sábado, 15 de octubre de 2022

2 LIBRO VIENTO SOLLOZANTE (4 parte)

 

Varios años después regresé a las llanuras donde Pedernal, Kansas y yo habíamos pasado el día buscan-
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do un lugar dónde esconder a "Buena Medicina", como habíamos nombrado al búfalo. Encontré la cueva, quité las rocas de la entrada esperando encontrarme con una calavera, pero en lugar de eso me encontré con que el búfalo estaba perfectamente bien conservado. Su pelo ni siquiera tenía polvo y el pellejo se había convertido en piel dura. Lo saqué por los cuernos y lo miré más de cerca. La piel de las mejillas había quedado estirada y daba la impresión de que el búfalo se estaba riendo. A Kansas le hubiese gustado eso. Buena Medicina, el Búfalo Sonriente. Me llevé a casa la cabeza y la guardé,
Algunas veces las personas que me visitaban se daban un susto al ver una cabeza tan enorme en mi sala de estar, pero yo me limitaba a sonreír, me acordaba de Kansas y decía: —¿Cuántas personas tienen la suerte de ser dueñas de una cabeza de búfalo?
Y acariciaba uno de los cuernos, añadiendo: —Especialmente uno que sonríe.
—Kansas, te echo de menos. ¿Por qué tuviste tanta prisa en morirte?

CAPITULO SEIS
Pedernal y yo estábamos sentados a la mesa y nuestro café se nos estaba enfriando. —Pedernal —le dije—nuestra familia se está reduciendo. Ha muerto la abuela, Pascal se mató y ahora Kansas ha muerto. Tú deberías tal vez casarte y tener unos cuantos hijos o pronto no quedará nada de nuestra familia.
—Creo que tienes razón —me dijo y yo me quedé boquiabierta por la sorpresa.
—Lo he estado pensando y creo que debo casarme, pues estoy cansado de vivir solo. Rosa Otoñal es muy trabajadora y es bonita, supongo que ella es la indicada.
—Ella es cristiana y no se casará contigo si tú no eres también cristiano —le recordé.
—Ya lo sé. He estado pensando en eso y creo que voy a probar este nuevo Dios del que tú estás siempre hablando. El te ha ayudado a ti y a lo mejor me ayuda a mí.
Estaba tan contenta que apenas podía contener mis deseos de gritar.
Pedernal, si te decides a creer en Jesús y ser salvo no te arrepentirás jamás.
—Creo que voy a hacerlo, pues ¿ qué tengo que perder? —dijo encogiéndose de hombros.
Actuaba como si tratase el tema con ligereza, pero yo conocía a mi tío y sabía que nunca trataba nada con ligereza. Lo había pensado mucho y había llegado a una decisión. Parecía avergonzado y yo sabía que estaba esperando que yo dijese algo.
—Te alegrarás de haber escogido a Jesús. Estoy orgullosa de ti y sé que tú y Rosa Otoñal serán felices y tendrán muchos hijos. Puedes creer en Dios
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y continuar siendo un indio, el ser cristiano te hace más hombre, no menos.
Parecía aliviado. —Ahora que he decidido, supongo que vale más que lo lleve a cabo. Esta noche voy a ir a ver a Rosa Otoñal y fijaremos la fecha.
Ahora podía decirle a Pedernal algo que había estado reservando durante meses en mi corazón: —¡Que Dios te bendiga, tío mío!
Yo estaba contenta por él, pero triste por mí, porque sabía que nuestros días de aventuras habían tocado a su fin. Pedernal iba a tener una esposa y luego tendrían hijos, así que ya no podía vivir a lo loco como el viento.
El tío Nube vino a casa para la boda y se colocó junto a Pedernal, actuando de padrino. Yo les miré a los dos, tan apuestos y orgullosos, al frente de la iglesia, los dos últimos de mis siete tíos. Dos habían muerto, uno estaba en la cárcel y dos habían desaparecido y no sabíamos sí estaban muertos o vivos.
Contemplé a Pedernal y a Rosa Otoñal haciendo sus promesas de amor y sentí que un dolor sordo me invadía al desear haber sido Relámpago Amarillo y yo los que nos casásemos en este día. Cerré mis ojos y vi una vez más su rostro y cuando levanté la vista vi a los novios que venían por el pasillo. Nunca había visto a Pedernal tan feliz.
Después de la boda Nube me llevó a casa en su coche. Yo le dije por el camino: —A Pedernal le ha hecho muy feliz tenerte hoy aquí. Necesitaba a su hermano a su lado y yo también me alegro de que hayas venido. No creí volver a verte jamás.
El sonrió y me dijo: Es un milagro la manera en que tú, Pedernal y yo creíamos en la antigua religión india y adorábamos a los antiguos dioses y en cuestión de unos pocos meses todos oímos el evangelio por primera vez y fuimos salvos, es verdaderamente un milagro.
Estaba de acuerdo con él y así se lo hice saber y a continuación le pregunté: —¿Sabías que Kansas había estado viviendo en mi casa durante un tiempo? Intenté compartir con él nuestra historia, pero no 
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quiso escucharme. Yo me sentí terriblemente mal cuando le mataron.
Respiré profundamente e hice todo lo posible porque no me temblase la voz al preguntarle: —Nube, ¿ tú crees... bueno . . . que Kansas ha ido al infierno?
Durante un minuto se mordió el labio inferior y luego contestó: —No lo sé. No creo que haya manera de que sepamos quién va a estar en el cielo o en el infierno hasta que muramos y lleguemos al cielo nosotros mismos. El ladrón que murió en la cruz junto a Jesús confesó y creyó durante los últimos minutos de vida que le quedaban y Jesús le dijo que le vería en el cielo, así que a lo mejor Kansas hizo lo mismo.
—Me gustaría creer eso —le dije tranquilamente.
 —A mí también —me dijo.
Creámoslo, tal vez sucediese realmente así —le dije con esperanza.
—Tal vez —me dijo y cambió el tema.

Comenzamos a contarnos el uno al otro todas las cosas que nos habían sucedido desde que él se había marchado a Oregón y me había dejado a mí en Colorado, después de la muerte de la abuela.
Entonces me habló de su novia. —Me gustaría que pudieses conocerla —me dijo con los ojos que le brillaban. —Es tan dulce y amorosa, es como un cervatillo. Ella fue la que me habló acerca de Dios y nos vamos a casar en la primavera.
Me miró de reojo para ver cuál había sido mi reacción.
—Estoy contenta de que hayas encontrado a alguien y espero que tú y Pedernal tengan unos hogares muy felices y que tengan muchos hijos.
—¿Y qué me dices de ti? ¿Has encontrado tú a alguien? —me preguntó.
Le miré y me quedé dudando, no sabiendo si hablarle o no acerca de Relámpago Amarillo.
Antes de que me hubiese decidido, Nube dijo: —Pedernal me ha hablado acerca de Relámpago Amarillo y lo siento, pero le olvidarás y algún día aparecerá otra persona.
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—No, —dije en voz baja— nunca más volverá a haber otra persona.
—¿Te gustaría ir de caza? A lo mejor podríamos conseguir un poco de carne fresca para ti antes de que yo regrese a Oregón. Tengo mi arco en la parte de atrás de la camioneta.
—¡Eso me gustaría!
Nos detuvimos en mi departamento y me cambié de ropa y a continuación nos dirigimos a las altas montañas.
Yo caminaba lentamente detrás de Nube que se movía como una sombra, por el bosque denso. El olor a pino y a humedad de la tierra llenaba el aire fresco. Mi tío era el mejor cazador y trampero que yo jamás había conocido, pero no mataba nunca a ningún animal por deporte, porque amaba a las criaturas salvajes y solamente se llevaba lo que necesitaba para el alimento.
Mi tío se agachó cerca de un tronco caído y apuntó a un pequeño gamo pastando en la loma de la colina. Tensó su arco, estudió su blanco detenidamente y dejó que la flecha volase a su marca. La flecha voló silenciosamente por el aire y se abrió paso hasta dar en el corazón del gamo.
Nube caminó hacia donde había caído el ciervo y pronunció las antiguas palabras: "Perdóname, hermano mío, pero mi familia tiene que comer. Dudó y me miró diciendo: —Ahora soy cristiano. ¿Está mal llamarle al ciervo hermano mío?
—No lo sé, yo no veo que haya ningún mal en ello. Creo que Dios tenía la intención de que nos sintiésemos cerca de los animales, pero añadí: —Pero no como acostumbrábamos a hacer en los antiguos días, cuando pensábamos que algunos de ellos eran dioses. Mi tío asintió y yo me di cuenta de que se acordaba de cuando había adorado al águila y a los dioses osos. Se inclinó y empezó a despellejar al ciervo.
—¿Necesitas la piel? —le pregunté.
—No, no la quiero, te la doy.
Se echó hacia atrás y yo octupé su lugar junto al ciervo, despellejándolo con mis manos en lugar de 64    MI CORAZÓN INQUIETO
hacerlo con un cuchillo porque quería la piel para un vestido y no quería que el cuchillo dejase las marcas sobre ella. Cuando terminé enrollé la pesada piel y la arrastré hasta la camioneta mientras que mi tío luchaba con el ciervo.
Cuando Nube se marchó a Oregon me sentí terriblemente sola, más que nunca, y pasé todo el tiempo que me fue posible en la iglesia y en la casa de los McPhersons. Sabía que en algunas ocasiones me quedaba más de la cuenta y que con harta frecuencia me presentaba a la hora de la comida, pero no sabía qué hacer conmigo misma porque mis horas eran demasiado largas y vacías.
Es posible que Audrey y el Rdo. McPherson se quejasen al oírme llamar a la puerta, pero eran demasiado amables como para permitir que yo les oyese. Siempre me daban la bienvenida y ponían un plato más en la mesa.
Cambié una vez más de empleo, trabajando en un invernadero, pero nada me salía bien y parecía como las plantas me miraban, se encogían y morían.
Me encontré una vez más sentada en el despacho del Rdo. McPherson para decirle que estaba sin trabajo.
Viento Sollozante, dentro de poco vas a batir el récord mundial en lo que a cambiar de trabajo se refiere —me dijo regañándome con suavidad. —¿Qué vamos a hacer contigo?
—Me siento sola. Ahora que Nube se ha ido otra vez que Pedernal se ha casado y que Kansas está muerto, me siento como la última de los kickapu.
—Tú necesitas una causa, un llamamiento, 'algo en que creer, que añadiese a tu vida riqueza y propósito —me dijo.
—¿ Se le ocurre a used alguna cosa?
—No, lo siento, pero tendrás que encontrar tu propio llamamiento, pero oraré por ti —me prometió y me marché.
A la mañana siguiente encontré un trabajo como pinche de cocina en un restaurante italiano y llamé
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al Rdo. McPherson. —¿ Cree usted que el llamamiento de mi vida pueda ser el hacer fideos? —le pregunté.
Se echó a reír y me dijo que no lo creía, pero que se alegraba de que tuviese un trabajo.
Ese día, después del trabajo, iba caminando hacia casa y mientras esperaba que la luz se pusiese verde me di cuenta de que en la alcantarilla había un pedazo de papel y sobre él estaba escrita la palabra navajo.
Lo recogí, le sacudí el polvo y leí que una misión navaja en Nuevo México necesitaba obreros.
Yo sabía que eso no había sido algo accidental, sino que Dios había planeado esto exclusivamente para mí. Había puesto el papel en la alcantarilla y había hecho que se pusiese la luz roja para que yo pudiese verlo mientras esperaba. ¡Yo estaba segura de ello!
Me fui derecho a ver a Audrey y al Rdo. Me Pherson.
—¿Cómo está la que hace fideos —me preguntó Audrey.
Voy a dejar el trabajo —le dije— ignorando sus protestas mientras alisaba el pedazo de papel y se lo entregaba a ellos.
—He encontrado mi llamamiento, es la voluntad de Dios para mí —les dije con toda seguridad.
Miraron el papel y me lo devolvieron. —¿Qué es esto? —me preguntaron.
—Dice que una misión en Nuevo México necesita obreros —les expliqué, como si no supieran leer.
—¡Esa soy yo! Me voy a ir allí a trabajar.
 —¿Dónde lo has conseguido? —me preguntó Audrey.
 —Lo encontré en la alcantarilla mientras esperaba
a que cambiase el semáforo; Dios lo puso allí para mí.
 —Puede que llevase allí semanas.
El Reverendo McPhers©n vio lo sucio que estaba. —¿Qué misión es ésta? ¿Quién les apoya? ¿En qué creen?
—No lo sé. Voy a escribirles hoy y a decirles que voy a ir.
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—Viento Sollozante, tienes que pensártelo bien. ¡Puede que sea una secta o quién sabe qué! protestó el Rdo. McPherson.
Doblé mi preciado pedazo de papel y me fui. Sabía que era mi llamamiento, pero llevaría tiempo convencer a los McPhersons.
Esa noche me di cuenta del cambio tan grande que se había operado en mí desde que me había hecho cristiana.
Años atrás, cuando nos enteramos de los cinco misioneros a los que habían matado los indios aucas, nos habíamos reído, alegrándonos de que les hubiesen matado. Esos misioneros se lo habían buscado, ¡se lo merecían! Después de todo, lo que creyesen los indios era asunto de ellos y los misioneros no tenían ningún derecho a meter las narices donde no les querían. Nos habíamos alegrado de que los indios los hubiesen matado e hicimos bromas al respecto. Recordamos que nuestra tribu había matado a muchos misioneros y les había cortado las cabezas y habíamos estado orgullosos de ello.
Ahora yo deseaba trabajar con misioneros para hablarles a los indios acerca de Jesús. Solamente Dios podía haber operado ese cambio en mi corazón.
Esa noche escribí a la misión y les expliqué que yo era una india cristiana y que iría si así lo deseaban.
Esperé sobre ascuas hasta que llegó la respuesta una semana después. ¡ Los misioneros me pedían que fuese!
Casi corrí a la iglesia para enseñarle la respuesta al Rdo. McPherson y a Audrey. —¡Voy a trabajar en una misión para los indios navajos! —grité.
—¿Qué clase de misión? ¿Cuál es su doctrina? ¿Quiénes son? —volvieron a surgir las preguntas.
—No lo sé —dije encogiéndome de hombros. —Les dije que iría y me han dicho que está bien.
Audrey se frotó la frente como si le doliese y el Rdo. McPherson me miraba fijamente como si pensase que me había vuelto loca.
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Discutieron durante horas, pero yo estaba ya decidida. Al final el Rdo. McPherson me prestó una docena de libros acerca de la oración, la doctrina y devociones, para llevarlos conmigo y Audrey me metió veinte dólares en el bolsillo.
Nos estábamos despidiendo una vez más, pero en esa ocasión no fue tan doloroso porque yo sabía que la mano de Dios estaba en ello.
Salí en el autobús que partía a media noche y fui en él una distancia de seiscientos cincuenta kilómetros hasta Nuevo México. Yo me sentía totalmente segura y feliz de tener ante mi una aventura tan maravillosa.
Pero cuando se abrió la puerta del autobús y me bajé de él, encontrando la camioneta de la misión que me estaba esperando, me entró pánico.
CAPITULO SIETE
Un hombre alto, con una sonrisa amistosa, se me acercó y me dio la mano. —Hola y bienvenida —me dijo.
Me quedé helada y mi mente se quedó en blanco y las únicas palabras que podía recordar eran palabras que había oído decir a mis tíos muchas veces: -- Hola, querido!
El misionero se puso terriblemente colorado.
Me mordí el labio. —i Lo siento, es que estoy tan nerviosa, no sé porqué, será mejor que me vuelva a subir al autobús y me vaya a casa . . . —dije tartamudeando.
Empezó a reírse, recogiendo mi maleta y ayudándome a subir a la camioneta, que tenía el nombre de la misión pintado en el lateral.
El Rdo. Bell me presentó a su esposa, Lola, y mis respuestas les dejaron decepcionados.
—Eres más joven de lo que esperábamos. ¿Cuántos años tienes, Viento Sollozante?
—No lo sé.
—¿A qué escuela bíblica has asistido?
—A ninguna, pero he leído la mayor parte de los Salmos.
—¿Qué estudios tienes?
—Ninguno de los que valga la pena hablar. El Rdo. Bell se atragantó.
Lola comenzó a reírse con nerviosismo. —¿Cuánto tiempo hace que eres cristiana?
—Unos pocos meses.
Su sonrisa era temblorosa y dijo sencillamente: i Ah! El Rdo Bell había recobrado una vez más la compostura. —¿Qué iglesia es la que te apoya?


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