lunes, 19 de septiembre de 2022

VIENTO SOLLOZANTE 1 LIBRO- (4)

 VIENTO SOLLOZANTE

  1 LIBRO- (4)

La nieve ya no parecía hermosa. Me metí las manos en los bolsillos y dejé de tener en cuenta los copos que me caían sobre la ropa. No quería volver a prestarles atención. No quería ver lo bellos que eran, para luego tener que verlos desaparecer.

Atravesé el valle y crucé el arroyo hasta llegar a la casa de mi tío. Estaba afuera hachando leña. Cuando me vio, dejó a un lado el hacha y vino a mi encuentro.

¿Pasa algo? — preguntó.

— No, pero vine para ver si tienes un poco de comida de sobra. El conejo que nos diste se va a acabar mañana por la mañana.

Les podría conseguir un par de gallinas — dijo.

Estaría bien para variar — contesté. Se me hacía agua la boca de sólo pensar en comer pollo frito —. ¿Cómo anda la caza, Nube?

Movió la cabeza negativamente.

No marcha. La nieve está demasiado profunda. Abandoné y me traje las trampas a casa ayer. No es un buen invierno. No me gusta. Mucha mala suerte. Ayer se me quebró el cuchillo. Un indio no vale nada sin su cu­chillo. Una de las trampas se cayó al arroyo y se congeló en el hielo. Estaba tratando de romper el hielo cuando se me quebró el cuchillo. Era un cuchillo muy bueno. Lo tenía desde hace mucho tiempo. Me va a costar mucho conse­guir otro tan bueno como ése; tres, tal vez cuatro pieles de zorro. Mañana voy al almacén general. ¿Necesitas algo?

— Azúcar, harina, y café — dije —y un poco de hilo. Voy a hacer unos trabajos con cuentas.

Al traficante le va a interesar. La última vez que estuve con él me preguntó cuándo iban a hacer más, tú y Shima San¡. Dijo que podría vender muchos este verano. — Miró hacia el cielo —. Es mejor que vuelvas a tu casa ya, o no vas a llegar antes de que oscurezca — dijo y desapareció por el gallinero. Unos minutos después volvió con dos gallinas y les ató las patas para que pudiera llevarlas.

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Eran pesadas y me detuve para cambiarlas de mano. Para ello tenía que poner las gallinas sobre la nieve, sa­carme el guante de una mano, ponerlo en la otra, levantar las gallinas y reiniciar la marcha. Tuve que hacerlo tres veces hasta llegar a casa.

Encerré las gallinas en la leñera. Allí estarían bien hasta la mañana siguiente. Luego tomé un hacha de mango corto y rompí el hielo que cubría el barril del agua para llevar un balde de agua a la casa. Hice dos viajes más para llevar leña. Cuando cerré la puerta por última vez esa noche, estaba totalmente oscuro afuera.

Quería decirle a mi abuela que al día siguiente íbamos a comer pollo, pero ya estaba dormida. Encendí una lám­para a kerosene y comencé a hacer un collar de cuentas. El inviemo próximo no pasaríamos frío. Tendríamos papel alquitranado en toda la casa para que ni el viento ni la nieve pudieran entrar.

Eché un vistazo alrededor y contemplé el lugar en que vivíamos y al que llamábamos nuestro hogar. Era una sola haibitación. Un rincón de la misma era la "cocina". En el p¡so había un balde de agua para tomar, con un pedazo de lela limpia que lo cubría para que no entraran bichos ni polvo. Unos cuantos estantes de madera rústica constituian la alacena. El otro extremo del cuarto era el "dormi­torio", constituido por una vieja cama doble con un col­chón apelotonado, con un montón de colchas y frazadas encima. En el centro de la habitación había una mesa redonda y grande, con cinco sillas de madera, que no hacían juego. Ese era nuestro "living" o sala de estar. Colgábamos la ropa en espigas de madera clavadas a la pared cerca de la cama, y una vieja cómoda de madera al píe de la cama guardaba unas cuantas posesiones personales.

Tenía hambre, así que abrí una lata de leche condens­ada sin azúcar, puse un poco sobre un pedazo de pan y le agregué azúcar. Lamentaba no haberme acordado de

poner la lata afuera, en la nieve, para que se enfriase. Me gustaba la leche fría, pero como no teníamos heladera ni electricidad, no podíamos conservar alimentos que se echaban a perder con facilidad.

Me quedé mirando a mi abuela mientras dormía, y deseando que de algún modo el día siguiente fuera dife­rente de los cientos de días ya transcurridos. Tal vez me sentía inquieta porque pronto iba a llegar mi cumpleaños de quince y me parecía que me estaba faltando algo en la vida.

Varias veces últimamente mi abuela me había recor­dado que cuando ella llegó a los quince, ya hacía un año que estaba casada y tenía un hijo. La mayoría de las muchachas de mi edad ya estaban casadas, pero yo ni siquiera había salido con nadie. Los únicos hombres que veía o con los cuales hablaba eran mis siete tíos, que vivían en el mismo valle. Quizá cuando llegara a los quince las cosas cambiarían.

Guardé el collar que estaba haciendo. Daba una sensa­ción linda tener algo que hacer para variar. Toda mi vida había disfrutado de una libertad absoluta para hacerlo que quisiera, pero no me había llevado mucho tiempo descu­brir que esa libertad significaba no tener nada que hacer, no tener a dónde ir, nadie que se ocupara de uno. Pronto, sin embargo, las cosas habrían de cambiar, porque iba a cumplir los quince. ¡Ya sería mujer!

Capítulo Tres

ME LEVANTÉ DE LA CAMA silenciosamente, me puse la ropa apresuradamente y salí afuera a recibirla mañana. Iba a ser un día hermoso, porque cumplía los quince años de edad. Ya no era más una niña; era una mujer. A la vista de todos ocuparía un lugar distinto. Oí a los pájaros que comenzaban sus actividades matutinas en los árboles en la ladera de la montaña.

–¡Cántame una canción alegre, pajarito! –dije, y re­pentinamente la alegría por la llegada de la mañana se acabó. ¿Por qué había dicho "pajarito"? Ese era el nom­bre de mi madre, Pajarito. No quería pensar en ella, pero algunas veces se cruzaba en mis pensamientos como una sombra a través del sol. Había permanecido en silencio casi todo el tiempo que había estado conmigo. Jamás me había perdonado por haber nacido. No podía mirarme sin recordar cuánto me odiaba. Su nombre era Pajarito, pero después que nací yo, ella insistió en que todos la llamaran "Pajarito Muerto", porque decía que ya estaba muerta. Nunca me había tocado. Cuando yo era todavía bebé, se había negado a alimentarme. Mi abuela me había salvado de morirme de hambre abriéndome la boca y dándome leche en lata y café, y grasa de tocino.

Luego un día mi madre se fue, y no volvía verla más. Nadie supo adónde se fue. Juntó sus cosas, le dijo adiós a mi abuela y a algunos de sus hermanos, y desapareció. A

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mí no me afectó que se fuera, porque ya no habría nadie que me echase prolongadas miradas impasibles con ojos distantes y fríos. Ahora ya no tendría necesidad de sen­tirme culpable por haber nacido. La familia habló sobre ella cada vez menos, hasta que finalmente no se habló más.

Yo me preguntaba ahora si mi madre recordaría que un día como ése, quince años atrás, me había dado a luz en este mundo. ¿Pensaría en mí alguna vez? ¿Viviría todavía? ¿Estaría vivo mi padre?

No, no quería albergar pensamientos tristes ese día. Hoy iba a ser un día feliz.

Oí que mi abuela andaba haciendo cosas en la pieza, por lo que le di las espaldas al sol naciente y volví a entrar.

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Tenía la esperanza de que ella recordara que era mi cum­pleaños.

   Buenos días, abuelita. Sonreí y escudriñé su rostro en busca de alguna señal de que se daba cuenta de que se trataba de un día especial.

   Te olvidaste de hacer café – dijo. Le agregó un poco de agua a la borra del día anterior y puso la cafetera al fuego.

– Lo siento – contesté. Busqué algo en que freír unos huevos y un poco de pan casero.

   A esta vieja le gusta el café por la mañana – dijo mi abuela en tono de queja, parpadeando con sus ojos llenos de sueño.

Amasé un poco la masa del pan y la deposité en la grasa caliente, esperé hasta que se puso de color moreno, le di vuelta y luego la retiré. Mi abuela estaba a mi lado espe­rando que el café comenzara a hervir.

Puse unos huevos en la cazuela, y mi abuela estiró el brazo por encima para retirar el café, justo en el momento en que los huevos hicieron saltar un poco de grasa caliente que le quemó el brazo. Hizo un movimiento repentino con el brazo y dejó caer la cafetera sobre su pie derecho. El café hirviendo le quemó los pies descalzos y ella dio un grito y saltó hacia atrás.

Me agaché para tratar de limpiarle los pies, pero ella me dio una bofetada que me hizo retroceder.

– ¡Fuera de aquí! – me dijo ásperamente. Ella sola se terminó de limpiar los pies. Se arrastró hasta el balde de agua y se echó agua fresca en los pies y las piernas.

Yo me quedé allí sin saber qué hacer, con la mejilla ardiéndome donde me había dado la bofetada. Los ojos se me nublaron de lágrimas. Me di vuelta de espaldas a mi abuela y contemplé el desayuno arruinado. Los huevos se habían quemado completamente, el pan estaba empa­pado de café, y el piso estaba cubierto de los granos del café derramado. Comencé a limpiar, echándole miradas a mi abuela. Quería que dijera algo, pero ya sabía yo lo que iba a ocurrir – el viejo método familiar del silencio. Lo usaba conmigo cada vez que yo hacía algo que la provo­caba.

Ultimamente ocurría con frecuencia creciente. A veces pasaba días enteros, y hasta a veces una semana entera, sin dirigirme una sola palabra. Me ignoraba completa­mente. Algunas veces yo aguantaba uno o dos días, ha­ciendo como que no me importaba si me hablaba o no, pero al final el silencio me vencía. Le pedía perdón para que me hablara de nuevo.

Esta vez, como nunca, yo quería evitar el trato del silencio. Resolví que cuanto antes le pidiera perdón, tanto mejor sería para arreglar la cuestión.

– Lo siento, abuela. Si hubiese hecho el café cuando me levanté no hubieras tenido que hacerlo tú, y no te hubieras quemado. ¿Te duele?

"Bueno, por lo menos esa parte ya está cumplida", pensé, mientras barría el piso.

No hubo respuesta. Estaba furiosa y pensaba seguir con mal humor por un rato. ¡Cómo odiaba yo esos silencios, y que me trataran como si no existiese! Pero eso no era más que una pequeña dosis de los peores castigos que aplica­ban los indios. En épocas anteriores, cuando alguien obraba de tal modo que acarreaba a la familia o a la tribu un deshonor imborrable, dicha persona era declarada muerta por la familia. Se entonaba una canción de la muerte, y con frecuencia se cavaba una fosa y se enterra­ban en ella las pertenencias de la persona. Esa persona dejaba de existir. La familia no volvía a mencionarla jamás. Era la peor vergüenza que pudiera tener que soportar una persona. Casi nunca se usaba ya, pero algunas veces mi abuela me daba pequeña dosis para recordarme que ella seguía siendo la jefa del hogar.

A pesar de que sus once hijos se habían ido, y que algunos estaban casados, ella seguía teniendo el control, y si ella hacía sonar las riendas, su familia obedecía.

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