En lo que nunca sucede hay a menudo ocultos milagros
NO HAY ORACIÓN QUE NO SEA OIDA
Margaret
Blair Johnstone Conocida consejera matrimonial Condensado de «Better
Homes & Gardens» SELECCIONES DEL READER'S DIGEST-IMPRESA EN LA HABANA CUBA- AGOSTO DE 1955
CIERTA
VEZ, siendo yo niña, pedí de regalo un caballito el día de mi
cumpleaños, y mientras por un lado mareaba y molía yo a mis padres a
súplicas, por el otro impetraba fervorosamente el auxilio del cielo
todas las noches. No me regalaron el caballito, pero recibí en cambio una lección que me ha sido infinitamente útil y preciosa.
Cuando mi padre sentenció en tono inapelable: «Tendrás que ir conformándote. No te puedo regalar el caballito,» yo respondí: «Tal vez se haga un milagro.»
— Un milagro es algo más que alcanzar uno lo que pide — dijo mi padre —. A veces hay un milagro mayor en no recibir lo que se pide.
Todavía
no he conocido a nadie que, por muy profundamente contrariado que
estuviera, no se haya sentido confortado (en el sentido literal de la
palabra: «fortalecido") al convencerse de que no hay oración que no sea
oída. Dios no siempre responde que sí. pero responde.
Hay
mucha gente que deja rezar porque se considera defrauda en sus ruegos. Y
eso se debe a que en tal o cual ocasión rezaron por salud de un ser
querido, o por que Dios les concediera fuerzas pa vencer una flaqueza
moral, o para que les diesen un empleo apetecido. Y han visto morir al
ser querido, han caído por centésima vez en mismo inveterado hábito
vicioso no han conseguido el empleo. « ¿De qué sirve rezar? — se
preguntan con desconsuelo — ¡Dios no me ha escuchado!»
Pocas veces nos damos cuenta de que una desilusión, o sea el librarse de una falsa creencia, es quizá una de las cosas más saludables que nos pueden ocurrir, sobre todo a los que han tenido siempre a Dios por una especie de Rey Mago que, a fuerza de oraciones, da cuanto le pedimos.
Qué es, entonces, la oración? La define con justeza admirable San Clemente Alejandrino: «Es una conversación con Dios.» Si, en efecto, hiciéramos de la plegaria un modo de conversación, habríamos entendido su verdadera naturaleza.
En
vez de un diálogo con Dios, solemos convertirla en un ultimátum. "Las
negras garras de la desesperación no podrán hacer presa en nuestro ánimo
si confiamos nuestras cuitas a un amigo que las comprenda,» ha escrito
un filósofo; y éste es el secreto del alivio que recibe el alma atribulada cuando da con una persona a la cual pueda confiar libremente sus penas. He ahí el bálsamo que encuentra el corazón atormtentado cuando acude al Consejero «para quien todos los corazones están abiertos, que conoce todos nuestros deseos y a quien no se oculta ningún secreto.»
Un
antiguo himno eclesiástico dice que «la oración es todo deseo sincero
del alma, expreso o tácito.» Muchas personas que no se arrodillarían
nunca en una iglesia acuden a tenderse sin titubear en el sofá del
siquiatra, a pesar de que cada día son más los consejeros que, como el
doctor William Sadler, autor de El ejercicio de la siquiatría,
opinan que «cuando nos ponemos a reunir o volver a reunir los dispersos
fragmentos de nuestra personalidad, iniciamos una tarea que, llevada a
su lógica consecuencia, se convierte en una oración.»
Hubo una vez un sabio que tenía la oración por una burda engañifa,
principalmente la que se hace en las peregrinaciones. De pronto el
sabio enfermó gravemente. Reveses de fortuna lo pusieron al borde de la
ruina. Muchos de sus experimentos fracasaron. Un buen día se fue en
peregrinación a un lugar famoso. No lo movía la fe: iba sencillamente
para alejarse de su casa. Ya en el santuario, se dijo para sus adentros:
«Si yo no fuese agnóstico, sometería a la prueba de la experiencia esta
superstición.» Convencido de que lo hacía todo por mera curiosidad, dio
los primeros pasos rituales. «Bien, si todo esto no fuese tan
descabellado ¿qué pediría yo al rezar? ¿Salud? ¿Dinero?» Continuó
imitando lo que hacían los fieles y de pronto prorrumpió en una
exclamación: « ¡Dios
mío, te lo suplico: ilumina mi entendimiento, concédeme que invente yo
algo muy grande, que haga adelantar la ciencia humana!»
Sorprendido de sí mismo, el sabio, que se llamaba Galileo, se sumió en profundo silencio. ¡Ah! ¡Luego ése era su deseo de deseos! Conociéndolo al fin, Galileo comenzó una serie de experimentos que lo condujeron a la invención del telescopio.
La oración es, con toda certeza, la expresión del sincero deseo de un alma. Y somos muy contados los que acertamos a ver los milagros
que se obran en torno nuestro, porque no sabemos qué es . lo que en
realidad deseamos en este mundo. Muchas veces no empezamos a descubrirlo
hasta que se nos viene el mundo encima y nos obliga a contemplar la existencia bajo un nuevo aspecto, aspecto que acaso se nos presenta por primera vez cuando Dios nos dice: ¡No!
A la hora del desengaño no es precisamente a Dios y sus propósitos a quien debemos hacer objeto de nuestras dudas. Por intenso que sea nuestro deseo, por vivo que sea el fervor con que pedimos, cuando Dios dice que «no,»
debemos someter a escrupuloso examen tanto nuestros deseos como nuestra
conciencia. Muy a menudo debiéramos preguntarnos si la causa de que no
sean escuchadas nuestras oraciones reside en las oraciones o en nosotros mismos.
Con todo,
seríamos ciegos si no reconociéramos que aun cuando nuestros deseos
sean legítimos y aun cuando nosotros seamos dignos de alcanzarlos, Dios, sin embargo, puede decir ¡No! ¿Por qué?
Desgraciadamente,
a menudo sucede que sólo el tiempo es capaz de darnos la razón de esa
negativa. Pero si a la par del grito de duda y sorpresa que se nos sube
tantas veces a los labios: «¿Por qué, Dios mío, por qué?» ... nos contentamos con decirnos sencillamente: «Por algo será, y algún día lo sabré,» nos
evitaremos innumerables tribulaciones.
Hay además del sí y del no, una tercera respuesta que Dios nos da con harta frecuencia. Cuando yo, pedía algo a mi madre, ella solía decirme: «Veremos, veremos. Ten paciencia y haz todo lo que puedas por conseguirlo tú misma . y ya veremos.»
Esta es, me parece a mí, la respuesta que Dios da a muchas de nuestras plegarias.
Otras veces la suerte de nuestras oraciones depende del grado en que colaboremos con Dios, es decir, con todos y cada uno de los múltiples medios y agentes de que El se vale,
Tomás Edison decía: «No sabemos ni la cien millonésima parte de nada.
No sabemos lo que es el agua. Ignoramos lo que es la electricidad.
Ignoramos lo que es el calor. Hemos levantado montañas de hipótesis
acerca de todas estas cosas. Eso todo. Mas no por eso dejamos
utilizarlas.»
Otro tanto sucede con la oración. En realidad, no sabemos ni la cien millonésima parte acerca de ella. Sin embargo, lo que sabemos basta y nos sobra para servirnos ella y para hacer mediante ella que Dios se sirva de nosotros.SELECCIONES DEL READER'S DIGEST-IMPRESA EN LA HABANA CUBA-
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