Domingo, 16 de Octubre de 2016
SOLAMENTE UNA VEZ..
Por FULTON OURSLER
1947
ESTA
narración parecerá increíble a quien no haya
experimentado en su propia vida el milagro de ver el amor humano
triunfante del tiempo y la distancia.
Voy a contar escuetamente, sin añadir
nada de mi cosecha, lo que le ocurrió
a Linda Watkins, a las tres de cierta
madrugada invernal del año de gracia de 1927.
A
decir verdad, la aventura de Linda empezó
meses antes en Nueva York una tarde de octubre cuando la muchacha
cruzaba Washington Square bajo la lenta lluvia
multicolor de las hojas arrancadas por
la brisa. En dirección contraria avanzba
un organillo de ruedas empujado
por un viejo de cara como tallada en nogal,
que llevaba posado en el hombro un
taciturno papagayo. Mientras daba vueltas
al manubrio del asmático instrumennto, cl viejo entonaba cierta canción
sentimental de una opereta romántica ya muy apolillada:
Solamente una vez en la la vida podemos el amor...
interrumpiose al ver a Linda y, sombrero
en mano, ofreció con una sonrisa:
—¿La buenaventura, señorita? Sólo cuesta
cinco centavos.
Apenas
había abierto Linda la bolsa, cuando el
papagayo hundió la cabeza en un cajón
del organillo para sacarla en seguida con un sobrecito azul en el pico.
Pero una ráfaga de viento arrancó de los dedos
de Linda el sobre, que voló por el aire y fue a posarse en la elevada
horqueta de un árbol.
—¡Le daré otra buenaventura, señorita!
—ofreció el viejo.
—¡No, no, de ningún modo! — exclamó alguien a su espalda con una Voz de claro
timbre.
Fue la primera vez que Linda oyó y vio a Juan. Era un joven alto y fornido que miraba embelesado los cabellos dorados
de Linda, sus ojos azules y su sombrerillo
verde adornado con una pluma roja.
Sin cuidarse de que ello estaba prohibido, el joven trepó árbol arriba hasta llegar a la horqueta, alcanzó el sobre y bajó de un salto-- con un hermoso rasgón en
una rodilla de los pantalones.
Linda extrajo aguja e hilo de su bolsa y
propuso sonriente:
—Si
quiere sentarse en este banco...
—¡Lea usted antes la buenaventura, por
favor!
Linda sacó del sobre un papelito que tenía, pobremente impresas, estas
seis palabras del Nuevo Testamento:
«Amaos los unos a los otros».
Aquella
frase, por supuesto, era una flamante coincidencia.
Mas para Linda y para Juan, el encuentro casual en el crepúsculo de otoño, y
el golpe de brisa que arrebató el sobrecito
azul, significaron una colisión con
el misterio de la vida cuyos unicos
indicios fueron las palabras ,de la
Escritura y la canción de
la luna azul.
Todas las tardes que siguieron a aquélla, Linda y Juan vagaron cogidos del brazo
por las ruidosas calles próximas a Washington Square. Empezaron por contarse sus vidas. Linda estudiaba
dibujo industrial y vivía sola en el primer piso de una casa de ladrillo rojo que daba al parque.
Su madre era \ viuda y residía en Wáshington. Juan, según su propio
concepto, era escritor, pero aún no había vendido
ninguna de sus producciones; mientras
llegaba el día venturoso, ganaba lo
bastante para vivir, y hasta para mandarle algún dinerillo a sus padres,
escribiendo en una revista
comercial dedicada a la propaganda de
bebidas gaseosas.
Cuando arreció el frío, la pareja abandonó
las calles para sentarse ante la llama azulada
del carbón que ardía en la reducida chimenea de Linda, y forjar ingeniosos ardides
con que hacer frente a la carestía de la
vida. Ya empezaban a pensar en casarse,
cuando la madre de Linda tuvo una conversación
privada con Juan.
—Bien
sabe Dios — le dijo — que, si ustedes
insisten en casarse inmediatamente, nada podré hacer para impedirlo.
Pero Linda tiene sólo diecinueve años; es todavía demasiado joven. Solamente les pido que
esperen. Quiero que Linda esté bien segura de sus sentimientos. Si espera hasta cumplir los veintiún años, me
propongo hacerla independiente para toda la
vida. Hablando con franqueza, Juan,
¿le parece bien hacer que Linda sufra
los rigores de la pobreza, cuando una
pequeña espera puede darle la certeza de su amor y, además, el
bienestar material? Y en cuanto a usted, tengo un proyecto
estupendo.
Juan
se quedó mirando a aquella dama tan mesurada, tan segura de sí misma, y sintió que su felicidad se derrumbaba. «No
le parezco bien para su hija », pensó. «Cree
que el tiempo puede desbaratar nuestro amor». Luego preguntó:
—¿Qué
proyecto es ése?
—¡Hay
un puesto excelente para usted en la oficina que mi marido tenía en Londres.Usted y Linda pueden escribirse
tanto como quieran; pero no han de verse en
dos años. ¡No es eso pedir mucho tratándose de una madre previsora!
Linda manifestó el más absoluto desprecio al dinero y el bienestar. Pero Juan creyó que la mamá tenía razón: Linda
era demasiado joven.
La
muchacha se obstinó en vencer la resistencia de su novio; media hora antes de salir el barco
luchaba aún por convencerlo de que saltase a tierra.
—
¿Por qué no dejas ahora mismo el barco? ¿Por qué no nos casamos inmediatamente
?
—Suponte — respondía Juan — qu sigo
fracasando toda la vida. Suponte que llega un
día en que te cansas de ser pobre y me lo reprochas.
—¡Nunca
me importará! ¡Nunca me importará, Juan!
Por un instante, Linda vio que la vacilación
asomaba a los ojos de su novio,
En
aquel instante subió dc1 muelle áspera voz de mando:
«¡Todos
los visitantes a tierra!»
Linda se encontró sola en el muelle, viendo cómo levantaban la plancha y cómo
iban recogiendo los largos cabos. Se oyó un
ruido seco, que para Linda fue Cruel, y el hermoso barco iluminado
empezó a flotar libre de trabas, río abajo.
Aún vio un instante a Juan, que
saludaba casi montado en la
barandilla. Luego se lo tragó, la oscuridad.
De
vuelta en su cuarto, Linda se sintió presa
de acongojadora convicción. Juan no la quería de veras porque de otro modo no la hubiese dejado. Su partida era un sacrilegio contra el
don que solo se recibe una vez en la
vida. Dejaría que su amor por él
muriera lentamente, aun cuando fuese
sólo para vengar tamaña traición. Un
gemido desgarrador se escapó de los labios de Linda; un
gemido que pareció perforar la noche y
lanzarse hacia el mar.
Se
tendió, sin fuerzas, en el lecho y permaneció
allí inmóvil e insomne mientras la
campana de un reloj distante marcaba las horas, una tras otra. Cuando logró dormirse tuvo una pesadilla en la que el barco de Juan, víctima de una maldición,
perdía el rumbo y vagaba desorientado sin
hallar puerto. Súbitamente, Linda se incorporó en el lecho... Alguien estaba silbando al pie de su ventana
la tonada:
Solamente
una vez en la vida podemos hallar el amor...
¿Estaba
despierta o seguía soñando?
El silbido era de desconcertante realidad. Se calzó las frías chinelas y corrió a la ventana. Vio a un policía parado en la acera
de enfrente.
—¡Oiga!—le
gritó. — ¿Estaba usted silbando algo'
—No señorita. Siento que ese tipo la haya
molestado. Ya le dije que se callara.
—
¿Qué tipo? — preguntó Linda ¿Dónde está?
El
policía se acercó a la ventana.
—Es muy extraño — explicó—. Le di la espalda por un momento y al volver a mirar ya no estaba allí. No sé donde puede
haberse metido.
Despidiose el policía y atravesó la calle
en dirección a Washingtort. Square. Linda
encendió todas las luces del cuarto. Se
sentía presa de indecible congoja. Aquella música no podía ser mera coincidencia.
Cuando oyó nuevamente el silbido se puso una bata, abrió la puerta y se lanzó a
la calle.
¡Allí
estaba Juan¡
CUANTO más pienso en Linda y Juan, estoy
más seguro de que los que aman apasionadamente
tienen el milagroso don de la
telepatía. ¿Qué otra causa pudo arrancar a Juan de la barandilla cuando
el barco estaba ya surcando la bahía?
Sintió adueñarse de él espantosa tristeza que más parecía aguda enfermedad. No
era la simple herida de la ausencia que empezaba
a dolerle; era una íntima urgencia, un
torturante malestar físico que le llenaba el corazón de un terror
indefinible y extraño.
Cuando el hombre siente con tal intensidad es porque está bajo el imperio de fuerzas más persuasivas que la razón. No había lógica alguna en esa su
convicción repentina de que le era indispensable
volver junto a Linda inmediatamente y a toda costa, si no quería perderla para siempre. Tampoco había lógica en la veloz carrera con que atravesó la cubierta y subió la escalera del puente. Como un poseso, agarró al capitán del barco
por los hombros.
—Capitán—dijo mintiendo con aplomo —. Tengo la misión de llevar a Londres importantísimos documentos. Pero he
dejado la cartera que los contiene.
— ¿Qué quiere usted que yo haga, señor ¿Subir el río otra vez, atracar en el
mueelle y esperar a que usted busque papeles?
— contestó de mala guisa el capitán.
—¡Yo
tengo que salir de este barco! —rugió Juan.
—Está bien — repuso el capitán-. Lo único que se me ocurre es esto. Dentro de poco bajará el práctico y usted puede
volver con él a Nueva York.
Eran las tres de la madrugada cuando Juan vio brillar entre la niebla las luces de
Washington Square; apostose bajo la ventana
de Linda, y se puso a silbar la canción.
Casi en seguida apareció el policía. Juan
simuló seguir adelante y cuando el guardia volvió la cabeza se escondió en la
entrada de un sótano. Cuando ya no se oyeron los pasos del policía, volvió a silbar.
Linda
abrió la puerta y buscó ansiosamente en la
penumbra con ojos iluminados por la fe.
Ya llevaban un rato en el cuarto, calentándose al fuego de la reducida chimenea
y esperando el café que Linda preparaba,
cuando ella recordó súbitamente:
—Mi madre va a llegar de Wáshington a
las seis.
—¿Qué
dirá?
—¡Oh! — dijo riendo Linda—. No conoces,
a mamá. Cuando te vea aquí, te pedirá que nos
casemos inmediatamente. Y no
pasará mucho tiempo sin que te perdone.
Linda estaba en lo cierto, pero el. perdón de mamá no fue efectivo hasta que Juan obtuvo aquel premio literario por...
¡Caramba! ¡Poco me faltó para decir quien era!
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