaba que yo necesitaba una ocupación con futuro. Después de todo, estaba bastante claro que yo era una nada en camino hacia la nada Toda la vida me había sentido sola y desdichada. Así me sentía ahora, y sabía que el futuro sólo me deparaba más de eso mismo. Nadie se había preocupado por mí antes. A veces el reverendo me decía cosas que me dejaban pensando, pero había una cosa evidente: que esa noche le había pedido ayuda y había acudido sin demora.

Tuve que volver a recorrer la lista de los anuncios de vacantes. Uno de los avisos pedía a alguien que supiese trabajaren alfarería, y pensé que esa podía ser la solución. ¡Si hay algo que un indio sabe hacer bien, pues es alfarería!

Fui inmediatamente a la dirección indicada. Apenas entré en la oficina dije: – Vengo a ofrecerme para hacer alfarería.

– Muy bien. Muy bien. ¿Has hecho alfarería antes? –me preguntó la mujer mientras me entregaba los for­mularios para llenar.

– Bueno, mi abuela sabía, y cuando yo era pequeña ella me enseñó a hacer alfarería, pero eso fue hace mucho. He olvidado mucho de lo que me enseñó, pero tal vez me vaya acordando.

– Está bien. Nosotros te vamos a ir enseñando. Sí­gueme – dijo y se encaminó por un largo pasillo. La seguí de cerca. Se detuvo ante dos puertas grandes y pesadas con pequeñas ventanas de vidrio.

Miré por encima del hombro de ella por la ventanita, y alcancé a ver unas máquinas enormes y tubos que las unían. En el momento en que abrió la puerta, el ruido más ensordecedor que hubiese oído jamás, me hizo ponerme instintivamente las manos en los oídos para no oírlo.

Me miró y se río.

 

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