Martes, 1 de marzo de 2016
TRISTE HISTORIA-LA MUERTE ACLARA UN MISTERIO Por Axel Munthe
"encontré sentado al chiquillo medio desnudo comiéndose una
patata cruda. Me
miró- con ojos de terror e instintivamente alzó uno de sus bracitos malnutridos
en ademán de parar un golpe."
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Conmovedor relato
tomado de las memorias
tomado de las memorias
de
un famoso médico
LA MUERTE
ACLARA
UN MISTERIO
ACLARA
UN MISTERIO
Por Axel Munthe
Condensado
de
«La historia de San Michele»*
«La historia de San Michele»*
1959
AXEL MUNTHE, médico y
siquiatra sueco, fue durante muchos años uno de los galenos más de moda en
París. Habiendo desmejorado su salud, abandonó su lucrativa clientela y se
refugió en su retiro de San Michele, en la isla de Capri. Más tarde se estableció
en Roma, donde repitió sus triunfos de París. Ya al final de su carrera volvió
a Suecia como médico de la casa real; y en ese período terminó su libro extraordinario
de memorias: «La historia de San Michele». El Dr. Munthe murió en
1949 a la edad de 92 años.
UNA NOCHE, al regresar
tarde a mi casa y consultorio de Paris, encontré esperándome a la puerta
un coche que me traía una llamada urgente para que acudiera a cierta casa de la
rue Granet. Allá fui. Me recibió una mujerona de aspecto desapacible que dijo
llamarse Madame Réquin; era partera
Me condujo a una habitación del
último piso. Había allí toallas y sábanas manchadas de sangre esparcidas por
todas partes. Sobre la cama yacía, más muerta que
viva, una joven excepcionalmente bella. Yo no soy
especialista en obstetricia pero, después de un rápido examen, me puse a
atenderla. Todo salió bastante bien y hasta la misma criatura, que estaba a
punto de perecer asfixiada, volvió a la vida después de un vigoroso
tratamiento de respiración artificial.
Se salvaron en una tabla la madre
y el hijo. Se me habían agotado absolutamente todos los materiales para
contener la hemorragia; afortunadamente di con
una maleta entreabierta llena de finísima ropa interior de mujer que rasgué
en pedazos para taponar.
Poco después alcancé a ver en el suelo un broche de diamantes que
sin duda había caído cuando estuve escarbando la maleta.
—Ma foil —exclamó Madame Réquin—. Con eso me pagaré la cuenta ... en el peor de los
casos. Una nunca está segura con estas damas extranjeras. Podría antojársele
marcharse tan misteriosamente como vino ... ¡Dios sabe de dónde!
Antes de irme le di a Madame Réquin el prendedor para que lo guardara.
Unas dos semanas después recibí
una carta de la partera. Me informaba que la dama se había restablecido y que
se había marchado —no sabía adónde— después de pagar cumplidamente sus
cuentas. Además, había dejado una suma considerable
para
ser entregada a
cualquier matrimonio respetable que quisiera adoptar al niño.
UNA MAÑANA, tres años después,
leyendo el periódico a la hora del desayuno, me encontré esta noticia:
UN
ASUNTO MACABRO. Madame Réquin, de la rue Granet, ha sido detenida en
relación con la muerte de una niña desaparecida en circunstancias sospechosas.
Se la acusa también de haber hecho desaparecer otras criaturas que habían sido
confiadas a su cuidado.
Se me cayó él periódico de las manos.
¡Madame Réquin, rue Granet! Ya había olvidado el incidente. Me sentí satisfecho
al recordar que me había sido dado salvar dos vidas. Pero otro pensamiento
cruzó por mi mente. ¿ Qué más había hecho yo por
ellos? ¿ Qué había hecho yo por
aquella madre abandonada por otro hombre en el momento que más lo necesitaba?
«¡Juan, Juan!» la había oído gritar
cuando se hallaba bajo la influencia del cloroformo.
Obtuve permiso de las autoridades
para visitar a Madame Réquin. La comadrona me reconoció inmediatamente.
Le pregunté por el niño y me aseguró
que estaba en Normandía muy contento y que sus padres adoptivos —un zapatero y
su mujer— lo amaban entrañablemente. No creí que me dijera la
verdad y presentí que el chico había muerto; sin embargo, le pedí las señas y le exigí que me devolviera el broche de diamantes.
Nunca había estado yo en Normandía; era la época de Navidad y resolví darme
unas merecidas vacaciones. Justamente el día de Navidad llaméala puerta del
zapatero. Sobre el piso de piedra de una cocina maloliente
encontré sentado al chiquillo medio desnudo
comiéndose una patata cruda. Me miró- con ojos de terror e instintivamente alzó uno de
sus bracitos malnutridos en ademán de parar un golpe. Lo tomé en
mis brazos. Lo senté sobre mis rodillas y ahí se quedó quietecito y en silencio
absoluto.
EL zapatero me dijo que le
gustaría poder deshacerse del chico. Su mujer fue del mismo parecer, puesto que
ya tenían un hijo propio y dos más más en pensión.
C'est un*enfant triste
—agregó _.
Nunca habla, ni siquiera dice «mamá"; nunca sonríe.
Lo envolví en mi manta de viaje y
me lo llevé a París en el tren expreso de la noche. Juanito dormía tranquilamente
mientras yo me devanaba los sesos pensando qué iba a hacer con él. Por fin
decidí llevarlo a mi propia casa.
—Rosalía dije a mi ama de llaves
cuando llegué—: toma, aquí tienes dinero,
cómprate un vestido blanco, un par de delantales y cualquier otra
cosa que pueda hacerte falta. Tú vas a ser la niñera de este angelito.
No HABÍA pasado
mucho tiempo cuando me llamaron de Londres para una consulta. Aunque no
conocía a la que iba a ser mi paciente, había tratado con buen éxito a un
pariente suyo, lo cual fue sin duda la causa de que me llamaran. Supe que el coronel, su esposo, se empeñaba en que
debía consultar con un especialista en enfermedades nerviosas y, pese a la
inexplicable aversión que ella tenía a los médicos, se dispusieron las cosas
de modo que yo me sentara a su lado a la mesa, con el objeto de que me pudiera
formar al menos una idea del caso
Supe que el marido la
adoraba, que vivía rodeada dé lujo y comodidades, que tenían una hermosa casa en
Grosvenor Square y una de las más refinadas y
antiguas mansiones campestres de Kent; pero ella parecía perdida en
un constante divagar, como en busca de algo. En un tiempo se había interesado
por la pintura. Ahora no le interesaba nada. Digo mal: se interesaba por el bienestar de los niños desamparados y
daba buenas sumas de dinero para jardines
infantiles y orfanatos.
A la hora de comer descubrí que mi paciente era extraordinariamente bella. Me
sorprendiótambién la profunda expresión de tristeza de sus preciosos ojos
negros. Había algo así como una total falta de vida en su rostro. Parecía
aburrirle mi compañía y no prestó atención a cuanto le dije acerca de la
exposición de cuadros de aquel año.
En espera de ser más afortunado,
le conté que había pasado toda esa tarde en el hospital de niños de Chelsea:
para mí había sido aquello una revelación, no obstante ser asiduo visitante del Hópital des Enfants Trotívés de París. Le hablé de los millares de
niños abandonados que inundaban las provincias de Francia. Me miró entonces por primera
vez sin aquella expresión insensible
de antes.
CUANDO
volví a casa, Juan pareció contento de
verme, pero estaba muy pálido y
delgaducho.
Dos semanas después
me sorprendió encontrar al coronel en mi sala de espera. Díjome
que su esposa había venido a París
de compras y que le gustaría mucho que yo la acompañara
a visitar uno de los hospitales de
niños.
Convinimos en que
vendría a buscarme después de la consulta. La sala de espera estaba aún llena de clientes cuando llegó en su elegante landó. Le mandé a decir con Rosalía que tuviera la bondad de
esperarme en el comedor mientras yo terminaba de atender a mis pacientes. Media hora después la encontré con Juan sentado en sus faldas, muy distraída con los juguetes que el chico le enseñaba.
La
llevé aparte y le conté que el niño era huérfano, con
una historia muy triste. Ahora estaba bien,
con Rosalía
y conmigo, mas yo no estaría seguro de que hubiera olvidado su pasado mientras no lo viera sonreir.
—Es verdad —comentó
tristemente—. No ha sonreído ni una sola vez mientras me mostraba sus juguetes, como suelen hacerlo otros niños.
—Muy poco es lo que
sabemos de la mentalidad infantil; desconocemos el mundo de los niños —le dije yo—. Solamente
el instinto maternal es capaz de penetrar una
que otra vez
la sutil maraña de sus pensamientos.
Como respuesta, se fue
derecho hacia donde estaba Juan e
inclinándose lo besó tiernamente. El chico la miró con ojos llenos de sorpresa.
—Quizás
ése es el primer beso que
le dan — dije yo.
Cuando llegó Rosalía
para llevárselo a dar su paseo de la
tarde, su nueva amiga propuso en cambio que ella lo llevaría consigo en su landó.
Desde
entonces comenzó una vida distinta
para Juanito. Todas
las mañanas llegaba la hermosa dama con un juguete nuevo; todas las tardes paseaba con él en coche por el Bosque de Bolonia.
Rosalía
me contó que ál regresar de
sus paseos, la
linda extranjera insistía siempre en
que debía ser ella misma quien subiera
al niño a su cuarto. Después, se quedaba
para ayudar
a bañarlo y, más adelante, ella misma lo
acostaba y no se apartaba de la
camita hasta dejarlo dormido.
El coronel me
dijo que habían resuelto quedarse en París, no sabía por
cuánto tiempo, ni le importaba, ya
que su esposa nunca había sido más
feliz. Y tenía razón: la expresión de su rostro
había cambiado por completo; en sus
ojos brillaba una ternura infinita.
El chico no
dormía normalmente. Con mucha
frecuencia, al ir a darle un vistazo antes de acostarme, lo encontraba
con la carita encendida. Rosalía decía que tosía toda la noche. Una mañana alcancé a oír la
fatídica crepitación en la parte superior
del pulmón derecho: demasiado bien sabía yo lo que aquello quería decir.
Tuve que confesárselo a su nueva amiga. Ella
me dijo que ya lo había sospechado.
Quizá lo supo antes que yo.
Quise conseguir una
enfermera, pero ella no lo consintió; me rogó que le permitiera ser
ella misma la enfermera y
yo tuve que ceder. En realidad, eso era lo
mejor que se podía hacer: el
chico mostraba un gran desasosiego, aun estando dormido, tan pronto como
ella salía de la habitación.
Dos días
después, Juan sufrió una leve
hemorragia, por la tarde le subió la fiebre y se hizo evidente que el curso
de la enfermedad sería rápido.
—No vivirá mucho —comentó Rosalía llevándose el
pañuelo a los ojos—. La cara es ya la de un
angelito.
Gustaba
de sentarse en el regazo de su tierna
enfermera, mientras Rosalía le hacía la cama pára la noche. Juan siempre me
había parecido un chico inteligente, de carácter dulce; pero nunca hubiera dicho que era un niño guapo. Ahora lo
miraba y
me
parecía que habían cambiado todos los rasgos de su fisonomía; tenía los ojos más grandes y más oscuros. Habíase trasformado
en un niño bello, bello como el Amor.*. o como el
Ángel de la muerte.
Observé
esos dos rostros, pegado el uno al otro, mejilla con mejilla, y me quedé absorto.
¿Podría ser posible que el infinito amor
que irradiaba del corazón de esa mujer hacia ese niño moribundo
tuviera la virtud de
trasformar los rasgos de su carita en una vaga imagen de ella? La misma frente
despejada, la
misma curva exquisita de las cejas, las mismas
larguísimas pestañas.
Hasta el mismo gracioso moldeado de los
labios hubiera sido igual, si los hubiese visto sonreir ... como la vi sonreir a ella esa noche en que, en sueños, él, murmuró por primera vez la más dulce palabra
en la boca de un niño y la más grata a los oídos de toda madre:
«mamá, mamá».
Ella
lo había metido en su camita. El chico, sobresaltado, no podía dormir
y ella no se apartaba un momento de su lado.
Por fin se adormeció. Yo la hice retirar a la fuerza para que se recostara a
descansar siquiera una hora; Rosalía le
avisaría tan pronto como el niño
despertara. Cuando volví a la habitación, al rayar el alba, Rosalía se llevó el dedo a los labios:
—Shss ... ambos están
dormidos —y en un susurro me dijo—: Mírelo, está soñando.
Estaba completamente
inmóvil y tranquilo,
los labios entreabiertos en una encantadora sonrisa. Le puse la mano
sobre el corazón. Estaba muerto. Volví
los ojos del rostro del niño sonriente al de la mujer que dormía en la otra cama. Ambos eran exactamente
iguales.
Por la mañana lo bañó
y lo vistió por última vez.
Ni siquiera permitió que Rosalía le ayudara a
colocarlo en el ataúd. Cuando cerré la
tapa estalló en sollozos y me dijo que no podía separarse de él ni dejarlo solo en un
cementerio extranjero.
—¿Por qué separarse de él? —le
respondí— ¿Por qué no llevárselo a Inglaterra
para tenerlo cerca en el precioso cementerio de su parroquia de Kent?
Sonrió a través de las lágrimas. Era la misma sonrisa del chico.
—¿Podré hacerlo? ¿Será posible? —
exclamó casi con alegría.
—Puede hacerse y se hará.
Levanté la tapa y ella le dejó un ramo de violetas junto a la mejilla.
—No
tengo más que ofrecerle —volvió a sollozar.
—Me parece que también le gustaría
llevarse esto —dije yo sacando del bolsillo
el broche de brillantes y prendiéndolo
en la almohada—: perteneció a su
madre.
No respondió una palabra; extendió los brazos hacia su hijo y, cayó sin
sentido.
HE VISTO la tumba de Juan. Yace en el pequeño cementerio de una de las más hermosas
iglesias parroquiales de Kent: está cubierta de violetas y velloritas y
llena de trinos de mirlos que allí van a cantar. A su madre no la he vuelto a ver. Más vale así.
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