lunes, 19 de septiembre de 2022

VIENTO SOLLOZANTE 1 LIBRO- (5)

 VIENTO SOLLOZANTE

  1 LIBRO- (5)

 Yo sabía que le dolían los pies y que según ella yo tenía la culpa. Se había olvidado de mi cumpleaños, y ya no tenía sentido mencionarlo. El día estaba arruinado.(Satanás es especialista en arruinar)  Salí afuera y me senté en un tronco. Y entonces vi que los caballos venían acercándose al establo. Me levanté de un salto y salí corriendo cuesta abajo a su encuentro. Me iría a dar una vuelta a caballo. Eso siempre me hacía sentirme mejor.

Saqué un freno del establo y se lo puse a Cascos Atro­nadores. Le puse las riendas sobre el pescuezo para te­nerla mientras le ponía el freno en la boca.

A ella no le gustaba la idea de tener que llevarme; estaba gorda y perezosa. Se había vuelto caprichosa. Por encima del hombro miré hacia la casa. No vi a la abuela, pero resolví no demorar más ensillando a Cascos Atronadores. Si mi abuela me veía, se le podía ocurrir algún trabajo, y me impediría salir a cabalgar.

Salté sobre el lomo de Cascos Atronadores y la guié hacia el bosque. Tenía apuro por alejarme de la casa y del enojo de mi abuela.

Cascos Atronadores salió a galope tendido. El golpe de los cascos parecía haber captado el ritmo de los latidos de mi corazón. El viento frío me circundaba y penetraba mi delgada camisa.

Grises nubes se desplazaban por el cielo, como si nos estuvieran siguiendo, tratando de oscurecer la zigza­gueante senda que nos llevaba a través del valle. Mi pony corría con la cabeza baja y estirada, y con las crines y la cola flameando en el viento. Yo iba con el cuerpo inclinado sobre su pescuezo y las crines me pegaban en la cara. Tenía las riendas con una mano y con la otra entrelacé los dedos con las crines a fin de estar más segura. Tenía las rodillas apretadas a sus flancos. Parecía como si volase por el áspero terreno, mientras yo me agarraba fuertemente al animal.

Entre mis piernas sentía el violento latido de su corazón. Comenzaba a entrar en calor y le salía espuma en el pescuezo. No redujo la velocidad hasta que llegamos al cerro más alto de las cercanías. Luego la fui sujetando hasta que se detuvo, y la hice girar para ver el camino que habíamos seguido.

Me agaché y noté que ese pescuezo sudoroso temblaba entero por la galopada. Me deslicé al suelo y sentí que mis piernas también temblaban.

— Las dos estamos fuera de forma, Cascos Atronadores – dije y le palmeé la nariz. La solté para que pastara, y yo me alejé unos metros y me senté sobre una pila de grandes rocas. Me propuse cabalgar más seguido. Solía salir todos los días en una época, pero últimamente mi abuela siem­pre encontraba algo para que hiciera.

Respiré hondo. El aire estaba limpio y fresco y había olor a pinos. Me sentía mejor. Me alegraba de que hubiese decidido salir a cabalgar.

Cascos Atronadores bufaba y arrancaba hierba detrás de mí. Era un buen animal. Estaba mal acostumbrada y a veces se ponía mañera, y no era el caballo más rápido ni el mejor. Pero tenía un hermoso color semejante al sol, y era mía. No era un caballo y nada más – era la mejor amiga que tenía. Me molestaba el hecho de que ya no era joven. Mis tíos me decían con frecuencia que me convenía cam­biarla por un animal joven, pero eso era porque sólo pensaban en ella como en un mero caballo. No entendían que ella era mi amiga, y que yo no quería cambiar a mi amiga por un simple animal.

Me quedé sentada allí hasta que el tiempo dejó de existir. Soñé cosas imposibles. Medité sobre el pasado y me preocupé por el futuro.

Sólo cuando me di cuenta de lo silencioso que estaba todo, me vi forzada a volver a la realidad presente. Me pusee en pie de un salto y miré a mi alrededor. Cascos atronadores había desaparecido de la vista. Se había ido alejando de mi lado mientras yo soñaba despierta.

¡Espero que no se haya vuelto a la casa! – dije, sin saber con quién pensaba que podía estar hablando. No quería tener que caminar los cuatro o cinco kilómetros de vuelta; por lo menos no ese día.

Corrí hacia el otro lado del cerro mirando hacia todas partes. ¡Allí! Allí estaba junto a un pequeño grupo de árboles. Me acerqué rápidamente y la tomé por las trendas que se arrastraban en el suelo. ¡No estaba dispuesta a correr el riesgo de que volviera a desaparecer de mi vista! La monté de un salto y le levanté la cabeza con las riendas. Ella manoteaba el suelo mientras yo trataba de decidir hacia dónde ir. Yo no quería volver a casa todavía. Quería seguir andando, cruzar la cima y bajar por el otro lado, pero eso me llevaría por lo menos una hora más. Miré hacía el cielo. Se estaba haciendo tarde. Yo seguía du­dando. Si no volvía a tiempo para preparar la comida tendría que afrontar las consecuencias, y para ese día ya tenía suficiente. Cascos Atronadores movió vigorosa­mente la cabeza hacia arriba y hacia abajo indicándome que estaba impaciente por volver.

– Muy bien, tú ganas. – La orienté hacia la casa, pero la obligué a andar al paso. No tenía yo ningún apuro en llegar. Tenía la sensación de que este paseo había sido algo especial. No quería que se acabara, porque me parecía que no iba a haber otro paseo como éste en el futuro.

– ¿Sabes Cascos Atronadores? – le dije –. Hoy es mi cumpleaños – Movió la cabeza arriba y abajo como si hubiese comprendido.

Cuando llegamos al establo, las dos estábamos cansa­das. Me largué al suelo y le saqué el freno. Ella se puso de rodillas y se tiró de espaldas, con las cuatro patas en el aire, hasta que dio una vuelta completa. Luego se paró y se sacudió el polvo.

–No vales más de diez dólares, porque no diste más que una vuelta – le dije. Entré al establo y le preparé un poco de cebada en un balde. Antes que pudiera salir del establo, ella ya estaba masticando la cebada.

Me encaminé hacia la casa. Ya se estaba poniendo

Viento Sollozante          43

oscuro, y la abuela había encendido las lámparas a kero­sene.

El momento en que entré en la casa me llegó el olor de la comida que se estaba cocinando, y el corazón se me fue a los pies. Seguro que mi abuela estaría enojada porque había estado ausente tanto tiempo.

Me lavé las manos en agua fría y me las sequé en el borde de la camisa.

– ¿Que quieres que haga? – le pregunté, y en seguida 'agregué: – Me fui a dar una vuelta a caballo. Lamento 1 haber llegado tarde – Parecía que este debía ser mi día para andar pidiendo disculpas.

– La comida está lista – dijo, y me alcanzó un plato con papas fritas y carne de venado. Un grasa amarillenta llenaba l odo el plato. Ella siempre cocinaba todo en la misma cacerola, y al mismo tiempo, de modo que yo sabía que las papas no tendrían su gusto propio, sino el gusto de esa carne fuerte de venado., llenó su propio plato y se sentó a la mesa. Comimos en silencio. Cuando terminamos de comer, se sentó sobre la cama y se puso a remendar un vestido viejo.

Yo retiré las cosas de la mesa, temiendo que iba a pasar iuna larga noche silenciosa, cuando oí un ruido alentador. Podíamos oír los gritos y las risas mucho antes que co­imenzaran a encaminarse por la angosta senda que llevaba a la casa.

Los ojos de la abuela brillaron expectantes y se apresuró A  abrir la puerta de par en par. Yo dejé lo que estaba haciendo y me ubiqué a su lado.

Sabíamos por el alboroto que estaban haciendo, que mios tíos se habían juntado y habían fabricado otra tanda de wi sky. Era un whisky espeso y negro, veneno puro, pero garantizado para emborrachar a cualquiera.

Eran cinco y entraron por la puerta como una explosión. Nos hicimos a un lado para evitar que nos atropellaran. La ,abuela y yo nos reíamos de verlos tan borrachos. Mis tíos  gritaban y vociferaban y andaban a los tumbos por la habitación, golpeando todo.

Pedernal y Nube comenzaron a empujarse, y finalmente se embistieron mutuamente y cayeron al piso pesada­mente, envueltos en sus propios brazos, piernas y puños. Estuvieron rodando por el suelo como dos cachorros de oso en primavera.

La abuela sonreía indulgentemente. A sus ojos sus hijos no podían hacer nada malo. No importaba si rompían unos cuantos muebles, ni tampoco si destrozaban la casa. Eran jóvenes; tenían que gastar energías.

Por fin los dos lograron ponerse de pie nuevamente. Pedernal le dio un buen empujón a Nube y éste arremetió contra él con su hombro. Pedernal se dio vuelta veloz­mente y se vino contra mí, y me mandó hacia atrás por encima de una silla y me tiró contra la pared.

Me doblé en dos del dolor y me quedé sin respiración. El dolor que sentía en el pecho era casi insoportable.

Nube y Pedernal me tomaron de un brazo cada uno y me levantaron, obligándome a quedarme de pie. Todos se reían.

– ¡Se le cortó la respiración a Viento Sollozante! – dijo mi abuela, mientras estiraba el brazo para recibir una botella que le alcanzaban.

Apenas recuperé el aliento, se olvidaron de mí y me dejaron sentada en la cama en un rincón de la habitación. Me dolían los pulmones. Tenía un golpe en la parte pos­terior de la cabeza y tenía raspados los codos por el roce con los tablones del piso.

Sin embargo yo sonreía, y me reía cuando alguien decía algo gracioso, pero por dentro me sentía herida. No era solamente por la idea de que cuando Pedernal me había embestido, yo había caído con fuerza y me había lasti­mado. Eso fue un accidente. Lo que me dolía era que a nadie le importaba que me hubiese lastimado. Traté de convencerme de que estaba actuando como una niña mimada, y que debía olvidar el ardor que sentía en los codos, y el dolor de cabeza, y los dolores en las costillas. Si me quejaba, todos se reirían y se burlarían de mí, y dirían que me estaba portando como un bebé.

Mi abuela aceptaba los tragos que le ofrecían. Se reía de todo ya, y hablaba casi enteramente en kickapu. Mis tíos discutían y tomaban más. Se estaban divirtiendo de lo lindo.

Yo me escondí en las sombras de mi rincón de la pieza. Estos eran mis parientes camales, mi familia. ¿Por qué, por qué me sentía tan abandonada? ¿Por qué sentía como si se hubiese formado un círculo, y que yo había quedado excluida? ¿Era porque yo era una niña, o porque era mestiza? ¿Por qué era que parecía que nunca encajaba en ninguna parte?

Todos mis tíos se fueron yendo, excepto Pascal, y las cosas se aquietaron una vez que los demás se fueron. La conversación comenzó a tomar un tono más serio. Pascal parecía tener más ganas de conversar que de costumbre, y obraba como si no quisiese irse.

Cuando las voces se aquietaron un poco más, me en­volví en las mantas y me acosté de cara a la pared. Nadie se había acordado de mi cumpleaños. Nadie se había dado cuenta de que, según la costumbre, ese día había dejado de ser una niña para convertirme en mujer. Me dolía el cuerpo donde me habían golpeado, pero más me dolía donde me habían herido en el corazón.

La voz de Pascal se oyó hasta muy avanzada la noche, pero yo no escuchaba sus palabras ni me interesaba lo que decía. Todo lo que quería era dormir y olvidar ese día.

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