sábado, 17 de septiembre de 2022

- 1 Libro- Cap 1. VIENTO SOLLOZANTE

 VIENTO SOLLOZANTE

Para el Rdo. Glenn O. McPherson —porque él creyó en mí, yo aprendí a creer en mí misma.

Este libro fue publicado originalmente en inglés con el título de Cnjing Wind por Moody Press

1977 by The Moody Bible Instituto of Chicago Edición en idioma español

Editorial Vida 1978

Cubierta diseñada por Gary Roulston

Capítulo Uno

MIS PIES METIDOS en los mocasines se deslizaban silenciosamente siguiendo el curso del arroyo seco. El único sonido que se oía era el de los flecos de cuero que batían contra mi piel bronceada.

El trueno gruñía a la distancia, y unos cuantos chas­quidos de relámpago delineaban las informes nubes purpúreas, cuando comencé el lento y difícil ascenso por las abruptas rocas del despeñadero. Al rato ya tenía las manos laceradas y despellejadas de tanto agarrarme de las rocas en la oscuridad. Traté de no pensar en lo que ocu­rriría si me tomaba de una roca suelta o si llegaba a perder el equilibrio. Demasiado bien sabía que tendría que afrontar una larga y penosa caída por la escarpada ladera granítica de la montaña, lacerándome las piernas al caer.

Agudizando la vista, trataba de ver la angosta y casi invisible senda que conducía al círculo secreto en la cima de este monte sagrado. Me parecía que no podía haber habido noche más oscura que ésta. Un relámpago iluminó la ladera de la montaña lo suficiente como para que pu­diera ver las grandes rocas que tenía por delante. Ya estaba cerca de la cumbre.

Me sentía mareada, y las manos me temblaban de hambre. No había comido ni bebido nada en todo el día. Había hecho ayuno para sentirme digna de hablarle a mi dios.

En pocos minutos más le estaría hablando a mi dios, Niyol, el grande y poderoso dios viento de los indios.

Por fin llegué a la cresta de la montaña, y me apresuré para alcanzar el lugar donde estaba la piedra plana ente­rrada. Yo sabía que cientos de indios como yo se habían parado sobre esta misma piedra en el pasado remoto para pedirle ayuda a sus dioses.

Con todo cuidado retiré las plumas y el palo de mi bolso de cuero y los até con tiras de cuero crudo. Luego dibujé el símbolo de nuestro clan en el polvo y me puse de pie, cara al viento.

Me puse de pie, cara al viento.

Oh, fuerte y temible viento, poderoso por sobre todos los dioses, escucha mis palabras ...

Terminé mi plegaria y arrojé al viento el palo devocional dándole la espalda de inmediato, porque si uno ve caer el palo a tierra, significa que la plegaria no va a ser contes­tada. Yo tenía la esperanza de que el viento tomara mi palo devocional y lo elevara hacia el cielo.

El trueno me advirtió por última vez que bajara de la montaña antes que él diera rienda suelta a los corceles de la tormenta. Rápidamente pasé las manos por el polvo para borrar toda señal del dibujo que había hecho. En el mismo momento en que lo hacía el cielo comenzó a llorar, y grandes y pesadas gotas de lluvia cayeron sobre mis manos y transformaron en barro el polvo que tenía en los dedos.

Atravesé a toda prisa el espacio abierto hasta las piedras grandes que indicaban el sendero que descendía por la ladera. Las gotas de lluvia se hicieron más grandes, y lastimaban cuando me pegaban en la cara. Un violento estallido de trueno se desparramó por todas partes y me hizo saltar de miedo. Mi vestido de piel de ante ya se estaba mojando y poniendo pesado, y se me pegaba al cuerpo, haciendo más difícil el descenso palmo a palmo por la angosta senda. Mientras bajaba pegada a la ladera de la montaña, temía que un rayo me fulminara y que a la mañana siguiente me encontraran muerta.

El corazón me latía cada vez más aceleradamente. No estaba segura si temblaba por temor o por efecto de la lluvia fría, o si simplemente temblaba de hambre. Ya es­taba casi abajo cuando la grava del sendero, aflojada por la tormenta, cedió bajo mis pies. Llegué al pie de la montaña resbalando el resto del trayecto. Cuando estaba segura de que no me había pasado nada, me levanté y me sacudí el barro y le di gracias a Niyol por haberme salvado la vida. Después de todo, le podría haber dicho al rayo que me matara, o me podría haber matado al caer. ¿Acaso no era una buena señal el que me hubiese perdonado la vida? ¿Acaso no era una demostración de que yo disfrutaba de su favor? Hasta quizá significaba que había oído mi ora­ción.

Cuando llegué de vuelta a la casa, puse a secar el vestido. Estaba pesado y estirado por la cantidad de agua que había absorbido. El vestido de piel de ante pesaba unos ocho kilos cuando estaba seco, pero ahora que estaba empapado debía de pesar el doble. Algunas de las cuentas de la manga derecha se habían perdido. Iba a ser necesario reemplazarlas antes que pudiera volver a usarlo. A los mocasines iba a tener que limpiarlos esa misma noche. Si los dejaba con barro, a la mañana siguiente estarían tan duros que no me los podría poner.

Me dolía todo el cuerpo cuando por fin me acosté. Me ardían las manos en los lugares donde tenía la piel levan­tada. Todavía tenía hambre, pero no podía comer nada hasta la mañana.

"Y bueno", pensé, "bien valía la pena si es que el viento escuchó mi oración ... si es que ... si es que ..." Traté de ignorar la inquietante sensación que sentía en la boca del estómago, diciéndome que sólo se trataba de hambre. A la mañana siguiente tomaría un buen desa­yuno, y esa sensación de vacío desaparecería.

Lo último que recordé antes de dormirme exhausta fueron las palabras: "Si es que oyó mi oración ... si es que ... si es que. . ."

Estaba contenta porque creía en el dios viento. Era el más poderoso de todos los dioses indios. El dios oso era fuerte, pero dormía todo el invierno. No quería tener un dios que se pasaba la mitad del año dormido. La serpiente y la iguana era dioses feos. No me gustaban. El lobo y el águila eran hermosos y hábiles, pero a los dos se los podía matar, y se podía verles los huesos blanqueándose al sol. El dios sol era potente, pero no se le podía pedir nada de noche, y durante el día las nubes podían cubrirle el rostro.

No, el dios viento era el mejor. Podía estar en todas partes. No se le podía atrapar, ni se le podía matar. Podía voltearle la casa a uno. Podía embestirlo a uno hasta no poder hacerle frente. A veces era tan frío que podía matar por congelación y otras tan caliente que su aliento podía hacer desvanecer. Claro que el viento era inconstante: podía ser bueno o malo; podía contestar las plegarias o no, según le pareciese. Pero un dios no podía ser todo a la vez. Un dios no puede ser perfecto, y a mí me satisfacía éste.

Fue mi abuela quien me enseñó todos los secretos acerca de los dioses indios y sus leyendas. Desde antes que tuviera memoria he vivido con ella, después que me abandonó mi madre.

Nunca supe con seguridad por qué me recogió cuando mi madre se fue y me dejó. Mi abuela tuvo siete hijos y cuatro hijas, y por cierto que no necesitaba otra boca para alimentar. Sé que la desilusionó el que yo fuera mujer. En nuestra cultura los varones son todo, y las mujeres no valen nada prácticamente. Cuando nacía una niña la gente movía la cabeza tristemente y decía: "No se aflija, tal vez la próxima vez tenga suerte y le nazca un varón."

Después que pasaron unos cuantos años llegué a la edad en que podía ayudar con la cocina y la limpieza, y cualquier otra tarea que se considerase demasiado baja como para que la hicieran mis tíos. Aprendí a hacer "tra­bajo de mujeres" – a hachar leña, a desollar los animales que mis tíos mataban para alimento, a trabajar en la huerta, a dar de comer a los animales.

Yo era demasiado flaca para ser de gran ayuda, y mu­chas veces no podía cumplir con los trabajos porque no tenía la fuerza necesaria. Mi abuela movía la cabeza, ex­tendía los brazos y decía: "¡Eres perezosa! ¡Eres pere­zosa!" Luego me rasguñaba los brazos con las uñas hasta hacerme sangrar, para que la sangre perezosa saliera del cuerpo y pudiera trabajar más.

El abuelo murió cuando yo era pequeña, y poco a poco mis tías se casaron y se fueron. Mis tíos se alejaron, uno a uno, hasta que sólo quedamos mi abuela y yo en esa pequeña casa.

La cara de mi abuela tenía mil arrugas y parecía cuero viejo. Tenía los ojos negros y penetrantes como los del águila, con párpados en forma de capuchas. Tenía el pelo blanco como la nieve, y lo usaba dividido en dos trenzas. Cuando era joven había sido una mujer hermosa. Tenía entonces el pelo negro y lustroso, que le llegaba hasta las caderas. Cuando murió el abuelo, se cortó el pelo para mostrar que estaba de luto. Tomó un cuchillo y se cortó las palmas de las manos para hacer ver su dolor. En épocas anteriores las mujeres solían cortarse los dedos cuando perdían a sus maridos.

Ahora tenía las manos arrugadas y cicatrizadas, y se había herido el pulgar izquierdo de tal modo que la uña estaba permanentemente dividida en dos a lo largo; pero sus dedos eran ágiles para un mujer de su edad, y podía hacer trabajos con cuentas mucho mejor que cualquier otra mujer en el valle.

Mi abuela. Shima Saní – "Abuelita", le decíamos noso­tros. Parecía que tuviera cien años. Ella no estaba segura, pero creía que debía estar en los ochenta y tantos. Desde luego que aunque hubiese sabido exactamente cuántos años tenía, no nos lo hubiera dicho, porque siempre se corría el peligro de que el Caballo Espíritu lo oyera y dijera: "No sabía que habías vivido tanto. Ya es hora de que mueras." Y se la llevaría. La mayoría de los indios más viejos decían: "Yo tengo 104 años." Parecía ser una cifra favorita; pero es poco probable que tuviesen mucho más de 90.

Shima Saní quedó huérfana cuando era pequeña, y había trabajado en los maizales de otras personas para ganarlo suficiente como para que ella y sus dos hermanas no se muriesen de hambre. Cuando llegó a los catorce, aproximadamente, un sonriente navajo pasó cabalgando el caballo negro más hermoso que hubiese visto hasta entonces. Ni siquiera le habló, pero un mes más tarde apareció con un chal para ella y una caja de cigarros parcialmente llena de monedas para sus hermanas. Una semana después se casó con él y se fueron a una pequeña granja en Colorado, donde el también sembraba maíz. Allí tuvieron once hijos.

Yo no recordaba muy bien al abuelo, porque murió cuando yo todavía era pequeña. Sólo recordaba su piel dura y oscura y su risa fuerte y alegre, como también el olor a whisky. Venía a pie del pueblo una noche, después de haber gastado todo el sueldo de la semana en bebidas, cuando se desmayó. A la mañana siguiente su hijo Nube lo encontró, muerto por congelamiento, en un campo de maíz a menos de 400 metros de la casa.

Yo sabía que ninguno de mis tíos sintieron pesar por la muerte de su padre. Los había apaleado demasiadas veces cuando volvía borracho y furioso, y a algunos de               ellos casi los había matado. Una vez le quebró el brazo a Pascal.

Aunque Nube era el menor de mis tíos, era el más alto y el más fuerte. Cuando entraba por la puerta de la casa parecía que bloqueaba toda la entrada. Tocaba el dintel con la cabeza, y sus hombros casi tocaban ambos lados de la puerta.

Nadie era tan grande ni tan importante en mi vida como Nube. Siempre era un acontecimiento cuando venía a la casa. Yo siempre esperaba su llegada porque invariable­mente ponía una nota de alegría con algún cuento. De algún modo podía tomar el hecho más común y trivial y relatarlo de tal forma que parecía una aventura. Era mi ídolo. Me parecía que nadie en todo el mundo podía ser tan fuerte ni tan buen mozo como Nube. Podía seguir rastros de animales que ningún otro podía encontrar, y decir con aproximación de una hora cuándo había pasado por allí el animal. Con razón era el mejor cazador y tram­pero de la zona.

Mi tío Pedernal tenía la altura de Nube, pero era delgado y no tenía ni el peso ni la fuerza de Nube. Era callado y temperamental, y jamás hacía bromas ni se reía como lo hacían sus hermanos. Yo quería acercarme a Pedernal, pero siempre se encerraba cuando trataba de mostrarle amistad, hasta que por fin dejé de intentarlo y acepté el hecho de que Pedernal y yo nunca llegaríamos a sentimos muy unidos. Siempre seríamos extraños.

 Pascal tenía varios años más que Nube y Pedernal. Tenía cara triste, con líneas profundas alrededor de la boca, y una muñeca torcida que no había sido compuesta bien después que el abuelo le quebró el brazo años atrás. Era un hombre callado – demasiado callado. Nunca se podía saber en qué estaba pensando.

Una vez Shima San¡ intentó mandarme a la escuela en el pueblo, pero resultó desastroso. Los otros chicos en la clase no eran indios y se burlaban de mi nombre: Viento Sollozante. Me llamaban "Brisa Llorona". Para un indio hay pocas cosas más preciosas que su nombre, y sus bromas me dolían profundamente. Me trataban como a una salvaje indomable, y se reían de las cuentas que llevaba en el cabello trenzado.

– Los indios comen carne de perro – me gritaban ¡Escondan los perros, Brisa Llorona se los va a comer para la cena ... se los va a comer crudos!

Unas cuantas veces intenté decirles que si una persona se está muriendo de hambre come lo que encuentra para sobrevivir. Además, los perros de los indios no eran mas­cotas. No eran animales mimados e inútiles como lo son los perros ahora. Llevaban pequeñas rastras cargadas de cacharros de barro y mantas. Eran guardianes del cam­pamento. Cuando no había caza o cuando había tormen­tas de nieve y la nieve se hacía tan profunda que los hombres no podían salir en busca de carne, los perros estaban allí cerca en el campamento, y eran fáciles de agarrar. El estofado de perro salvaba muchas vidas en los inviernos crudos. Tal vez, a fin de cuentas, los indios tenían en más alta estima al perro que el hombre blanco, porque la vida del indio dependía de sus perros, con frecuencia.

Trataba de decirles que no éramos salvajes. Fueron los indios los que enseñaron a los pobladores blancos lo concerniente a alimentos tales como el charqui, las rosetas de maíz, el jarabe de arce, el maní, el maíz, las papas, el arroz, ciertas frutas y nueces. Los indios hasta tenían goma de mascar hacía cientos de años. La mayor parte de los que comían los primeros pobladores era resultado de que los indios les enseñaron a cazar, les enseñaron lo que debían plantar, y cómo preparar lo que cazaban o culti­vaban. Pero nunca me escuchaban. No les interesaban las historias ni los hechos; lo único que les interesaba era tener de quién reírse.

Día tras día me volvía a casa llorando y corriendo, mientras los demás me seguían, tirándome piedras y gri­tándome insultos. Finalmente, un día decidí que no iba a aguantar más. En lugar de correr, me quedé donde estaba y ofrecí resistencia. Fue una lucha breve, porque uno de los muchachos más grandes levantó un palo largo y me pegó en la boca.

La sangre salió a borbotones y estaba segura que me había sacado todos los dientes. Al ver la sangre sintieron pánico, se dieron vuelta y escaparon, dejándome sola en el patio de la escuela, con la boca hinchada y la sangre que me corría por el mentón y sobre el único vestido que tenía.

Corrí todo el trayecto hasta llegar a casa. Mi abuela me había visto venir y me estaba esperando en la puerta. Le conté lo que había ocurrido y ella me lavó la sangre y me cambió la ropa.

Fue un alivio para mí comprobar que lo único que tenía era un labio partido y unos cortes en la encía, pero que tenía los dientes intactos. Tenía la boca tan dolorida e inflamada que no pude comer ni hablar por un par de días. Me gustó que mi abuela y mis tíos me mimaran y me trataran bien. Los tíos estaban furiosos por la forma en que me habían tratado, y decían que mis atacantes eran un montón de cobardes.

Nube estaba tan enojado que se fue a la escuela a hablar con la maestra; pero a ella no le interesaban nuestros problemas. Le contestó que su función consistía en ense­ñarles a los chicos en el aula desde las 9 de la mañana hasta las 4 de la tarde, y que lo que le pasara a alguno de los alumnos después de las 4 de la tarde, de camino a su casa, no era cuestión de ella.

Nube volvió a la casa lleno de ira. "¡Escuelas de blan­cos!" dijo escupiendo. "¡Que sean para los chicos de los blancos! ¡Sollozo no vuelve más!"

La abuela asintió con la cabeza.

Yo hubiera podido gritar de alegría. No iba a tener que volver más a esa tortura diaria que llamaban escuela. ¡No habría más burlas! ¡No podrían correrme ni apalearme! No -tendría que soportarla mirada de enojo de la maestra. No vería más los dedos que me señalaban, ni oiría las risas burlonas de los chicos.

Interpretando al pie de la letra las palabras de mi tío, no volví más a la escuela. Mi abuela recibió varias cartas de la escuela en las que se exigía que volviera, pero se limitó a tirarlas al fuego y jamás se molestó en contestarlas. En una oportunidad vinieron algunas personas en un automóvil de lujo, pero mi abuela los atendió en el patio mientras yo me escondía en la casa. No sé qué les habrá dicho, pero no volvieron más, y el tema de la escuela no volvió a plan­tearse jamás.

Mi abuela me dio la educación adecuada para una niña de mi edad. Me enseñó a desollar animales y a curtir las pieles y cueros; me enseñó cómo enhebrar cuentas, y cómo preparar medicamentos con plantas. Durante esos largos días de tediosos quehaceres me contó repetidas veces las historias de los gloriosos días cuando los kickapus eran los "Señores de las Llanuras."

– En tiempos pasados. ,– comenzaba; y yo escu­chaba atentamente, ansiosa por no perder una sola pala­bra de los emocionantes relatos de la historia pasada de nuestra tribu.

Innumerables veces me dijo: – Kickapu, es un nombre del que debemos estar orgullosas. Nuestro nombre ver­dadero es kiwigapawa. Significa: 'Se mueve de aquí para allá,' porque nuestro pueblo siempre fue inquieto, bus­cando siempre dónde vivir, sin encontrarlo nunca. Siem­pre estábamos buscando.

Me venían oleadas de odio cuando recordaba cómo la gente se burlaba de la palabra kickapu, como si fuese una especie de chiste. Decían "kickapu" y se reían. No tenían

14         Viento Sollozante

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