lunes, 20 de febrero de 2023

LA ENCANTADORA CRISTINA BARLOW DE LA CIUDADELA- A.J. CRONIN

 

Sábado, 21 de noviembre de 2015

  LA CIUDADELA de A.J.CRONIN

 Andrés Manson es el protagonista de la novela  escrita por A.J. Cronin. Es un joven médico idealista, de origen celta. En un pueblecito  minero conoce a una joven maestra de escuela de nombre Cristina. Conforme el tiempo pasa surge el verdadero amor entre ellos. Andrés pasa por muchas contrariedades en su trabajo, pero poco a poco va avanzando en su carrera. Andrés y Cristina pasan muchas penas y pobrezas al principio de su matrimonio.
 Después de varios años , Andrés y Cristina se mudan  a londres donde el médico idealista y noble se relaciona  con gente muy poderosa y escala económicamente. Andrés en cierta ocasión tiene una aventura fugaz con Francisca Lawrence bella y acaudalada dama de la sociedad londinense. Francisca Lawrence es la mujer elegante, segura de si misma, que contrasta con la sencilles y humildad de Cristina. Para ese tiempo  Andrés se  ha vuelo cínico, frio y codicioso con lo material. La relación con su esposa Cristina está muy distante. Ella lo sigue amando pero sufre con la conducta de su marido.Al tiempo Andrés se arrepiente de su conducta equivocada, se reconcilia con Cristina y deciden regresar a vivir a un pueblo pequeño. Cristina que ama mucho a su esposo decide prepararle su comida  favorita y sale corriendo a traer jamon y otras cosas a una tienda, nuevamente sale corriendo y es atropellada por un bus. ...Andrés siente que su mundo se viene abajo..
El papel de Cristina en esta novela es de una novia, amiga y esposa con fuertes sentimientos e ideales, siempre aconseja a su esposo y en todos los momentos de angustia y adversidades, es ella quién le da apoyo y fortaleza en sus momentos mas grises.
Cristina es noble, sencilla, se viste modestamente, gusta de las flores, de leer,  de pasear en el campo acompañada de Andrés, no le gusta el derroche  ni la ostentación...
Creo que Cristina representa una Fortaleza, una Ciudadela de refugio, de apoyo sólido para Andrés...Creo que encontrar una mujer como Cristina de la Ciudadela es encontrar u verdadero tesoro...
como  un lector más de la Ciudadela..."me enamore" de Cristina

 viernes, 1 de enero de 2016

CRISTINA BARLOW DE LA CIUDADELA- A.J. CRONIN

LA CIUDADELA
EL DRAMA DE LOS MEDICOS Y LA MEDICINA 
A.J. CRONIN
1939

En, este punto de sus reflexiones llegó a la calle Riskin y entró en el número 3. Vió que el paciente era un niño pequeño, de nueve años, llamado Joey Howells, que mostraba un sarampión suave y propio de la estación. El caso no tenía importancia, pero dadas las circunstancias del hogar, muy pobre, anunciaba molestias a la madre de Joey. El propio Howells, trabajador diurno de las canteras, había estado en cama tres meses con pleuresía, sin derecho a compensación alguna, y ahora su esposa, mujer delicada, que acababa de atender a un inválido, además de su trabajo de limpiar la capilla Bethesda, se veía en la necesidad de atender a otro enfermo.
Al término de la visita, mientras Andrés conversaba con ella en la puerta de la casa, observóle con pena:
—Usted trabaja mucho. Es lástima que deba tener en casa a Idris, sin ir a la escuela — Idris era el hermano menor de Joey.
La señora Howells levantó rápidamente la cabeza. Era una mujercita resignada, de manos coloradas y brillantes coyunturas digitales, hinchadas por el trabajo.
Pero la señorita Barlow dijo que no tenía para qué retirarlo.
A pesar de la conmiseración que le inspiraba el. caso, Andrés sintió una sensación de enojo.
¿Y quién es la señorita Barlow? — preguntó.
—Es la maestra en la escuela de la calle del Banco —dijo 'la cándida señora Howells—. Vino a visitarme esta mañana. Y viendo la situación difícil en que me hallaba, ha dispuesto que el pequeño Idris continúe sus clases. Sólo Dios sabe qué habría hecho yo si también hubiera tenido que preocuparme de él.
Andrés experimentó un vehemente impulso de decirle que debía obedecer sus propias instrucciones y no las de una, maestra de escuela entrometida. Sin embargo, comprendió que la señora Howells no era culpable. Por el momento, no hizo comentarios, pero mientras regresaba por la calle Riskin su rostro mostraba acentuado disgusto. Le molestaba la intromis especialmente en su trabajo, y odiaba sobre todo a las mujeres intrusas. Mientras más pensaba en ello más se encolerizaba. Era una evidente contravención de los reglamentos mantener a Idris en la escuela mientras su hermano Joey padecía de sarampión. Decidió de repente ver a esta oficiosa señorita Barlow y tratar con ella el asunto.
Cinco minutos después, subía la pendiente de la calle del Banco, penetraba en la escuela y, después de pedir indicaciones al portero, se encontraba frente a la sala de clase de los más pequeños. Golpeó la puerta, entró. Era una gran sala separada, bien ventilada, con un fuego ardiendo en un extremo. Todos los niños eran menores de siete años, y como entró a la hora de la merienda, cada cual tenía un vaso de leche —parte de un sistema de asistencia introducido por la rama local de M. W. U. Sus ojos dieron al instante con la señorita. Estaba ocupada escribiendo sumas en el pizarrón, dándole a él la espalda, y no lo observó por de pronto. Pero de repente se dió vuelta.
Era tan diferente a la mujer intrusa de su indignada imaginación, que vaciló. O fué tal vez la sorpresa reflejada en sus ojos obscuros, lo que inmediatamente hízole perder su aplomo. Se ruborizó y dijo:
¿Es usted la señorita Barlow?

—Sí—contestó ella. Era una delicada jovencita que llevaba una pollera café de paño escocés, medias de lana y pequeños zapatos sólidos. De su misma edad, adivinó; no, más joven, de unos veintidós. Ella lo examinó con la mirada, algo incierta, sonriendo débilmente, como si, fatigada de aritmética infantil, le agradara una distracción en este hermoso día de primavera—. ¿No es usted el nuevo ayudante del doctor Page?
—Eso apenas importa, —respondió secamente—, aunque, de hecho, soy el doctor Manson. Creo que tiene aquí un agente de contagio. Idris Howells. Usted sabe que su hermano tiene sarampión.
Hubo una pausa. Los ojos de la profesora, anque interrogantes ahora, seguían benévolos. Echándose atrás el pelo rebelde, respondió:
—Sí, lo sé.
El que ella no tomara a lo serio su visita volvía a irritarlo.
 —¿No se da cuenta de que es enteramente contra los reglamentos el tenerlo aquí?
Ante semejante tono se le acentuó el color y perdió su aire de camaradería. Andrés no podía menos de advertir cuán fresca y clara era su piel, con un lunar pardo pequeñito, exactamente del mismo color de sus ojos, en su mejilla derecha. Era muy frágil en su blusa blanca, y ridículamente joven. Ahora respiraba más bien aceleradamente, pero, sin embargo, habló con calma:
—La señora Howells estaba en una situación desesperada. La mayoría de estos niños ha tenido el sarampión. Los que no, lo tendrán seguramente, tarde o temprano. Si Idris se hubiera quedado en casa, le habría faltado su leche, que le está haciendo tanto bien.
—No es cuestión de su leche —dijo él, alzando la voz—Debe estar aislado.
Ella replicó tercamente:
—Lo he aislado... en cierto modo. Si no lo cree, mire usted mismo.
El siguió la mirada de la maestra. Idris, de cinco años, sentado solo en un pequeño escritorio cerca del fuego, parecía extraordinariamente contento de la vida. Sus ojos, de un azul pádo, abiertos desmesuradamente, miraban satisfechos, por encima de su vaso de leche.
Eso enfureció a Andrés. Rió despreciativo, ofensivamente. —Tal puede ser su idea del aislamiento. Temo que no sea la mía. Debe enviar ese niño a su casa, al instante. Los ojos de la maestra despidieron leves destellos.
—¿No se le alcanza que yo soy la que mando en esta clase?
Usted podrá ordenar a la gente en esferas más elevadas. Pero aquí es mi palabra la que vale.
El la miró con enfadada dignidad.
—¡Usted está violando la ley! No puede tenerlo aquí. Si lo hace, tendré que denunciarla.
8e miraron por un instante, tan de cerca, que él pudo advertir la suave palpitación de su cuello y el brillo de sus dientes entre sus labios separados. En seguida, dijo la maestra:
—No hay otra cosa, ¿no? —Se volvió bruscamente a la clase. ---De pie, niños, y digan: "Buenos días, doctor Manson. Gracias por haber venido."
Un alboroto de sillas mientras los pequeños se levantaban y cantaban su irónico saludo. A Manson le ardían las orejas mientras ella lo acompañaba hasta la puerta. Sentía una impresión exasperante de derrota, a lo que se añadía la infeliz sospecha de que se había conducido mal al perder la tranquilidad, mientras ella había dominado tan admirablemente la suya. Buscó alguna frase aplastante, alguna aguda salida final intímidadora. Pero antes de que le acudiera a la imaginación, la puerta se cerró lentamente en sus  narices.

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