miércoles, 19 de octubre de 2022

II LIBRO MI CORAZÓN INQUIETO Parte 22

MI CORAZÓN INQUIETO
Yo me sentía culpable por haber arrancado a mi familia de donde estábamos y haberles traído aquí, teniéndolos ahora sin hogar y sin residencia fija. Nos parecía imposible llegar a encontrar la clase de casa que deseábamos por la pequeña cantidad de dinero que teníamos.
Un día llegó T. J., a una hora avanzada de la tarde y nos dijo algo dubitativo: —Hay un sitio que no les he enseñado, mi propia casa. Supongo que no se la he enseñado porque no quería deshacerme de ella, pero sé que tengo que hacerlo. La vida cambia, hay que dejar el pasado atrás y empezar de nuevo.

Nos llevó en su coche, conduciendo despacio por. las carreteras polvorientas y llenas de curvas, de la montaña.
—Era una antigua propiedad rodeada de bosques nacionales y vendí todo, con excepción de unos once acres, la casa y los graneros. Pero creo que ha llegado la hora de vender todo.
Se salió de la carretera principal y fuimos cerca de un kilómetro por densos bosques.
Cuando T. J. pasó por las antiguas verjas de madera se estaba poniendo el sol. —Tendremos que caminar desde aquí —nos dijo.
Bajamos de la camioneta y caminamos hacia los surcos parejos que había entre las rocas del camino.
Al dar la vuelta a un recodo vi por primera vez la casa y los ojos se me llenaron de lágrimas. La cabaña, hecha de troncos, y los graneros, también hechos de troncos, tenían cerca de cien años. El rancho estaba rodeado de altos pinos y de enormes rocas, ocultándolo a la vista y situándolo en un valle protegido.
Cuando entramos en la casa encontramos un enorme hogar, techos hechos con vigas y lámparas montadas sobre ruedas de carreta.
—¡Nos quedamos con ella! --dije yo.
A Don le dio un ataque de tos y a T. J. se le puso la cara pálida.
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Esa noche Don me echó varios sermones sobre lo que no había que decir al comprar una casa y sobre el hecho de que no podía costear la vieja casa de T. J.
—Ofrécele menos de lo que pide —le supliqué—¡esa casa tiene que ser mía, es mi hogar!
—No aceptará, menos ahora que sabe que quieres la casa. Deberías de haberte callado y haberle tenido en suspenso.
Entonces cambió el tema y dijo: —Esa pequeña granja de cabras que hay cerca no está mal y podemos comprarla.
—Es horrorosa y las cabras han arruinado la mayoría de los árboles. No hay calefacción, ¡no, no! ¡Yo quiero esa casa! —dije sollozando. —Dios no me hubiese enseñado esa casa sencillamente para mortificarme, él deseaba que fuese mía!
Al día siguiente Don fue a ver a T. J. y le ofreció miles de dólares menos de lo que él pedía por la casa y ante su sorpresa T. J. aceptó.
¡Teníamos por fin nuestra propia casa! No nos llevó mucho tiempo mudarnos a Thundering Hills, nuestro propio valle escondido, nuestro refugio del mundo exterior.
Estábamos una vez más en casa y todos los domingos íbamos a nuestra iglesia, donde el querido Rdo. McPherson seguía aún de pastor y nuestros corazones se deleitaban con sus mensajes acerca del amor a Dios.
Eché un vistazo por la iglesia y vi que Sally estaba todavía ahí, pero muchos rostros estaban ausentes, pues Audrey, Edythe y muchos otros habían sido llamados a la presencia del Señor. Donde antes me había sentado sola, ahora lo hacía con mi familia, llenando todo un banco.
El Rdo. McPherson estaba en pie junto al púlpito. Con los años se le había puesto el pelo un poco más blanco, se había vuelto algo más humilde y para nosotros un poco más querido.

CAPITULO VEINTISIETE
¡Cómo me gustaba el otoño! Dios tocaba los árboles, convirtiéndolos en oro y caían las hojas sobre mí como bendiciones del cielo. Me encantaba tomar las hojas con las manos y caminar sobre ellas. Qué gran placer contemplar a los niños rodar y dar saltos en las hojas frágiles y crujiantes hasta que las hojas les cubrían la ropa y el pelo. El otoño era especial y la naturaleza parecía trabajar aún más intensamente, haciendo que las montañas estuviesen hermosas para que pudiésemos guardar en nuestra mente las bellas escenas, para recordarlas cuando llegase el duro y frío invierno.
Siempre había sido mi estación favorita, pero este año le temía al final del verano porque sabía que los dulces días de la inocencia y de la libertad le serían arrancados a mi hijo mayor que ya era suficientemente mayor como para empezar a ir a la escuela.
Sencillamente la palabra septiembre me hacía sentir escalofríos, pues con el fin del verano comenzarían los problemas.
—¡No estoy dispuesta a mandar a mi hijo al colegio! —dije demasiado alto. —¡La escuela es un lugar espantoso! ¡Las maestras son crueles, son personas odiosas que se complacen en avergonzar y humillar a los niños pequeños!
Mi mente estaba llena de recuerdos dolorosos de cuando yo misma había ido al colegio. Era una pesadilla que había revivido con frecuencia. ¡No! No permitiría que se riesen de mis hijos. A mis hijos no les perseguirían grupos de chiquillos burlones hasta la casa. ¡De ninguna manera! ¡Mis hijos no iban a ir a la escuela!
Mi esposo me dijo con firmeza: —La ley dice que tenemos que mandar nuestros hijos a la escuela.
—¡ La ley no tiene ningún derecho a quitarme mis hijos! —le dije con lágrimas en los ojos. ¡Es una forma legalizada de secuestro!
—No te están quitando a tu hijo, es sólo que quieren que todos los niños reciban una educación y solamente estará ausente durante unas pocas horas todos los días —me dijo Don. —¿Por qué estás tan enfadada?
—¡Estoy más que enfadada, estoy furiosa y asqueada! Quiero luchar, pero no encuentro la manera de hacerlo. El gobierno dice que necesitan una educación, pero no les enseñan lo que necesitan saber. ¿Les enseña la escuela acerca de Dios? ¡No! ¿Les enseñan en la escuela cómo cocinar, cómo cazar o cómo sobrevivir en los bosques? ¡No! ¿Les enseñan cómo ser buenas personas o cómo cuidar de una familia? ¡No! Enseñan que Johnny se comió seis manzanas y cuántas le quedan. Dicen que un hombre blanco, llamado Colón, descubrió América, pero los indios descubrieron América miles de años antes. Enseñan que Custer perdió la vida en una matanza realizada por los indios, pero Custer fue un cobarde, que buscaba su propia gloria y que mataba a mujeres y niños. ¡Lo que enseñan son mentiras! —dije gritando. ¡Yo puedo enseñarles en casa. Compraré libros y el gobierno no tiene derecho a llevarse a mis hijos! ¡Lucharé contra él!
Mi esposo se sonrió y dijo: —Una india, más que nadie, debería de saber que es imposible luchar contra el gobierno.
Cedí porque sabía que tenía razón, porque no se puede luchar contra el gobierno y salir victorioso. Mi hijo tendría que ir a la escuela. Era como si yo enviase a mi oveja al matadero.
Salí corriendo de la habitación y busqué refugio en el bosque. Me senté bajo un árbol seco y lloré amargamente, imaginándome a mis hijos pasando por los mismos sufrimientos y agonías que había pasado yo.

¡No era justo! Me consumía la rabia. Me llevaría a mis hijos y me escaparía. Volveríamos a la reserva, donde la gente no se preocuparía si mis hijos iban a la escuela o no. Ellos habían pasado por el mismo tratamiento en la escuela del hombre blanco y lo comprenderían.
Yo me acordaba de cuando mis tíos habían hablado de la "educación" que les había dado el gobierno. Había venido un autobús a la reserva y los niños eran arrastrados fuera de sus casas gritando y les metían en el autobús. Les llevaban lejos a un internado para indios, donde los tenían en dormitorios, sin ver de nuevo a sus familias hasta que había terminado el año escolar porque la escuela estaba lejos de sus hogares y sus familias no tenían dinero para ir de acá para allá. No podían mantenerse en contacto ni siquiera por correspondencia porque muchos de los padres no sabían leer ni escribir.
Muchos de los adolescentes se tiraban de los autobuses por las puertas de emergencia y salían corriendo, a través del campo, y se escondían para escapar. Entonces pusieron cadenas para las piernas en los autobuses y se ponía en esos asientos a los fugitivos hasta que se encontraban "a salvo" en la escuela. Hacía muy poco que habían construido escuelas en las reservas para que los niños pudiesen regresar a sus casas todas las noches en lugar de ser secuestrados durante meses enteros.
Mi propia tribu, los kickapu, había luchado en contra de la educación más que ninguna otra tribu, quemando seis escuelas que el gobierno había construido para obligar a los jóvenes a cambiar. Ninguna tribu se había aferrado a sus antiguas costumbres tanto como lo habían hecho los kickapu del sur. Casi todos ellos son personas que no saben leer ni escribir y no porque sean tontos, sino porque se niegan a aprender a hacer las cosas "al estilo del hombre blanco".
Lloré hasta quedarme sin lágrimas y respiré profundamente varias veces. El aire del atardecer me aclararía los pensamientos. Había una manera de ga-
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nar siempre hay una manera de ganar si es que se leocurre a uno.
Pequeño Antílope tendría que ir a la escuela porque la ley así lo establecía. Si yo no aprovechaba la educación "gratis" me meterían en la cárcel. La ley-decía ... pero si un niño se pone enfermo, ni siquiera la ley puede obligarte a ir. Yo me sonreí. Sí, Pequeño o Antílope faltaría mucho a la escuela porque yo diría sencillamente que estaba enfermo y le tendría en casa la mayor parte del tiempo; eso sería fácil. Me puse en pie y me cepillé el polvo de la ropa. Ahora me sentía mejor. Le enviaría unos pocos días a la escuela y le tendría en casa otros pocos días, eso estaba decidido.
Al día siguiente me sentía entristecida llevando a mi hijito de cinco años a la escuela. Llevaba puestos sus nuevos pantalones vaqueros y una nueva camisa. Le brillaban los ojos de entusiasmo. Yo le observaba mientras íbamos a la escuela en el coche y veía que estaba emocionado. No comprendía que no tardaría en averiguar que la escuela no era divertida, que las maestras no eran amigas de los niños y que los otros niños no jugaban con mestizos. Las lecciones que habría de aprender en este día le perjudicarían durante muchísimos años.
Yo iba todo lo despacio que podía, pero demasiado pronto llegamos a la escuela. Yo intenté ignorar el nudo que tenía en el estómago al tomar su pequeña mano en la mía y llevarle al interior del edificio.
Una madre empujó a su hijo asustado a la habitación, le dijo unas cuantas palabras apresuradas, le echó un vistazo a su reloj y se fue rápidamente, dejando al niño solo y aterrorizado en un mundo nuevo y extraño. El niño comenzó a sollozar y se cubrió los ojos con sus manitas regorditas.
Una mujer delgada, que llevaba los ojos pintados de un azul brillante estaba sentada detrás de un escritorio.
—Hola —le dije— éste es mi hijo .. .
—Llene estos formularios, vaya a la sala 2A y la señora Jones les atenderá.

  A las personas que escribieron a este blog, anhelando leer los dos libros de Viento Sollozante..

 

 Sé que  esperaron durante más de dos años poder leer completas estas historias. Espero que sean de  gozo y bendición el leerlas.pues bien, ¡Misión Cumplida!

 

 218    MI CORAZÓN INQUIETO
Empujó un montón de papeles y continuó comprobando su lista, sin mirarnos siquiera.
Yo recogí los papeles y me senté a la mesa para llenarlos.Pequeño Antílope se agarró a mi mano como si se estuviese ahogando.
Yo leí los formularios. "Nombre del alumno...."
—Pequeño Antílope Stafford —escribí, pero entonces miré al mi alrededor y vi que todos los niños eran blancos y borré el nombre. —Aarón Stafford —escribí. Le sería más fácil si le llamaban Aarón en la escuela. Me sentía culpable por dejarme acorralar por esta gente.
—Dirección ...
"Wagon Tongue Gulch".
—Edad.
—Cinco años.
—Raza ...
—¿Qué diferencia había? Yo no estaba avergonzada de ser india, pero no sentía que tuviese que proclamarlo como si hubiese sido un impedimento. ¡Soy china, soy de la luna, soy violeta! Pensé un momento; si escribía "indio" estaría negando a su padre, pero si escribía "blanco" me negaría a mí misma como su madre. Si ponía allí "indio/caucásico" le catalogaría como mestizo. Me sentí tentada a poner "menta" (rojo y blanco). También pensé dejar el espacio en blanco, pero eso les haría pensar que yo no sabía lo que era mi propio hijo, así que escribí "americano".
Borré otra vez el nombre de mi hijo y escribí, con grandes letras: "AARON LITTLE ANTELOPE STAFFORD". Eramos lo que éramos. La escuela no me iba a dejar intimidar a mí misma o a los niños ni iba a tener que ser lo que no era por culpa de la escuela. Tomé los papeles en mi mano derecha y con la izquierda llevé a mi hijito a la sala 2A.
Una mujer, que llevaba un traje marrón, le echó un vistazo a los papeles y me dijo: —Está usted en el lugar equivocado, vaya a la sala 1B.

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Fuimos por el pasillo hasta llegar a la otra sala y una mujer bajita, con un traje pantalón, tomó los papeles y los miró.
—¿Pequeño Antílope? —dijo levantando las cejas. Le miré derecha a los ojos sin hablar.
—Sí, veamos ... —dijo, leyendo algo más y enseñando unos dientes muy blancos, pero no era una sonrisa.
Pocos minutos después dejé a Pequeño Antílope y me fui, intentando no pensar en la expresión de horror que tenía en su rostro al dejarle por primera vez en su vida con extraños. Extraños que le consideraban de menor valor que ellos mismos por ser diferente. Extraños a los que no le importaba, que pensaban en él como el niño que se sentaba detrás del pupitre número cuatro.
Yo sentí que la ira invadía mi corazón. La escuela no había cambiado, seguía siendo lo mismo, algo impersonal, un sistema que desmoronaba el espíritu. Yo temía a los días venideros, cuando mi hijo habría de llegar a casa de la escuela llorando porque le habrían estado insultando. Sabía que lo más seguro era que "mestizo" fuese la palabra más suave que oiría, que sería el blanco de crueles chistes de indios, sabía que le empujarían a participar en peleas en las que él no querría y que probablemente perdería porque era pequeño para su edad y la enfermedad le había hecho quedarse delgadito.
Todo cuanto yo podía hacer era esforzarme aún más por hacer que su hogar fuese feliz. Su casa se convertiría en un refugio para él. Eramos una familia y siempre y cuando nos mantuviésemos juntos y nos uniésemos en contra de "ellos" podríamos sobrevivir. Yo odiaba a la escuela por tener a mi hijo prisionero, todos los días, durante tantas horas. Era como si un enorme oso le estuviese despedazando en pequeños trocitos, moliendo hasta dejar en nada a mi hijo, con sus poderosas garras y enviándolo a casa desnudo de su personalidad. La escuela dedicaría horas enteras de cada día a robarle su personalidad y yo me pasaría horas enteras cada noche intentando recomponerle otra vez.
Yo miraba todo el día el reloj; las manecillas se movían con tal lentitud que a mí me parecía que el día no iba a terminar nunca. Le hacía a Antílope su cena favorita y también le hacía galletas, intentando que su primer día de clase fuese especial. Quizás pudiese llegar a la casa feliz, a lo mejor todo le había ido bien y tal vez la escuela hubiese cambiado.
¡Por fin dieron las cuatro! Fui con la camioneta por la carretera y esperé a que llegase el gran autobús amarillo de la escuela, dando tumbos y envuelto en una nube de polvo.
Antílope descendió de. él y corrió a la camioneta como un pájaro al que acaban de sacar de la jaula y poner en libertad. Tenía el rostro lleno de lágrimas y el bolsillo de su camisa estaba roto. El corazón me dio un vuelco porque sin preguntárselo supe lo que le había sucedido.
—Estoy contenta de que estés de nuevo en casa —le dije, intentando sonar alegre. —Hoy te he hecho unas galletas. Pero finalmente le tuve que preguntar: —¿Cómo te ha ido en la escuela?
—Un muchacho grande me empujó en el patio —me dijo y miró muy callado por la ventanilla.
Cuando llegamos con la camioneta a nuestro patio vio a su hermano Ciervo que le esperaba y se sonrió. —En casa tengo amigos, así que no los necesito en la escuela —dijo y corrió hacia donde estaba su hermano.
Recogí su chaqueta y su cajita de la comida y las entré en la casa y noté que la cajita de la comida pesaba. La abrí y me encontré la comida íntegra. Había estado demasiado nervioso como para comer ni un bocado de su comida.
Don vino a lavarse para la cena. —¿Cómo ha ido hoy la escuela? —preguntó echando de nuevo la toalla húmeda al toallero.

Yo le miré de manera tempestuosa. —¡ A ti qué te parece cómo le ha ido!
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Por algún motivo yo le culpaba a él porque era el hombre de la casa y debería de haber protegido a su hijo y debería de haber hecho algo.
Después de la cena empecé a preparar la comida del día siguiente de Antílope y él vino a la cocina por otra galleta.
—¿Qué estás haciendo?
—Preparándote las cosas para la escuela para mañana —le contesté.
—¡Pero si ya he ido, no tengo que volver! ¿verdad?
_Sí, tienes que ir muchas veces —le dije.
—¡ Pero yo no quiero ir más, no me hagas ir! —me suplicó y se agarró a mis piernas. —¡Por favor, mamá!
Le tomé en mis brazos y le abracé. —El primer día siempre es difícil, mañana será más fácil. A lo mejor mañana encuentras un amigo.
Se secó los ojos. __¿Tú crees?
—Seguro. Mañana no vas a estar asustado, te irá mejor. No estarás demasiado nervioso para tomarte la comida.
—No quiero comida —me dijo.
—Te entrará hambre —le dije.
—No puedo comer cuando estoy solo —me contestó.
 —Pero si comes con los otros niños, no estás solo —le dije.
—Sí que lo estoy, tengo que comer solo en una habitación.
—¿Qué quieres decir? —le pregunté.
—Todos los niños comen en el comedor, pero la maestra me hace comer solo en una habitación.
—Debe de haber alguien más contigo en la habitación.
No podía estar en lo cierto, no podía estar comiendo solo.
—No, la maestra dijo que no había sitio para mí en el comedor y tengo que comer en otra sala. No puedo comer cuando estoy solo, se me cierra la garganta y no me pasa la comida —me dijo.
—¿Tenías algún problema? ¿Acaso era un castigo? —le pregunté.
—No, no había hecho nada, no me había portado mal. No me quiere.
—Estoy segura de que te quiere, tiene que haber un mal entendido. Mañana le enviaré una nota contigo y le diré que tienes que comer en el comedor con los otros niños.
El se sonrió. —¿Entonces puedo comer con los otros niños?
—Sí, mañana será un día mejor. Le vi tomar una galleta y salir corriendo a buscar a su hermano.
MI CORAZÓN INQUIETO    223
Escribí una nota y la metí en su cajita de la comida.
Querida señora Matthews:
Antílope se siente muy desgraciado comiendo solo. Por favor permítale comer con los demás niños.
Todo iba a ir bien. Habíamos empezado mal, pero todo iba a ser más fácil.
Al día siguiente cuando llegó a casa de la escuela me sentí aliviada al ver que no tenía la camisa rota y que no había lágrimas en su carita.
—Hoy ha ido mejor ¿verdad que sí? —le pregunté.
—Sí, nadie me empujó. Encontré un pedazo de vidrio verde en el patio.
Se lo sacó del bolsillo y me lo enseñó. —También he encontrado otros tesoros.
Se sacó una pua torcida, un lápiz roto y la envoltura de un chicle de su bolsillo.
—Esos son bonitos —le dije.
—Busco tesoros mientras los otros niños juegan —dijo, metiéndoselos de nuevo en los bolsillos.
 —¿No juegas tú? —le pregunté.
—No me dejan. Cuando trato de jugar, me empujan, pero no me importa porque puedo buscar tesoros.
¡Yo quería gritar. Los otros niños jugaban a juegos mientras mi hijo se quedaba solo y buscaba pedazos de vidrios rotos y clavos torcidos!
—¿Es que en el recreo no hay una maestra con ustedes? A lo mejor no sabía cómo estaban tratando los niños a Antílope.
—Sí, estaba allí la señora Matthews.
—¿Qué dijo ella? —le pregunté.
—Me dijo que no me acercase a los columpios. Yo estaba demasiado furiosa para hablar.
A la mañana siguiente llevé a Antílope a la escuela y fui con él a la clase. Allí estaba la señora Matthews y me enseñó otra vez los dientes sin que eso fuese una sonrisa.
Esperaba que mi voz no sonase demasiado furiosa cuando le hablé.
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—Mi hijo dice que tiene que comer solo en una habitación.
—Sí —me contestó— no hay espacio para él en la mesa, es un comedor muy pequeño.
—Entonces ¿hay espacio para todos los niños excepto uno ? —le pregunté.
—Sí, así es.
—Entonces los niños podrían turnarse. Mi hijo podría comer solo un día y después otro niño podría comer solo al día siguiente —le sugerí.
—No, eso no funcionaría. Los otros niños se conocen todos y están acostumbrados a comer juntos —me dijo.
—Pero mi hijo no conocerá nunca a los otros niños si está solo en otra habitación —le dije discutiendo.
—Se amoldará. Después de todo de eso se trata la escuela, de amoldarse —me dijo, como si yo hubiese tenido cinco años.
—No puede comer cuando está solo —le repetí.
—Aprenderá, a lo mejor es que en casa no tiene ninguna disciplina —me dijo y sus ojos azules parecían de hielo.
—En casa se porta muy bien —le dije— rara vez necesita disciplina.
—Las madres no siempre ven las cosas desde el punto de vista de la maestra —me respondió.
—Es posible que no, yo no soy perfecta y mi hijo tampoco lo es. Yo deseaba añadir: —Las maestras no son perfectas —pero pensé que sería mejor no hacerlo. —Busque usted otra manera de castigarle si se porta mal.
—No se le está castigando, es sencillamente que no hay espacio a la mesa.
Yo pensé para mis adentros, le están castigando por tener una madre india.
—Creo que podría usted hacerle espacio a la mesa —le dije.
—Veré lo que puedo hacer. Me enseñó los dientes de nuevo y me fui.
  MI CORAZÓN INQUIETO    225
—Por favor, Dios mío —le pedí en oración— permite que esto sea el final del asunto y que Pequeño Antílope pueda comer con los demás niños.
Pasaron los días y no cambió nada. Pequeño Antílope se trajo la comida a casa intacta, habiendo sido enviado cada día a una habitación a comer él solo.
Yo envié notas a la escuela pidiendo que se le permitiese sentarse con los otros niños, pero no obtuve respuesta a ninguna de ellas.
Pasaron dos semanas y a mí se me terminó la paciencia.
—¿Por qué no está Antílope en la escuela? —me preguntó Don una mañana— ha faltado tres días.
Cuando dije que había dejado de enviarle a la escuela Don explotó.
¿Qué quieres decir con eso de que has dejado de enviarle a la escuela? —me gritó.
—La maestra le hace comer a solas en una habitación. Le he hablado y le he mandado notas, pero no quiere escuchar. Se limita a decir: —No hay espacio a la mesa para su hijo —le expliqué. —No estoy dispuesta a mandarle a la escuela a menos que pueda comer con los demás niños.
Don se quedó callado un momento y entonces dio unos pasos tan fuertes que la casa tembló y las ventanas retumbaron cuando pegó un portazo al salir.
Miré por la ventana de la cocina y vi cómo echaba en la parte de atrás de la camioneta unos tablones de madera, un martillo y unos clavos. Chirriaron las ruedas al salir a toda velocidad del patio.
Al cabo de una hora regresó y entró en la casa. Ya no daba patadas con sus botas y parecía contento consigo mismo.
—¿Dónde has estado?
—He ido a hacer una visita a la escuela. Le dije a la señora Matthews que si no había espacio a la mesa para mi hijo, le haría una mesa propia para comer y que me mostrara dónde colocarla. Antes de que hubiese sacado el segundo tablón de la camioneta, dijo que habría espacio para Pequeño Antílope a la mesa de 226    MI CORAZÓN INQUIETO
ahora en adelante. Envíale de nuevo a la escuela mañana.
Al día siguiente cuando regresó Antílope del colegio la primera pregunta que le hice fué: —¿Dónde has comido hoy?
Me contestó con una amplia sonrisa: —He comido en el comedor, con los otros niños.
Habíamos ganado el primer round, pero era solamente el principio y nos quedaban aún muchas batallas. Ganaríamos algunas, pero perderíamos la mayoría de ellas. Teníamos que luchar por aquellos derechos que otras personas daban por sentado.
Yo le pedía a Dios todas las noches que protegiese a mis hijos en la escuela, que les protegiese de aquellos niños que eran crueles y que les protegiese en especial de aquellas maestras que tanto daño podían hacerles. Yo oraba para que algún día fuese posible que enviase a mis hijos a un colegio cristiano, donde los cuidarían, los querrían y les comprenderían y donde no tendrían que luchar para poder comer a la mesa porque siempre habría espacio para ellos.
Yo me imaginaba en mi mente a la perfecta maestra y le puse por nombre señora Baker. Sería una mujer amable y comprensiva, que amase a los niños. Por favor, Señor, envíame algún día a una señora Baker que enseñe a mis hijos.
LA PERFECTA MAESTRA
Señora Baker, gracias.
Gracias por saludar sonriente al mi hijo para que comience bien el día.
Por portegerle de los chicos mayores que intentasen empezar una pelea.
Gracias por ayudarle a desabrocharse el abrigo y por quitarle el gorro.
Y por asegurarse de que está bien abrigado cuando le envía a casa.
Se lo agradezco de verdad.
Gracias por su paciencia y por su amoroso interés.
Por ser firme, pero no demasiado severa.
MI CORAZÓN INQUIETO    227
Gracias por tener el suficiente interés como para decirle cuándo está equivocado.
Y por enseñarle algunas oraciones y canciones.
Gracias por enseñarle a decir: "¿Me permite?" y "Por favor."
Y por enseñarle el abecedario.
Si tengo que compartir a mi hijo con otra mujer nueva.
Me alegro de que sea usted "la otra mujer."
Está usted colocando la piedra del ángulo para su futuro por medio de su enseñanza;
El que llegue lejos está en sus manos.

Así que, por favor, dígale a mi hijo que intente alcanzar una estrella
¡Y gracias otra vez por ser usted la clase de maestra que es!
Los palos y las piedras puede que me rompan los huesos, pero los insultos nunca me dolerán. No, eso no es cierto. Los nombres son importantes y duelen. Dios sabía que los nombres eran importantes cuando le dijo a Adán que nombrase a todos los animales y más adelante Dios cambió los nombres de algunas personas cuando cambió el curso de sus vidas.
Mi hijo estaba jugando afuera con un vecinito cuando oí la palabra "¡mestizo!"
Abrí la puerta de atrás y les invité a que entrasen a tomar unos refrescos.
—Sí —les dije— Pequeño Antílope, Ciervo Perdido, Nube de Nieve y Tormenta Primaveral son mestizos, lo cual significa sencillamente que son medio indios y medio blancos. Ustedes saben lo que significa ser blancos, pero ¿saben lo que significa ser indios? —les pregunté.
El muchacho que le había insultado y sus dos amigos se encogieron de hombros y siguieron a Antílope ¿ti interior de la casa.
Entregué a cada uno de los muchachos una manta con la que envolverse y les senté sobre el suelo en un círculo.
228    MI CORAZÓN INQUIETO
—¿Les gustaría un poco de comida india? —les pregunté y asintieron con vehemencia.
Les di palomitas de maíz, maníes, papitas fritas, chocolate caliente y galletitas.
—¡ Pero si eso no es comida india! —replicó el bravucón.
—Sí que lo es, los indios se criaron con estas comidas cientos de años antes de que el hombre blanco llegase a nuestro país. Teníamos además azúcar de arce, papas, goma y cientos de otras comidas.
—Yo no sabia eso —dijo el camorrista y se llenó la boca de papitas fritas.
Les conté la leyenda del Pájaro de la tormenta y les canté una canción sobre Jerónimo y de repente se les ocurrió una docena de preguntas acerca de los indios.
Cuando se disponía a marcharse agarré una pelota de goma que uno de los muchachitos tenía en las manos y le dije: —Nosotros inventamos la pelota de goma hace mil años —y se la devolví.
—¡Hombre! —dijo silbando y corrió detrás de mi hijo.
—¡ Oye, Pequeño Antílope! ¿ tú crees que podrías darme también a mí un nombre indio? ¿Puedo ser tu hermano de sangre? ¿Has vivido alguna vez en un auténtico tepee?
Su voz se perdió en la distancia al salir corriendo por el patio.
Cerré la puerta y recogí las mantas del suelo.
El muchacho peleador probablemente nunca más volvería a llamar mestizo a Pequeño Antílope. En esos momentos estaba demasiado ocupado deseando ser indio en parte. El problema del día había quedado resuelto gracias a unas pocas galletas y a algunas leyendas.
Algún día volverían a llamarle mestizo y le impediría casarse con la chica que amase o le impediría obtener el empleo que desease, pero entonces un puñado de galletas no lograrían hacer que dejase de sufrir.


 

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