domingo, 25 de septiembre de 2022

7- VIENTO SOLLOZANTE - 1 LIBRO-Pags. 64 -72

 VIENTO SOLLOZANTE

  1 LIBRO-Pags. 64 -72

El volvió a mover la cabeza.

– Hace varias horas ya que está muerta. Murió anoche. Ya estaba muerta cuando tú la viste. Me parece que debe haber andado corriendo y habrá resbalado sobre el hielo hasta ir a dar contra el alambre. . . se desangró hasta morir.

Yo volví a mover la cabeza: – No . . . – Mis labios formaron palabras, pero no nubo ningún sonido.

– Lo siento, Sollozo. Si te ayuda algo, te diré que pro­bablemente no sintió ningún dolor. Hacía tanto frío ano­che. Perdió tanta sangre en tan poco tiempo ... que no debe haber durado mucho.

Me podía oír a mí misma gritando y maldiciendo, y gritando nuevamente. Me tiré en la nieve y le di una cantidad de puñetazos.

¡La abuela y Cascos Atronadores se han ido ambas en dos días! ¡No! ¡No! ¡No podía ser cierto! ¡Había perdido todo lo que tenía! ¡Todo!

Nube no abrió la boca. Se quedó parado al lado mío mientras yo daba rienda suelta a mi dolor. Yo pensé que no dejaría de llorar nunca, pero al fin se acabó. Me quedé sentada en la nieve, inmóvil, vacía y enferma.

Nube se agachó y me levantó en sus brazos como si fuese una niña pequeña, y me llevó todo ese trayecto hasta su casa.

Yo me quedé tendida en sus brazos como un trapo sin forma. No podía mover un solo músculo del cuerpo. Me había quedado prácticamente sin fuerzas, igual que lo que le había pasado a Cascos Atronadores.

Capítulo Seis

ESA NOCHE VOLVIÓ la tormenta de nieve. El viento aullaba, y la nieve se fue amontonando rápidamente. Lo único en que podía pensar era en esa nieve blanca y fresca que estaba cubriendo a Cascos Atronadores, cubriéndola con el blanco manto de la muerte, ocultando el hielo rojo, escondiendo su río de sangre congelada.

La tormenta arreció toda la noche y todo el día si­guiente, incluyendo la noche siguiente también. Dormí la mayor parte del tiempo, pasando del desvelo al sueño sucesivamente. No quería recordar el dolor interior. No quería pensar en la vida como una pérdida tras otra, siempre perdiendo algo, sin recuperar nada nunca. Mise­ricordiosamente, la mente bloqueaba todo lo que me rodeaba, y me dejaba dormir. Recuerdo que Nube me despertó un par de veces para darme de comer, pero no recuerdo qué comí ni si hablé. Lo único que recordaba era la tormenta que arreciaba afuera, como si fuera a durar para siempre.

De algún modo se fueron pasando los primeros días, y el corazón ya no sentía tanto dolor como al principio.

No lo decía en voz alta, pero en mi corazón sentía que era el viento el que había matado a Cascos Atronadores. Era el viento el que la había asustado para hacerla correr. El viento estaba enojado conmigo, y me había castigado matando lo último que me quedaba en el mundo. Esto era lo que yo creía, pero tenía miedo de decirlo, porque temía que el viento me matara a mí si lo decía.

Comencé a pensar cómo pudo haber sido que los indios tenían tantos dioses.

Nube, ¿de dónde vino nuestra religión? — Me miró sorprendido.

           ¿Qué quieres decir?

— ¿Quién comenzó a hacer las ceremonias? ¿Cómo sa­bían qué tenían que hacer, o cuándo hacerlo? ¿Quién compuso las canciones y los bailes? ¿Cómo fue que co­menzó todo esto?

Se encogió de hombros. — ¿Cómo puedo saberlo yo? Todo eso es muy antiguo. Los antiguos empezaron hace muy mucho tiempo, supongo.

— ¿Hace cuánto tiempo? —

— ¿Cómo puedo saberlo yo?

 ¿Hace mil años? --le pregunté.

— Tal vez.

— ¿Qué hacían los indios antes de eso?

— ¿Quién sabe?

— ¡Justamente! ¡Nadie sabe nada acerca de los indios! Los antropólogos nos dicen que venimos del Asia atrave­sando el Estrecho de Bering, y que éramos de piel amarilla y que de alguna forma nos hicimos pieles rojas a mitad de camino.

Nube se echó a reír y agregó: — Y otros dicen que vinimos de los mares del sur y que teníamos piel morena que luego se hizo roja. Es gracioso cómo los expertos creen que podemos cambiar el color de la piel. — Se echó a reír de nuevo.

           ¿De dónde crees que vinimos en realidad? — Yo es­taba seria de nuevo.

— Yo creo que los indios fuimos creados aquí. — Exten­dió la mano a su alrededor, para significar Norteamérica —. Yo no creo que hayamos venido de ninguna otra parte ni de ningún otro pueblo. Siempre hemos estado aquí, nosotros somos el Pueblo, la Tierra.

           Tal vez eso sea cierto — le dije —, pero si no hay más que un pueblo indio, ¿por qué es que hay tantas religiones indias? Hasta en nuestra familia, no seguimos la verdadera religión kickapu. Mezclamos la religión de los navajos con la de los kickapus, porque la abuela y el abuelo nunca pudieron ponerse de acuerdo sobre cuál era la verdadera. ¿Es mejor la religión kickapu, o la de los navajos, o la de los sioux? ¿Quién tiene razón? ¿Cómo pueden tener razón todas, cuando son tan diferentes?

Le rogué que me contestara.

— Me cansas con todas tus preguntas. Yo no sé las respuestas. Deja de pensar en esas cosas. ¿Qué diferencia hace, después de todo? —Evidentemente lo había can­sado.

— Sí, supongo que tienes razón. ¿Qué diferencia hace después de todo? — repetí, pero seguía con el presenti­miento de que lo que uno cree tiené`mucha importancia, hace una gran diferencia, o de otro modo no me moles­taría tanto.

Ya hacía dos semanas que vivía con mi tío. Una mañana entró y se sentó a mi lado.

Sollozo, ¿te sientes con ganas de hablar?

—¿Sobre qué? —le pregunté. No quería que hablara de la abuelita ni de Cascos Atronadores, porque ese era el primer día en que no había llorado. Tenía miedo de que si las mencionaba iba a comenzar a llorar.

— ¿Sabes? Tú no puedes volver a vivir en esa casa sola. Por un lado eres demasiado joven, y por otro ... pues, no es una buena idea — dijo y empezó a sacarse la chaqueta.

Yo asentí con la cabeza. ¡Me iba a pedir que me quedara allí con el! Estaba emocionada. Yo podría cocinar y cuidar la casa para él, y él traería lo necesario para que viviéramos los dos. Andaría perfectamente. No tendríamos que vivir solos.

Antes de que pudiera decirle lo contenta que estaba, él prosiguió:

– De todos modos, he estado pensando. No puedes quedarte allí sola, y no puedes quedarte aquí conmigo porque yo me voy pronto ...

– ¿Te vas? – le pregunté débilmente.

– Sí. Mira, Sollozo, aquí ya no hay nada para ninguno de los dos. Nunca hubo gran cosa, pero ahora no queda nada. Yo puedo cazar un poco y entrampar animales y apenas logro mantenerrne, pero los animales escasean, y el precio de las pieles ha bajado otra vez. No puedo ganar como para los dos.

– ¡Yo puedo vender trabajos con cuentas! – le dije entusiasmada.

Se rio. – ¡Ah, Sollozo! Estás pensando en un manojo de dólares. Yo estoy harto de andar medio muerto de hambre todo el tiempo. – Se puso de pie y dio unos pasos por la habitación — ¿Sabes que los indios viven en mayor po­breza que cualquiera en Norteamérica? Esta es nuestra tierra. Nosotros estábamos aquí primero, y ahora vivimos en peores condiciones que todos los que viven aquí. Estoy harto, y he resuelto irme. Hace ya mucho tiempo que vengo pensando en irme. Creo que ahora los signos indi­can que puedo. Tú te irás también. Aquí no hay nada que nos detenga.

Viento Sollozante        69

   ¿Luego, me llevas contigo? – pregunté, temiendo la respuesta.

   No, porque no sé dónde voy ni qué haré. Pedernal vive en el pueblo ahora. Supongo que le va bien. Ese sería el mejor lugar para ti, también. Venderé todo lo que tene­mos, y dividiré el dinero contigo. Luego te llevaré al pue­blo y te conseguiré un lugar donde puedas vivir. Tendrás que conseguir un trabajo, pero hasta que consigas algo, Pedemal puede hacerse cargo de ti.

   ¡No puedo! Nunca he vivido en el pueblo. No sé hacer nada. ¿Cómo voy a conseguir trabajo? ¿Qué voy a hacer?

   Ya te arreglarás – contestó simplemente –. Aprende
rás a sobrevivir, y Pedemal te puede ayudar a salir a flote.
– ¡No! ¡Quiero quedarme aquí! – le dije tercamente.

   No puedes. Te morirías de hambre, o serías presa fácil de cualquier indio borracho que supiera que estás aquí sola. – Me miró significativamente y comprendí el mensaje.

   ¿Cuándo tengo que irme?

– Le pediré al traficante que venga mañana. Le venderé todo lo que pueda. Tendríamos que fimos en un par de días.

– ¿A dónde irás tú?

   No sé – dijo.

– Debes tener planes – insistí.

–No. Todo lo que sé es que quiero irme lo más lejos posible de aquí. Quiero comenzar de nuevo, y quiero tener algunas de las cosas que tienen otros también – dijo resueltamente –. Esto es lo mejor para ti también, Sollozo. Ya verás. Habrá algo para ti en la ciudad. Conocerás gente. Aprenderás un nuevo modo de vida. A lo mejor encuentres alguien con quien casarte. Sea lo que fuere, tiene que ser mejor que vivir de esta forma. – Levantó su taza de latón y la arrojó al otro lado de la habitación. Pegó en la pared y cayó al piso haciendo ruido.

Miré la taza vacía por un rato y luego pregunté: – ¿Te mantendrás en contacto conmigo?

Claro, eso ya lo sabes. Tan pronto como descubra quién soy y a dónde voy, te escribiré. Tal vez te haga llamar

— agregó.

No le creí. Apenas se fuera ocurriría con él igual que con la abuela y con Cascos Atronadores. No lo vería más. Seguí mirando a la taza vacía que él acababa de tirar contra la pared. ¡Me sentía como esa taza yo también!

Nube se puso la chaqueta nuevamente y fue a buscar el resto de mis cosas y las trajo a la cabaña. Comenzó a ordenar todo lo que le pertenecía, poniendo lo que quería conservaren una pila, y las cosas para vender al traficante en otra pila. Se iba a guardar muy poco. Todos mis traba­jos con cuentas se las íbamos a ofrecer al traficante. Pen­saba vendérselos de todos modos, pero ahora hubiera preferido conservarlos un poquito. No quería deshacerme de todo tan pronto. Levanté uno de los collares de cuentas y me lo puse un momento, pero cuando vi que Nube me miraba, me lo saqué y lo puse de nuevo en la pila para el traficante.

Después que se retiró el traficante, llevándose todo consigo, sentí como si hubiese perdido todo lo que tenía en el mundo. Nube se quedó parado a la entrada a mi lado, mirando cómo se llevaba en el camión todo lo que habíamos poseído.

— Nos vamos mañana por la mañana — dijo —. Iremos al pueblo a buscar a Pedernal primero. A lo mejor el conoce algún lugar donde puedas vivir. Yo te daré sesenta dólares, y con eso podrás empezar. Después, te arreglarás por tu cuenta.

Casi no dormí en toda la noche. Había habido demasiados cambios en muy poco tiempo, y ahora tenía que irme de aquí para siempre. Este era el único lugar que conocía, y nunca me había alejado más que unos cuantos kilómetros del lugar. Ahora me sentía como si me fueran a mandara otro mundo, afuera y muy lejos.

Apenas amaneció, Nube cargó las cosas en la caja de su vieja y herrumbrada camioneta. Con los ojos llenos de sueño, lo seguí por el sendero por última vez.

Algún día volveré aquí, pensé. Es aquí donde perte­nezco. Este es mí hogar.

Nube estiró el brazo y me alcanzó un pedazo de charqui.

— Este es el desayuno. Espero que no tengas que comer comida tan pobre otra vez — me dijo. Puso en marcha el motor. El motor estaba frío y refunfuñó varias veces antes de empezar. Me hubiera gustado que no se pusiera en marcha nunca, y que pudiéramos quedamos donde es­tábamos por lo menos por unos cuantos días más; pero al fin funcionó. En seguida estábamos en camino, siguiendo la áspera ruta que conducía a la autopista que nos llevaría al pueblo.

Estábamos llegando al pueblo cuándo me di cuenta de que no había comido el charqui. Lo había tenido en las las manos frías tanto tiempo que lo había olvidado. Mordí un pedazo y lo mastiqué. Estaba duro y seco como un pedazode  cuero viejo. A juzgar por el gusto que tenía, lo mismo daba que hubiese estado masticando un pedazo de mocasín.

                                                                                                                       No le costó mucho a Nube encontrar el paradero de Pedemal. Trabajaba en un aserradero. Esperé en la ca­mioneta mientras los dos hombres hablaban a poca dis­tancia. De vez en cuando uno de los dos miraba hacia la camioneta, y supuse que a Pedemal no le agradaba la idea de que le dejaran la carga de mi persona en esta forma. Finalmente los dos se encaminaron hacia el vehículo.

Bajé el vidrio, y Pedemal dobló el cuerpo casi en dos a fin de hablarme.

– Parece que te vas a quedar aquí – dijo –. Conozco un lugar siguiendo por esta calle donde puedes conseguir una pieza barata. Nube te va a llevar. Yo iré a verte esta noche cuando salga del trabajo.

Asentí con la cabeza. No tenía elección, y todos lo sabíamos.

En pocos minutos más Nube detuvo el vehículo frente a un lugar con varias filas de cabañas pequeñas. El letrero a la entrada decía: "Patio del Valle de Pinos".

Nube bajó y entró a la oficina. En un instante volvió con un hombre y me hizo señas de que los siguiera.

Me apresuré a seguirlos hacia una pequeña cabaña al final de la fila.

El hombre abrió la puerta con la llave y nos hizo señas de que entráramos primero. j/

Me paré en el centro de la sala y miré alrededor. Era más o menos del mismo tamaño que la de la abuela, pero ésta era muy linda. Tenía una alfombra en el piso y cortinas en las ventanas. A un lado había una cocina, con una cocina de gas y una heladera de verdad. ¡Iba a poder tener comida caliente o fría cuando quisiera! Había un baño con una bañera de verdad, donde podía estirarme en el agua caliente en lugar de tener que bañarme con el agua de una vieja palangana de latón. Los muebles eran mucho mejo­res que los que había visto hasta entonces, y había una cama grande sola en otro cuarto. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

ENTRADA DESTACADA

EL OTRO CRISTO ESPAÑOL - Juan Mackay --Pag.280

La Iglesia La Iglesia que se estableció en la América Latina es una   Iglesia que nunca conoció una verdadera reforma. Sin   embargo, en...