Domingo, 10 de enero de 2016
"PARA VOLVER A TÍ" MALVINA MYLES
JOHN P, MARQUAND Enero de 1942
MALVINA
Resumen de H.M. PULHAM, ESQUIRE
Original de JOHN P, MARQUAND Enero de 1942
Para volver a ti
ENTRE ALGUNAS cartas de Malvina que he guardado, se encuentra la que me escribió al morir mi padre. En su mayor parte, solamente ella y yo podemos entenderla; tal vez ocurra lo mismo con la mayoría de las cartas; dice así:
Querido, queridísimo amado mío: He pasado todo el día pensando en ti, y en ti, hasta cuando esté dormida, seguiré Pensando la noche entera.
Pienso en todas las pequeñeces que podría hacer en tu servicio. Parece
como si hubiera dejado de ser una persona cabal, puesto que una parte
mía está siempre contigo; de modo que cuando te hablo de mí en estos
momentos, estoy hablando en realidad de ti.Ya sé que pasas por un trance terrible. Yo lo pasé cuando murió mi madre. Es tan doloroso haber perdido un ser amado y sorprenderse pensando «le voy a decir esto cuando le vea» , sabiendo que es imposible verle más. Mira, si alguna vez nos peleásemos tú y yo hasta el extremo de decirnos que no queríamos vernos nunca más, yo no lo creería y pensaría siempre: «Eso no es verdad. Un día le encontraré en la calle o en otra parte y él querrá besarme, aunque no lo haga por no comprometerme en público. Yo le diré entonces cuán grande fué mi sentimiento y todo se arreglará otra vez ».
¿Sabes que si digo todo esto es por que te amo? Sí, lo sabes. Tal vez te sirva de consuelo estar seguro de que hay alguien en el mundo a quien siempre, siempre, puedes volver, querido, no importa cuándo, no importa dónde. Te quiero tanto. Espero que vuelvas a escribirme lo antes que puedas. No te dejes abrumar por tus ocupaciones. No me olvides demasiado...Entiendo ahora el significado de esta carta mucho mejor que cuando la recibí. Entonces no acertaba a ver con claridad las cosas. No alcanzaba a darme plena cuenta de que, muerto mi padre, sólo quedaba yo para hacerme cargo de la dirección familiar. Aunque mi madre nada entendía de trámites jurídicos ni de negocio alguno, imaginé al principio que en una o dos semanas, cuando los abogados tuvieran ya todos los detalles necesarios, podría razonablemente pensar en mi regreso a Nueva York. Luego vi que era preciso un largo plazo para que pudiera irme.
Había el problema de conservar o vender fincas, el de las participaciones de mi padre en diversos negocios que me requerían como representante de los intereses familiares y muchas otras complicaciones de todo orden que giraban alrededor mío.
Una tarde, mientras examinaba los últimos informes en la sala de clientes de la Agencia de Bolsa donde había estado empleado antes de ir a la guerra, el señor Wilding me llamó a su despacho.
— ¿Cómo han cerrado las acciones de Motors?—preguntó.
—Firmes, señor, —contesté—. Han subido dos enteros.
Parecía como si nunca me hubiera ausentado de la agencia.
—Perfectamente—dijo el señor Wilding—. Dígales que le den una mesa en la oficina.
—Pero, yo no trabajo aquí, señor Wilding.
—No, pero necesita usted una mesa en el barrio comercial.
Comenzaron reservándome una mesa y después toda la oficina dió por sentado que la ocuparía. No se habló de empleo, pero yo acudí al despacho un día tras otro porque no me gustaba estar en casa tanto tiempo y porque me facilitaba las citas en el barrio comercial. Luego empecé a entrevistarme con todas mis antiguas amistades y a concertar partidos de squash en el club y a rozarme con la gente.
Sentía a veces una indominable necesidad de ver a Malvina, y una tarde, a fines de enero, le escribí desde la agencia:
Me parece raro escribirte porque creo tenerte siempre a mi lado, pegada a mí,
en esta oficina donde el indicador eléctrico va marcando las
cotizaciones y el señor Wilding me mira mientras bebe su vaso de leche.
No puedo seguir sin verte, pero tal como van las cosas es imposible
marcharme ni siquiera un día y voy a pedirte una cosa. Siempre he querido verte en estos lugares de los que hemos hablado tanto. ¿Qué tal si vinieras con Guillermo a pasar el fin de semana?
Sabía que ella entendería lo de venir en compañía de Guillermo para que la visita pareciera más natural.
Cuando hablé aquella tarde con mi madre agregué a todas las pequeñas noticias que acostumbraba a darle diariamente:
—A propósito, he invitado a Guillermo King y a una amiga suya y mía, Malvina Myles, a pasar el fin de semana en nuestra compañía.
—Me parece espléndido, querido—dijo mamá—. Ya es hora de que empieces a ver gente. Los puedes llevar de excursión el domingo. ¿Quién es Malvina Myles? Nunca te he oído hablar de ella.
—Es una amiga de Guillermo y mía,— dije.
Sábado, 23 de enero de 2016
MALVINA
Resumen de H.M. PULHAM, ESQUIRE
Original de JOHN P, MARQUAND
Enero de 1942
EMPECÉ a conocer más y mejor a Malvina Myles, casi sin darme cuenta de ello, al paso que la primavera se iba haciendo verano. Nos complacíamos en estar juntos,
paseando por el Parque Central en los antiguos coches de alquiler
tirados por caballos, o remando en el lago. Compré después un
automovilillo y solía llevarla a las playas de Long Island. Ella empezó a
preocuparse por mis ropas. Me compraba corbatas, hizo que me encargase
tres trajes de verano, vino conmigo a comprar una cesta para llevar nuestra comida al campo los domingos que salíamos de la ciudad. No me había dado cuenta de lo mucho que me interesaba su compañía, ni siquiera había pensado en ello,
hasta que, allá en el mes de julio, pedí permiso para faltar a la
oficina un sábado con objeto de visitar a mi familia en nuestra
residencia veraniega de North Harbor. Era la primera vez que iba a ver a
los míos desde mi venida a Nueva York. Había hablado mucho con Malvina
de todos ellos y recuerdo lo que hablamos aquella tarde cuando comíamos
juntos.
—Me gustaría llevarla—le dije.
— ¿Qué pensarían de mí, si me llevase ?
—Me gustaría llevarla—le dije.
— ¿Qué pensarían de mí, si me llevase ?
—Les gustaría en cuanto la entendieran.
— ¿Qué es lo que habrían de entender?
—Nada, en realidad. Pero cuando sólo se ha visto un tipo de personas toda la vida, es lógico que ese tipo sirva para medir a todos los demás.
Me miró extrañada y luego preguntó:
— ¿Qué es lo que habrían de entender?
—Nada, en realidad. Pero cuando sólo se ha visto un tipo de personas toda la vida, es lógico que ese tipo sirva para medir a todos los demás.
Me miró extrañada y luego preguntó:
—¿Ha hecho ya su maleta?
Le dije que no porque el tren no salía hasta las once.
Le dije que no porque el tren no salía hasta las once.
—Bueno. Voy a ver si se lo lleva todo.
—Es muy amable de su parte, pero no sé lo que dirá la gente al verla venir a mi habitación.
—¿Qué van a decir? Siempre he tenido ganas de ver su habitación.
Tenía yo alquilada una alcoba exterior en una vieja casa de piedra pardusca, en la Avenida de Lexington. El moblaje era parco y sencillo. Cama de hierro, cómoda con un gran espejo, una mesa pequeña y dos sillas. Nadie hizo la menor observación cuando subimos la escalera, pero yo seguí sintiendo cierta desazón al verme allí y con Malvina. Se quitó el sombrero y lo dejó con los guantes y el bolso, encima de la mesa.
—¿Dónde está la maleta?—preguntó.—Se está haciendo tarde.
Observé que estaba mirando los retratos que había sobre la cómoda.
—¿Quién es ella ?—preguntó—. ¿Su mamá?
—Sí.
— ¿Y él es su padre ?
—Sí.
—¿Y quién es la muchacha? ¿Alguien de quien nunca me habló?
—Claro que le he hablado. Es mi hermana María.
—¿Qué grupo es éste?
—Los muchachos de mi Club en la Universidad de Harvard.
Apoyó las manos en la cómoda y estuvo contemplando los retratos por algunos instantes.
—Todo lo suyo está aquí, ¿verdad ? Y va a volver a ello. Tiene que ser raro estar en dos sitios a un mismo tiempo.
—¿De qué está hablando? Yo no estoy en dos sitios a un mismo tiempo.
—¿Dónde tiene las camisas y los calcetines ?—preguntó—. Si Hugo deshace la maleta quiero que vea lo cuidadoso que es usted.
Me pareció extraño verla andar con mis camisas.
—Ahora, el traje de noche. Y ahora el otro que le hice comprar. ¿Nadie cuida aquí de su ropa blanca?
—Se supone que lo hace el lavandero. —Pero no lo hace. Ya arreglaremos eso otro día.
Llamamos un taxi. Malvina me acompañó hasta la estación.
—Enrique, ¿verdad que usted volverá ?
—Naturalmente. El lunes estaré en la oficina.
—¿Está seguro?
—Sí. Absolutamente seguro.
Volvió a decírmelo cuando llegamos a la verja de entrada al tren.
—No deje de volver. No permita que le retengan.
Ni entonces, ni durante mi visita a North Harbor, me di cuenta de que estaba enamorado de Malvina.
—Es muy amable de su parte, pero no sé lo que dirá la gente al verla venir a mi habitación.
—¿Qué van a decir? Siempre he tenido ganas de ver su habitación.
Tenía yo alquilada una alcoba exterior en una vieja casa de piedra pardusca, en la Avenida de Lexington. El moblaje era parco y sencillo. Cama de hierro, cómoda con un gran espejo, una mesa pequeña y dos sillas. Nadie hizo la menor observación cuando subimos la escalera, pero yo seguí sintiendo cierta desazón al verme allí y con Malvina. Se quitó el sombrero y lo dejó con los guantes y el bolso, encima de la mesa.
—¿Dónde está la maleta?—preguntó.—Se está haciendo tarde.
Observé que estaba mirando los retratos que había sobre la cómoda.
—¿Quién es ella ?—preguntó—. ¿Su mamá?
—Sí.
— ¿Y él es su padre ?
—Sí.
—¿Y quién es la muchacha? ¿Alguien de quien nunca me habló?
—Claro que le he hablado. Es mi hermana María.
—¿Qué grupo es éste?
—Los muchachos de mi Club en la Universidad de Harvard.
Apoyó las manos en la cómoda y estuvo contemplando los retratos por algunos instantes.
—Todo lo suyo está aquí, ¿verdad ? Y va a volver a ello. Tiene que ser raro estar en dos sitios a un mismo tiempo.
—¿De qué está hablando? Yo no estoy en dos sitios a un mismo tiempo.
—¿Dónde tiene las camisas y los calcetines ?—preguntó—. Si Hugo deshace la maleta quiero que vea lo cuidadoso que es usted.
Me pareció extraño verla andar con mis camisas.
—Ahora, el traje de noche. Y ahora el otro que le hice comprar. ¿Nadie cuida aquí de su ropa blanca?
—Se supone que lo hace el lavandero. —Pero no lo hace. Ya arreglaremos eso otro día.
Llamamos un taxi. Malvina me acompañó hasta la estación.
—Enrique, ¿verdad que usted volverá ?
—Naturalmente. El lunes estaré en la oficina.
—¿Está seguro?
—Sí. Absolutamente seguro.
Volvió a decírmelo cuando llegamos a la verja de entrada al tren.
—No deje de volver. No permita que le retengan.
Ni entonces, ni durante mi visita a North Harbor, me di cuenta de que estaba enamorado de Malvina.
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