MI CORAZÓN
INQUIETO- Parte 17
CAPITULO VEINTE
Finalmente el agotamiento se apoderó de mí.
—Señor, estoy tan cansada —dije en voz baja. —Dame las fuerzas necesarias para
llegar al final de este día. Me obligué a mí misma a levantarme de la cama y me
puse en pie, sobre mis piernas que me temblaban.
—Señor, no puedo con mi alma,
estoy demasiado cansada.
Volví a caer sobre la cama, quedándome atravesada sobre ella. Si pudiese tan
sólo dormir unos minutos más, aunque fuese solamente uno más. —¡Por favor, por
favor, permíteme descansar! —supliqué, pero antes de que hubiese acabado mi
oración oí "¡Mami!" una vocecita en la habitación de al lado.
Comenzaron a saltarme las lágrimas y a correr por el rostro. Me sentía tan
terriblemente cansada que el cuerpo me pesaba como el plomo, moviéndome
lenamente y con grandes esfuerzos.
La noche anterior me había tenido que levantar dieciséis veces por causa de los
niños porque tenían dolor de oídos y apenas habían dormido por culpa del dolor.
Hoy estaban mejor, pero a mí me daban punzadas en la cabeza y me dolía todo el
cuerpo.
Logré, de alguna manera, llegar al final de la mañana y alabé a Dios cuando
llegó la hora de que los niños se echasen la siesta, pues podría tumbarme y
recuperar un poco el sueño que había perdido durante la noche anterior.
¡Cuando iba hacia mi dormitorio todo a mi alrededor se puso negro! Me froté los
ojos, pero no podía ver, era como si me hubiesen echado una manta por
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encima de la cabeza. Fui a tientas hasta mi cama y me tumbé, cerrando los ojos.
Solamente estoy cansada, sólo cansada. Cuando haya descansado estaré bien,
pensé.
Los niños estaban tan cansados como yo y estábamos todos dormidos aun cuando
llegó Don a casa del trabajo. Me despertó y cuando abrí los ojos parecía como
si Don se encontrase al final de un túnel, rodeado por la oscuridad.
—Me molestan los ojos —le dije— frotándomelos de nuevo. —Hoy no veo bien. Creo
que si lograse dormir un rato estaría bien.
Don me miró los ojos y me dijo: —Yo no veo nada malo en ellos.
Me tomó la mano y se dio cuenta de que no llevaba mi alianza. —¿Dónde está tu
anillo?
—No hacía más que caérseme, así que lo he guardado —le contesté.
Anduvo buscando en el armario hasta que dio con la balanza y la colocó junto a
la cama. —Súbete —me ordenó.
Me subí a la balanza mientras que él leía mi peso. —¡ Cuarenta y tres kilos! ¡
Solamente pesas cuarenta y tres kilos! ¿A dónde han ido a parar los otros seis
kilos? Estás embarazada, deberías estar ganando pero, no perdiéndolo! ¡Has
perdido más de seis kilos!
Yo me eché a llorar. ¡ Algo andaba mal! . Había perdido peso, no podía ver y
estaba tan cansada que deseaba morirme.
A la mañana siguiente temprano Don me llevó al médico para que me hiciesen una
serie de análisis y los resultados no fueron buenos. Tenía cuatro órganos que
no funcionaban bien, estaba anémica, estaba además casi agotada y las células
no se reproducían como era debido. Sin embargo, a pesar de todo esto parecía
que el bebé estaba bien.
El médico no pudo diagnosticar mi enfermedad, y parecía que algunos de los
análisis se contradijesen. Todo lo que sabía con seguridad era que mi cuerpo no
estaba funcionando como debía y que estaba afectando a mi sangre.
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Me sometieron a más análisis, me dieron diferentes regímenes y medicamentos,
pero nada parecía ayudarme. Estaba embarazada de seis meses y seguía pesando
menos de cuarenta y siete kilos. Parecía un esqueleto y tenía profundos
círculos negros debajo de los ojos. Yo oraba constantemente para que mi bebé
naciese normal y sano.
Un médico sugirió que "pusiese fin" a
mi embarazo y yo salí de su despacho
llamándole asesino y me negué a volverle a ver.
Otro médico dijo que yo tenía algunos síntomas de la leucemia, pero los resultados
de los análisis no lo confirmaron. Tenía que ir a la clínica cada cinco días
para que me hiciese análisis de sangre. El médico me habló de comenzar a
realizar transfusiones de sangre, pero yo me negué porque me temía que pudiese
afectar a mi bebé.
En casa Don se vio obligado a ocuparse más de la cocina y de la limpieza,
aunque yo hacía todo lo que me era posible para los niños, pero muchos días lo
único que podía hacer era sentarme y tenerlos sobre mis rodillas y contarles
cuentos. Mi vista andaba tan mal que me resultaba difícil leer cualquier cosa.
Algunos días tenía doble visión y otros días todo estaba tan oscuro que tenía
que encender todas las luces, esperando que me ayudasen a ver.
Me encontraba tan débil que estaba segura de que me estaba muriendo y que no
duraría ya mucho tiempo. Había visto tantos médicos que no podía ni siquiera
acordarme de sus nombres y todo cuanto podían decir era que tenía algo mal en
la sangre, pero no sabían lo que era ni lo que lo producía, pero todos ellos
estaban de acuerdo en que se estaba convirtiendo en algo grave.
Lloré y oré y continué viendo más médicos, al tiempo que asistía a los cultos de sanidades de diferentes iglesias,
pero nada me servía y nada cambiaba el empeoramiento de mi salud.
Fui a un abogado e hice testamento para que Don no tuviese ningún problema
legal cuando yo muriese, dejando instrucciones respecto a mis himnos
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tos y los versículos de las Escrituras que deseaba
que fuesen leídos en mi entierro. Estaba ordenando la casa lo mejor
que sabía y durante todo el tiempo le estaba preguntando a Dios: ¿Qué va a ser
de mis hijos?
Escribí varias cartas a Pequeño Antílope y a Ciervo
Perdido y las puse en sus libros de bebé. Debían de saber, por
encima de todo lo demás, que les quería con todo mi corazón y que no deseaba
dejarles. Les decía en las cartas que
obedeciesen a su padre y que siguiesen a Jesús, pero resultaba difícil poner
toda una vida de enseñanza en las pocas páginas de una carta.
Le decía a Don que se casase tan pronto como
pudiese encontrar una mujer cristiana que le amase a él y a los niños, pero le advertí una y otra vez que debía ser cristiana.
Me había preocupado tantísimo pensando que podía perder a mis hijos que nunca
se me había ocurrido que yo pudiese morirme antes que ellos y ahora parecía que
mis días estuviesen tocando a su fin.
Me entristecía pensando en las muchísimas ocasiones en que no me sería posible
estar junto a sus camitas para contarles cuentos, para escuchar sus
oracioncitas y para taparlos. Lamentaba las veces en que estarían enfermos y no tendrían a una madre que les confortase.
Pensé en todos los juegos que nunca llegaríamos a jugar y en todas las
Navidades que nunca celebraríamos juntos y era más de lo que podía soportar. No
temía morirme, porque sabía que tan pronto como
acepté a Cristo como mi Salvador me había sido dada la vida eterna,
de manera que cuando muriese iría al cielo y estaría para siempre con Jesús,
pero sufría por mis hijos, mis pequeños huérfanos y ¿qué sucedería con el bebé
que llevaba en mis entrañas? ¿Viviría yo el tiempo suficiente como para darle
vida o moriría conmigo?
¡Dios mío, permíteme vivir lo suficiente como para poder educar a mis hijos!
¡Permíteme quedarme aquí el tiempo suficiente como para ayudarles a cre
172 MI CORAZÓN INQUIETO
cer! Esa era mi oración imposible, pues teniendo unos hijos tan pequeños eso
significaría que tendría que vivir otros veinte años para poder criarles y
verles marcharse del hogar. Le estaba pidiendo veinte años a Dios y los médicos
no podían garantizar que viviese lo suficiente como para tener a mi bebé.
Don andaba por la casa como un anciano; estaba
callado y ya no se erguía alto y orgulloso, sino que tenía los ojos hundidos y
tristes y había dejado de sonreír.
Yo intenté ser valiente, pero muchas noches me iba a dormir llorando en sus
brazos.
Me acordaba de los días solitarios, antes de haber conocido a Don y cómo había
intentado quitarme la vida porque no valía la pena vivirla. Ahora la vida me resultaba dulce y llena, pero ahora que
yo quería vivir me iba a morir.
Comencé a escribir un diario para que a los niños
les quedase algo mío, para que pudiesen acordarse de que les
había querido.
EL DIARIO
He comenzado este diario para decirles
Cuáles son mis secretos y mis sueños,
Para poder compartir con ustedes un poco
de mi vida ...
¡ Qué importante me parece eso!
Les prometo cada día escribir en él Siempre con fidelidad;
Quizás me ayude a conservar
La vida para que no se me escape.
Conservo retazos de mis días
Con una o dos palabras,
Y una tras otra se llenan rápidas las páginas
Cuando trato de decirles que los quiero.
MI CORAZÓN INQUIETO -173
Tomo el pequeño libro
y lo coloco sobre la estantería; lo toco con cuidado y con orgullo;
El libro forma parte de mi ser.
Si alguna vez leen este libro,
Mucho después de haberme ido al descanso,
Por favor lean las palabras con amor, Y
comprendan que hice lo mejor.
Tel vez leyendo
mis secretos pensamientos Lleguen a conocerme como nadie,
Esto es "mi auténtico yo",
el interior del libro,
El "yo"
que veían las gentes era tan sólo la tapa.
Así que, hijos míos, les dejo este libro, Algo que puedan compartir,
Para decirles cuánto los amo
Y lo mucho que lamento no poder estar ahí.
Pasan los días y vuelvo las hojas,
Y sé que algún
día encontraré
Mi nombre escrito en el libro de la Vida de Dios
Y me iré al hogar dejando atrás mi diario.
Había amigos por todas partes que oraban por
mí y cada cinco días seguían haciéndome análisis de sangre,. Yo
hacía todo lo que sugerían los médicos, a menos que existiese la menor
posibilidad de dañar al bebé, pues no estaba dispuesta a sacrificar a mi bebé para vivir yo.
Durante el noveno mes gané un poco de peso y entonces hubo más esperanzas para
el bebé. Entonces me me paralizó la pierna derecha y tuve que andar con
muletas.
Cuando llegó por fin el momento de ir al hospital, estaba segura de que nunca
más volvería a ver a mi familia. Dios me había permitido vivir el tiempo suficiente para
ver nacer a mi bebé; pero me había llegado la hora.
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