Bajo
la llovizna, Richard se quedó mirando al ángel obrar el milagro. Le
había pedido al escultor que la figura tuviera los brazos extendidos,
como un niño que quisiera que lo levantaran, pero, a juzgar por las
expresiones de paz en los rostros iluminados por las velas, este ángel,
más que pedir consuelo, lo daba. Parecía estar diciendo: "Ven y deja aquí tus aflicciones". Y uno por uno, sus visitantes así lo hicieron.
Richard
volvió a mirar a su madre. El regalo que había querido hacerle estaba
completo, y sentía que era el momento más feliz de su vida. Entonces
miró a su padre y vio que le corrían lágrimas por las mejillas. En su
expresión se adivinaba toda una vida de sufrimiento contenido.
Así, rodeados de desconocidos a los que reunía un dolor común, David y
June Evans se fundieron en un abrazo. Sobre ellos se cernía el ángel,
lustroso por el agua que lo cubría_
Se han vendido más de 7
millones de ejemplares emplares de The Christmas Box en 17 idiomas.
Richard Paul Evans ha escrito otras cuatro novelas de éxito, entre ellas
The Looking Glass ("El espejo"). June Evans ahora habla abiertamente de
la muerte de su hija, para consolar a otros padres que han sufrido la
misma pérdida. David Evans dirige una institución para niños maltratados
y abandonados que su hijo fundó con las regalías que le han dejado sus
libros. El ángel de bronce recibe más de 1200 visitas al año.
Selecciones del Reader´s Digest
Marzo 2000
Junio de 1946
QUUIEN QUIERA CONTARSE entre los Locos de Dios debe dejar a un lado todas las comodidades del mundo y consagrar su vida al servicio del prójimo. Por cerca de cuarenta años Albert Schweitzer ha sido exactamente uno de esos locos.
La transformación suya empezó en el parque principal de Colmar, capital de la Alta Alsacia. Cierto día estuvo allí largo rato contemplando la figura sumisa del negro, arrodillado y desnudo,
que hace parte del monumento erigido cn honor del almirante Bruat y del imperio colonial de Alemania. A los ojos de Schweitzer aquel negro simbolizaba la inhumanidad del hombre con el hombre.
« ¿Será cierto, como he oído decir», musitó, que explotarnos a esos negros y no les facilitamos siquiera médicos ni medicinas?»
El el viaje de vuelta a Estrasburgo, el recuerdo del negro arrodillado no se apartó un momento de su memoria.
« Pero por qué me ha de remorder la conciencia?», se preguntaba. « ¿Soy acaso misionero?» Y hubiera podido añadir que, pese a su juventud— sólo tenía treinta años—se había destacado ya brillantemente en tres ramas de la cultura: era universalmente tenido por autoridad en el conocimiento y enseñanza de la Sagrada Escritura; gozaba de especial predilección entre los públicos europeos como organista de concierto; y, era autor de una notable biografía de Bach.
Precisamente en aquellos días, por obra del azar o por un decido de los hados, acertó a leer, en cierta revista, un artículo sobre el Congo. Y en estas palabras: «Les predicamos a estos naturales las excelencias y ternuras de la religión, y los dejamos padecer y morir de enfermedades fisicas que nuestros misioneros son impotentes para combatir».
Lo que Schweitzer sintió al leer esas líneas, lo refirió él mismo después: «Grande es la culpa que a todos nos alcanza por lo que los blancos de todas las naciones han hecho con los negros. El bien que les hagamos, no debemos considerarlo como benevolencia, sino como justa expiación».
Schweitzer respondió con la frase de Goethe: «En el principio, fue la acción». Y su primera acción fue matricularse en la escuela de Medicina. Pasaron cinco años. Estaba a punto de graduarse cuando surgió una sorprendente complicación. ¡El varón de los propósitos heroicos se había enamorado! Sus amigos se alegraron infinitamente. El matrimonio, decían, será el fin seguro de la loca empresa que ha comenzado.
Pero Elena Bresslau, hija de un historiador hebreo de la 'universidad de Estrasburgo, conocía niu,,- bien el proyecto de Schweitzer. Con toda franqueza se lo había éste comunicado al solicitar sus relaciones: «Estudio con el propósito de ser médico de salvajes. ¿Estarías dispuesta a pasar el resto de tu vida conmigo... en la selva?»
A lo que ella respondió: «Yo estudiaré para enfermera. Así es que, ¿cómo podrías irte sin mi?»
Ambos comprendieron que en las selvas tropicales el simple título facultativo no bastaba: era preciso contar con medicinas, vendajes, instrumental quirúrgico. De ahí que Schweitzer dictase conferencias, escribiese artículos, diese conciertos de órgano, todo para allegar recursos.
El Viernes Santo de 1913 embarcaron los recién casados para Cabo López en el África ecuatorial francesa. Allí fue donde los viajeros encontraron a su primer amigo africano, José, que había trabajado de cocinero en casa de una familia, blanca. Guiados por José,'e1 médico y su mujer remontaron en canoas el río Ogové, buscando la misión de Lambaréné. Allí estaba el corazón de esa tierra azotada por las enfermedades; de esa tierra sobre la cual había leído él tanto, y donde la muerte aumentaba su siega año tras año. Era un mundo sórdido que hervía en billones de moscas tse-tsé, hormigas, carcoma y mosquitos portadores de mortíferos contagios.
Cuando, por fin, después de tres días de penosa navegación, llegaron a Lambaréné, el doctor Schweitzer dirigió una mirada de desconsuelo a su compañera. Se les había prometido que tendrían un lugar medianamente decoroso para dormir y un hospitalizo de dos cuartos con techo y paredes de plancha de cinc. Pues bien, no había allí ni una misérrima choza para albergarlos. ¿Dónde guardar aquellos instrumentos quirúrgicos tan delicados que se oxidan con grandísima rapidez en los trópicos? ¿Donde colocar las medicinas?
En seguida pusieron mano a la dificil obra. Improvisaron una especie de campamento. Engrasaron los instrumentos. Enterraron las medicinas cerca de unos manantiales frescos y profundos, para que no se echasen a perder. Aquella actividad y aquellas raras maniobras provocaron la suspicacia de los naturales. Empezaron a arder hogueras y a reunirse en su derredor hombres desnudos como el de la estatua de Colmar. De lo más denso y recóndito de sus bosques impenetrables emergían los pigmeos. En pos de ellos, vinieron los fangos, y luego los zendíes, que se aguzan los dientes como agujas para comer carne humana.
«Vamos a trabajan», le dijo a José. -«Tráeme enfermos».
Schweitzer se instaló en un gallinero abandonado, por falta de cosa mejor. Aquél fue su primer hospital. De mesa de operaciones le sirvió un viejo catre de campaña. Para dar aspecto aceptable a éste y a las paredes, se les cubrió con lechada.
Los salvajes se apiñaron frente al «hospital». Tenían la piel tatuada y pintarrajeada de colores vivos. Los hombres empuñaban flechas arrojadizas cuchillos de ancha hoja. Algunos llevaban arcos de ébano con flechas enherboladas. En presencia de aquel concurso de aspecto tan amenazador, Schweitzer reconoció a sus primeros enfermos, unos cuantos salvajes intrépidos que se arriesgaron a probar las artes mágicas del hechicero blanco.
Uno de ellos se quejaba de dolor constante en el lado derecho. Se le persuadió a que se tendiera en el catre. Había que operarlo. Schweitzer corríó la cortina de su cuarto de operaciones para ponerse a salvo de miradas indiscretas. Pero a través de grandes agujeros que había en el techo descabalado, varios ojos brillantes de curiosidad atisban la extraña operación.
Y si muere el operado? ¿Qué acción van a tomar aquellos salvajes?
Gracias al cielo la operación termina felizmente. El enfermo se queja, y abre los ojos. Para los espectadores de la selva la operación constituye un triunfo instantáneo y portentoso. ¿No acababan de ver al brujo blanco dar muerte al negro, abrirle las entrañas e infundir vida otra vez al cadáver? Después de aquel milagro, los naturales ofrecieron gustosos su ayuda para edificar el hospital. En un santiamén estuvo construido en lo alto de un cerro, lejos del alcance de las avenidas del turbulento río. Constaba de tres piezas: sala de reconocimientos, sala de cirugía y enfermería general.
Se propaló por la selva la noticia del prodigio que había obrado el brujo blanco. Los naturales acudieron en gran número, ansiosos de recibir la muerte y volver otra vez a la vida. Schweitzer abrió quistes y tumores; extirpó hernias; curó esas grandes úlceras tropicales frecuentes en los pies de los que andan descalzos. Para que esas úlceras sanasen por completo, se requerían semanas enteras, en ocasiones meses. Mientras duraba el tratamiento, los enfermos acampaban a la puerta del hospital. Y había que darles de comer. ¡Otro problema difícil! Los parientes agradecidos de algunos enfermos traían de regalo al hospital aves, huevos, o plátanos. Otros, en cambio, esperaban que se les hicieran regalos a ellos. A menudo, los naturales, cuando les gustaba el sabor de una medicina, se robaban la botella y se la bebían de un solo trago.
Con objeto de asegurar la provisión de alimentos, Schweitzer desbrozó un pedazo de selva y plantó allí hortalizas, legumbres, frutales y palmas oleaginosas. Cambiaba cuentas y retales de telas por plátanos y tapioca. Mas era imposible vivir solamente de eso y de lo que producía su huerto. Había que importar de Europa, a un costo enorme, arroz, carne, mantequilla y papas.
Que Schweitzer no se rindiera abrumado bajo el peso de sus tremendas labores se debió, como él mismo explica, a lo que en aquella selva constituía la más extraña paradoja: un piano forrado con chapa de cinc, a prueba de comején y de humedad, que le enviaron de París, como un regalo, sus amigos de la Sociedad de Bach. Por la noche, cuando el médico concluía su tarea, el músico, el experto intérprete de Bach, se sentaba al piano y, teniendo por fondo el diapasón de la selva, sus dedos arrancaban al teclado las nobles y solemnes armonías del gran maestro.
Una vez hallándose extasiado ante el piano, sintió de pronto que alguien le ponía la mano en el hombro. Se volvió. Era su mujer que le señalaba la abierta ventana. Unas sombras se deslizaban, cautelosas, hacia la enfermería. El médico murmuró entre dientes:
—¡Son zendíes! ¡Dios los confunda!
Eran caníbales que venían a apoderarse de un enfermo indefenso para su comida del día siguiente.
Schweitzer empuñó su escopeta. Un atronador disparo hecho al aire estremeció la noche. Los antropófagos, asustados, se dispersaron y huyeron.
En agosto de 1914 unos oficiales franceses se llevaron prisionero al médico.
—Ha estallado la guerra en Europa—le dijeron—. Ustedes son alemanes.
—No, somos alsacianos. Y estamos trabajando aquí para contrarrestar la opresión alemana.
Pero triunfó la estulticia oficial. Embarcaron a los Schweitzer para Europa y los metieron en un campamento de concentración. Al acabarse la guerra, estaban los dos muy enfermos. Los médicos les advirtieron que no debían volver al África.
Al cabo de tres años, Schweitzer, recuperada la salud, se sintió con fuerzas bastantes para recorrer a Europa de un extremo a otro dando conciertos v conferencias para reunir fondos con destino a su misión. Viajaba en tercera, se alojaba en hoteles baratos, y ahorraba cuanto podía. En 1924 tenía ya dinero suficiente para reanudar su obra. Elena estaba demasiado delicada todavía para acompañarlo; pero iría a reunirse con él.
Entre tanto, el comején y el calor habían acabado con todo lo que Schweitzer edificara en Lambaréné. Era preciso empezar de nuevo. Por la mañana, trabajaba como médico; por la tarde, como maestro de obras. Y tenía que hacer un sobrehumano esfuerzo de voluntad para sobreponerse a la horrible soledad, al calor tórrido, y a la luz cegadora. Pero unos naturales agradecidos acudieron en su ayuda, v una misión católica situada río arriba envió al médico protestante un carpintero.
Al poco tiempo ya Schweitzer pudo informar a sus benefactores de Europa que bajaba el índice de mortalidad en la inmensa selva. Poco después, les comunicó que el número de leprosos mermaba también considerablemente. Sólo había 50,000- ¡Uno entre cada 60! «¡Mándennos medicinas, mándennos víveres, por amor de Dios!» clamaba constantemente.
Por fin, al cabo de largos años, Elena volvió al lado de su marido. Las perspectivas no podían ser más favorables para la misión. Tenían un hospital de camas, con dispensario, un cuarto de operaciones moderno, un laboratorio, una sala de obstetricia y una sección para niños.
Las últimas mejoras consistieron en una instalación de luz eléctrica—el doctor Schweitzer hizo el tendido de los alambres—y en una sala para alienados. Era costumbre de aquellas tribus ahogar a los locos en el río, obedeciendo el mandato de los brujos. En Lambaréné, Schweitzer empezó a practicar la psiquiatría elemental, y curó a varios paranoicos.
En eso estalló otra vez la guerra en Europa. Nuevo y angustioso problema. El doctor Schweitzer pidió consejo a su mujer, y, como siempre, ésta ofreció la solución acertada: «No tratemos de 'escapar. Los pobres enfermos negros nos necesitan. Es un caso de conciencia».
Esta vez no los molestaron. Y les fue posible sostener su obra durante la guerra, gracias a la ayuda efectiva y generosa de amigos y organizaciones religiosas de los Estados Unidos, que se las compusieron para hacer que recibiesen. medicinas y víveres de cuando en cuando.
Las cartas que llegan ahora de Lambaréné, reflejan el cansancio que ya empieza a rendir a los dos héroes de la caridad cristiana. Para poder resistir aquel infierno tropical, los europeos necesitan regresar a su patria, por lo menos una vez cada dos años. El doctor Schweitzer no se ha alejado de su hospital desde 1939• En las Navidades del año pasado, escribió que le era imposible dejar la misión. ¡Tenía tanto que hacer! «Yo debiera tener treinta años'en vez de los setenta que llevo sobre mis hombros. Sin embargo, gracias a Dios, estoy bastante fuerte todavía».
Sus amigos escriben a los Schweitzer exhortándoles a que vayan a los Estados Unidos y tomen un descanso, pero el médico da largas al asunto. En los seis años de dura prueba que acaban de pasar, el doctor Schweitzer encontró tiempo para escribir dos largos libros de filosofía, ¡y se propone dar remate a un tercero!
. ¿Cuál es la filosofía de ese hombre singular? A pesar de su saber vasto y profundo, Schweitzer profesa una doctrina tan clara como sencilla.
«Existe », escribe, «una santidad esencial de la persona humana, ajena a su raza, a su color, a las condiciones en que viva. Al apartarse de ese ideal, el hombre inteligente se extravía de modo funesto y sobreviene el fin de la cultura y hasta de la humanidad misma».
Otra de sus grandes convicciones, en realidad, la idea que orienta y acrisola su vida entera, es su creencia en la supremacía de la ley de amor proclamada por Cristo.
«Únicamente mediante el amor», asegura, «podemos alcanzar la comunión con Dios»».
Hace cerca de 2000 años que San Pablo habló de los que «enloquecían por Cristo»». Desde entonces incontables hombres y mujeres han renunciado a las comodidades y bienandanzas de la vida para servir al prójimo. En compañía de esa legión inmortal y resplandeciente, figurará en los anales del sacrificio humano el nombre de ese otro loco de Dios, Albert Schweitzer.
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