domingo, 18 de septiembre de 2022

Cap.2 -- VIENTO SOLLOZANTE- 1 LIBRO

VIENTO SOLLOZANTE

  1 LIBRO- Cap 2

16           Viento Sollozante

idea del honor o del significado de nuestro nombre tribal.

La voz de mi abuela continuaba: "Nuestro pueblo luchó contra todos. No hubo tribu en ninguna parte que no temiera el nombre kickapu. No había mejores guerreros que los nuestros. Peleamos contra los sioux, los iroqueses, los fox, los chicanas, los crics, los osages, los cheroquíes luchamos contra todas estas tribus y siempre ganamos. Los indios fox y los Illinois," se echaba a reír, "los borra­mos de la faz de la tierra. Nuestro pueblo peleó contra los franceses, contra los ingleses, y contra los españoles, y echó a los traficantes de nuestras tierras. Matamos a los misioneros y quemamos sus iglesias." Le chasqueaban los ojos de puro orgullo. "No había nadie que pudiera ganar­les a los kickapus. A nuestros guerreros les parecía que no era justo a menos que hubiera seis contra uno de los nuestros. A la gente se le paraba el corazón de miedo cuando se mencionaba nuestro nombre. Desde Maine hasta Méjico, nuestros guerreros dejaron un reguero de sangre."

Me contó los relatos de algunas de las grandes batallas docenas de veces, pero yo nunca me cansaba de oírlas. Quizá otros niños se iban a la cama con cuentos o versos para chicos, pero yo me acostaba escuchando los relatos de las espeluznantes incursiones de los guerreros kicka­pus. El corazón me latía violentamente del orgullo que sentía al oír relatos acerca de las antiguas victorias contra nuestros enemigos, y ardía de rabia ante las historias de las mentiras y las promesas quebrantadas que nos enrostraba el gobierno.

A mi abuela le encantaba relatar las historias de Ken­nekuk, al que llamaban "el profeta". Kennekuk había iniciadn una nueva religión entre los kickapus en 1830. Si bien no era la antigua religión india, tampoco era cristiana; pero tenía lo suficiente de ambas, como para evitar que "la nueva religión de los blancos" se iniciara en, la tribu.

Kennekuk murió de sarampión alrededor de 1850.

Antes de morir, prometió que volvería a la vida a los tres días. Su cuerpo fue sepultado en un pozo seco, y un gran grupo de sus seguidores esperaron al lado del sepulcro para que se cumpliera su última profecía. Al cabo de los tres días muchos se fueron, pero algunos se quedaron unos cuantos días más. Cada día se fueron ausentando unos cuantos, hasta que finalmente no quedó nadie, y el cuerpo del profeta permaneció en el fondo del viejo pozo seco en las polvorientas llanuras de Kansas. Mi abuela solía agregar siempre: — Pero quién sabe, el profeta puede regresar algún día.

Me contó mucho acerca de la batalla de Mala Hacha y la guerra de Halcón Negro, y las batallas del Riachuelo de la Paloma y del Manantial Impetuoso. Me habló acerca del cacique Keotuk, el cacique Kapioma, el cacique Ock­quanocasey, el cacique Quaquapoqua, y el cacique Wahnahkethahah. Nombres tales como Trueno Remoli­neante, Ciervo Pequeño, Caballo Blanco, y Gran Ante danzaban en mi cabeza cuando me los imaginaba lan­zándose sobre sus enemigos, matándolos y alejándose al galope con el cuero cabelludo del enemigo y los caballos robados.

En la reserva indígena el tiempo parecía inmóvil. Los días eran tan parecidos entre sí que no nos molestábamos en saber en qué mes estábamos; solamente las estaciones. Yo sabía antes de levantarme de la cama que todos los días eran iguales, ayer, hoy, mañana, siempre iguales. Sólo un nacimiento o una muerte en la familia alteraba la mono­tonía.

Cuando una de mis tías quedó embarazada, todo el mundo se alegró porque habría sangre nueva en la familia — pero la alegría se transformó en tragedia cuando nacie­ron mellizos. Era señal de mal agüero tener mellizos, por­que todo el mundo sabía que la mujer tiene que tener un solo hijo, y en consecuencia el segundo hijo era un espíritu malo que seguía al primero desde las tinieblas antes  nacimiento. El segundo bebé vivió unos cuantos días. Se fue debilitando a diario, hasta que murió.

El primer bebé fue creciendo y haciéndose fuerte. Mi tía les contaba a todos que sencillamente no tenía leche sufi­ciente para el segundo bebé. Yo nunca había visto mellizos en la reserva. Algo le pasaba invariablemente al segundo bebé; pero nadie hablaba del asunto. Sobre algunas cosas era mejor que no se dijera nada. La gente en la reserva entendía cómo debían ser las cosas, y el agente indio y las demás autoridades no tenían interés en meterse: – De manera que otro indio ha perdido a uno de sus recién nacidos ... ¿A quién le interesa?

Yo sabía que debía haber cosas oscuras, dudosas; cosas malas sobre las que mi abuela y mis tíos hablaban cuando se suponía que yo estaba dormida; pero no sabía qué cosas podían ser. A pesar de que yo era curiosa, no estaba segura de que quería saber todo lo que ocurría alrededor de mí en la reserva.

Tenía unos diez años de edad cuando uno de esos hechos oscuros irrumpió en mi vida y me dejó una sombra que me persiguió durante muchos años.

Hacía ya varias horas que mi abuela y yo estábamos dormidas, cuando repentinamente hubo unos golpes fuertes y frenéticos en la puerta. La abuela se levantó para abrir, mientras yo me metía más abajo entre las mantas, con demasiado sueño como para interesarme en lo que estaba ocurriendo. Luego oí que hablaban en voz alta y animada. Me daba cuenta, por la forma en que hablaba la abuela de que estaba alarmada. Salí de la cama, me acerqué a escondidas, me oculté detrás de ella, y saqué la cabeza protegiéndome con su camisón largo y ondeante. Me horrorizó lo que vi.

Allí en la oscuridad estaba parado un joven, desnudo, excepto que llevaba un taparrabo de piel de coyote. Es­taba cubierto de barro y tan asustado que temblaba de pies a cabeza.

Viento Sollozante             19

Le estaba implorando a abuela que lo ayudara. Decía que era recién casado y que se había trasladado al otro extremo del valle. Dijo que llevaba un solo mes de casado cuando su flamante esposa murió de neumonía. Estaba tan acongojado que fue al curandero en busca de ayuda. El curandero le dijo que podía levantar a la joven de su tumba y hacerla vivir nuevamente. El joven había seguido las instrucciones del curandero hasta el más mínimo de­talle. Se había desvestido y se había cubierto el cuerpo de barro, y cuando salió la luna llena, se había encaminado a la tumba de su esposa y la había cubierto con una piel de coyote. Había permanecido sentado una hora, dos horas, pero nada ocurrió. Durante la tercera hora la tumba co­menzó a moverse, la tierra a temblar, y se dio cuenta de que estaba ocurriendo algo malo. Esto que procedía de la tumba no podía ser su hermosa y dulce mujer; tenía que ser algo tan aterrador que su mente no podía captarlo. Se levantó de la tumba de un salto, se acomodó la piel de coyote alrededor del cuerpo, y se perdió en la noche gritando de miedo. Tenía miedo de detenerse, miedo de volver la mirada. No sé en cuántas casas se detuvo antes de llegar a la nuestra esa noche. Había corrido bastante, porque tenía el cuerpo sudado, y jadeaba constante­mente. Súbitamente comenzó a gritar, se dio vuelta y salió corriendo a la oscuridad de la noche.

– ¿Qué pasa, Shima San¡? – le susurré mientras el hombre desaparecía.

–No tendría que haber hecho eso – dijo en voz baja, tras lo cual cerró la puerta y la aseguró.

Yo no sabía qué era lo que quería decir ella, ni qué era lo que no tendría que haber hecho el hombre, pero me pareció que no quería saber nada más de la cuestión, de manera que la seguí a la cama sin más palabras.

Sentía frío y comencé a abrazarme a ella para entrar en calor, pero el momento que la toqué ella hizo un movi­miento súbito y preguntó: – ¿Qué es eso?

- Soy yo, abuela. Tengo frío.

Me arropó con las frazadas.

-¿Qué pensaste que era? - le pregunté.

Esperó mucho tiempo antes de contestar. - Pensé que era un bicho -dijo.

Me reí, sabiendo que no podía haber pensado que era un bicho. Es que yo era demasiado inocente como para comprender la profundidad de su temor.

Al día siguiente el cuento estaba en boca de todos. El joven se había encaminado a casa de mi tío.

- Dijo que sintió que algo salía de la tumba ... Dijo que no sabía qué era, pero sintió algo y la tumba se estaba moviendo. - El relato fue contado innumerables veces. ¿Pudo haber sido su mujer? ¿Habrán sido espíritus malos? ¿Acaso podía el curandero levantar muertos? ¿Qué pasó con el joven? Nadie sabía. Muchas personas lo habían visto corriendo en medio de la noche, con la piel de coyote flameando por detrás, pero nadie sabía dónde se había ido. No lo volvimos a ver; no volvió más a nuestro valle. Nadie se mudó a su casa, y nadie fue a ver si la tumba de su mujer había sido perturbada.

Nadie llegó a olvidar el incidente del todo. Tal vez pasaba un año o dos sin que se oyera hablar del asunto. Luego un grupo de personas discutía algo que no enten­dían o algo que temían, y uno de los presentes diría; "Recuerdo esa vez que -" y comenzaba de nuevo el relato del incidente. Los presentes movían la cabeza. Al­gunas de las mujeres temblaban y algunos dirían que no fue la tierra lo que se movió, sino que él mismo se movió, del miedo que tenía. Otros agregaban que tal vez el cu­randero sí tenía poder para levantar muertos. Nunca se resolvía nada. Nadie supo lo que le pasó al hombre, y luego de discutir la cuestión un rato, se encogían de hombros y movían la cabeza, y el relato pasaba al olvido de nuevo. Por un tiempo.

Capítulo Dos

LOS VERANOS se transformaban en inviernos y los inviernos nuevamente en veranos. Eran los últimos días de agosto, y ya las hojas en los árboles hablaban en susurros secos, advirtiéndonos sobre la inminencia de un otoño tempranero. Los ásteres silvestres le daban al valle una tonalidad de color púrpura profundo, y los últimos vesti­gios de la hierba loca se marchitaban. El canto de las langostas llenaba el aire todo el día como si estuvieran tratando de advertirse unas a otras que el verano llegaba a su fin; tal vez mañana mismo podía presentarse la primera escarcha.

Junté más leña y la apilé al lado de un gran árbol. Más tarde la llevaría a casa, pero ahora mismo necesitaba recuperar el aliento. Me sentía acalorada y cansada y necesitaba un poco de agua. Desde la mañana temprano había estado juntando leña. Sabía que la necesitaríamos ese invierno, pero en este momento, en este caluroso día de verano, los fuegos del invierno parecían muy distantes.

Me tiré en la hierba y me acosté en el suelo mientras la hierba me hacía cosquillas en la cara. Sentía que recupe­raba las fuerzas lentamente, pero no tenía deseos de seguir juntando más leña, por lo que rne di vuelta hasta quedar de espaldas y observé cómo las blancas nubes pasaban flotando en ese cielo turquesa.

El viento me refrescó con su aliento, y me sentía feliz de la vida. Cuando me puse de nuevo en camino hacia la casa, la tarde ya estaba avanzada.

Al vislumbrar la casa me sorprendió ver que un viejo camión azul entraba al patio. Dos mujeres y un hombre bajaron y se encaminaron hacia la puerta. Una de las mujeres tenía el rostro cubierto con las manos, y me di cuenta de que estaba llorando. Mi abuela salió apresura­damente y fue al encuentro de ellos, y puso la mano sobre el hombro de la mujer que lloraba.

Yo estaba demasiado lejos para oír lo que decían, pero tenía el presentimiento de que debía ser algo muy impor­tante, porque la abuela estaba muy seria. El hombre tenía una mirada funesta, y la otra mujer comenzó a llorar.

Me acerqué lentamente a la casa. La curiosidad me estaba devorando, pero sabía que no debía interrumpir, de modo que me quedé de pie, inmóvil y esperando..

Después  que hubieron hablado unos momentos mi abuela vlvió sobre sus pasos  y entró enla casa. Unmomento más tarde salió nuevamente, llevando una vieja manta en sus brazos. Se la entregó al hombre, y éste la llevó al camión y la envolvió alrededor de algo que había en la cama del mismo. Cuando terminó, subió y puso en marcha el motor. las dos mujeres, todavía llorando, vol­vieron a subir al camión.

Me acerqué a mi abuela y me coloqué al lado de ella, pero sin quitar los ojos del camión.

–¿Quiénes son? ¿Qué querían? – pregunté, sabiendo que no podían oírme con todo el ruido que estaba ha­ciendo el viejo camión.

–Son navajos. Viven allá abajo en los departamentos. Conocían a tu abuelo –me dijo.

–¿Por qué les diste una manta? – insistí.

– Tuvieron una muerte en la familia. Necesitaban una manta para envolverlo – contestó.

En ese momento el camión retrocedió y se alejó y, por un instante, alcancé a ver el pequeño montoncito enla parte posterior del camión.

– ¿Es ése ... es ése el cuerpo? –Yo ya sabía la res­puesta, y agregué: – Es terrible que se muera un niño.

– No era un niño. Era un hombre muy anciano – dijo mi abuela, bizqueando para ver el camión que ya estaba casi fuera de la vista.

–Pero el cuerpo ... parecía tan pequeño ...

– Sí, era el viejo Doble Ciego, el curandero de ellos. Murió furioso y maldiciendo, y la familia tenía miedo de que se volviera caminando de la tumba y anduviera ron­dándolos. Por eso le cortaron las piernas y las enterraron en otra parte. Ahora van a enterrar el cuerpo lejos de la casa. Se van a asegurar de que no pueda volver cami­nando de la tumba.

El camión había desaparecido, pero la abuela seguía bizqueando, con la mirada en la distancia, como si pudiera ver más allá del horizonte.

–Doble Ciego era un curandero malo. Se lo pasaba echándole maldiciones a alguien y obligándolo a pagarle con muchas ovejas para retirar la maldición. Tal vez ahora puedan tener un curandero bueno.

Terminé mi trabajo y me acosté, pero esa noche no dormí. Tuve pesadillas en las que aparecía un pequeño, bulto envuelto en una manta en la parte trasera de un viejo camión, y un viejo curandero arrastrándose con las manos en busca de sus piernas quebradas. Esas pesadillas las tuve muchas noches, y me despertaba temblando y aterrori­zada. Cavilaba sobre la posibilidad de que Doble Ciego volviese de la tumba. Hasta entonces no había pensado mucho en la muerte, pero ahora me pasaba bastante tiempo pensando en el viejo Doble Ciego.

Nadie hablaba sobre la muerte; traía mala suerte. Ha­blar sobre la muerte debilitaba y enfermaba a la persona.

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