Martes, 1 de marzo de 2016
EL MOMENTO DECISIVO DE MI VIDA -Por el Dr. Federico Loomis
Operación
inesperada
(Condensado del libro «The Bond
Between Us»)
Por el doctor Federico Loomis
Por el doctor Federico Loomis
SIEMPRE ALENTÉ el
propósito de hacerme médico, pero después de mi primer curso en la escuela de
medicina, tuve que interrumpir los estudios y ponerme a trabajar. No quería
suspenderlos más que por un año, pero éste se alargó a tres, a cinco. Me llevó
el azar a Alaska, donde trabajé varios años como barrenador en una mina de oro.
Una noche, en plena borrasca, atracó al desembarcadero situado al pie de mi cabaña una barca medio desmantelada. Saltaron a tierra dos hombres fatigados, harapientos y barbudos, que se presentaron a mi puerta, pidiendo hospitalidad. A pesar de su poco tranquilizador aspecto, les preparé comida y les arreglé en el suelo—único lugar disponible—un sitio para sus mantas. Nos sentamos y, al llenar nuestras pipas, el que tenía peor facha de los dos, sacó su reloj. Con gran asombro de mi parte vi brillar, colgando de la leopoldina de piel, la llave de oro, emblema de la selecta hermandad estudiantil Phi Beta Kappa. No pude menos de preguntarme dónde la habría encontrado el vagabundo.
—La gané en la Universidad de Harvard—me explicó—. También tengo un par de títulos... En cuanto a este mi feróstíco camarada que ve usted aquí, no puede esperarse mucho de él. No es más que un simple doctorado en Filosofía en Yale. Es profesor de griego... Eso es todo lo que ha dado de sí.
Yo me había pasado el día en el pozo de la mina. Tenía unas barbas mazorrales y vestía un chafado traje de faena.
La tentación de darles a mi vez una sorpresa fué demasiado fuerte y comencé a recitar pausadamente en griego los primeros versos de «La Odisea ». El efecto fué tal como me lo esperaba. Nos echamos a reir con gran alborozo, acercamos las sillas a la chimenea y pasamos una velada magnífica. Sin embargo, cuando me preguntaron cuánto hacía que había abandonado los estudios, experimenté una repentina sensación de vergüenza, al tener que contestarles que diez años. Me dí cuenta entonces de lo poco que valía yo. Ellos, según me enteré en el curso de la conversación, huyendo de los enredos y desazones de la vida profesoral, se solazaban viajando a lo largo de la costa, durmiendo en la propia embarcación, no tratando casi a nadie. Se les veía a la legua que hallaban goce extraordinario en sus vacaciones; lo cual no era óbice para que el entusiasmo que sentían por la investigación científica y por la vida académica que habían dejado tan a gusto pocas semanas antes, fuera contagioso de puro intenso y sincero.
Al día siguiente les enseñé la mina. Por la noche, después de comer, reanudamos nuestra charla. Lleno de ansiedad, esperaba que mis huéspedes me abrieran de nuevo una ancha ventana al mundo que había yo dejado atrás. Pero justamente, cuando acabábamos de arrellanarnos en nuestras sillas, se oyó un golpe a la puerta. Se abrió ésta empujada por una mano desconocida. Un hombre demacrado cayó a nuestros pies
Una noche, en plena borrasca, atracó al desembarcadero situado al pie de mi cabaña una barca medio desmantelada. Saltaron a tierra dos hombres fatigados, harapientos y barbudos, que se presentaron a mi puerta, pidiendo hospitalidad. A pesar de su poco tranquilizador aspecto, les preparé comida y les arreglé en el suelo—único lugar disponible—un sitio para sus mantas. Nos sentamos y, al llenar nuestras pipas, el que tenía peor facha de los dos, sacó su reloj. Con gran asombro de mi parte vi brillar, colgando de la leopoldina de piel, la llave de oro, emblema de la selecta hermandad estudiantil Phi Beta Kappa. No pude menos de preguntarme dónde la habría encontrado el vagabundo.
—La gané en la Universidad de Harvard—me explicó—. También tengo un par de títulos... En cuanto a este mi feróstíco camarada que ve usted aquí, no puede esperarse mucho de él. No es más que un simple doctorado en Filosofía en Yale. Es profesor de griego... Eso es todo lo que ha dado de sí.
Yo me había pasado el día en el pozo de la mina. Tenía unas barbas mazorrales y vestía un chafado traje de faena.
La tentación de darles a mi vez una sorpresa fué demasiado fuerte y comencé a recitar pausadamente en griego los primeros versos de «La Odisea ». El efecto fué tal como me lo esperaba. Nos echamos a reir con gran alborozo, acercamos las sillas a la chimenea y pasamos una velada magnífica. Sin embargo, cuando me preguntaron cuánto hacía que había abandonado los estudios, experimenté una repentina sensación de vergüenza, al tener que contestarles que diez años. Me dí cuenta entonces de lo poco que valía yo. Ellos, según me enteré en el curso de la conversación, huyendo de los enredos y desazones de la vida profesoral, se solazaban viajando a lo largo de la costa, durmiendo en la propia embarcación, no tratando casi a nadie. Se les veía a la legua que hallaban goce extraordinario en sus vacaciones; lo cual no era óbice para que el entusiasmo que sentían por la investigación científica y por la vida académica que habían dejado tan a gusto pocas semanas antes, fuera contagioso de puro intenso y sincero.
Al día siguiente les enseñé la mina. Por la noche, después de comer, reanudamos nuestra charla. Lleno de ansiedad, esperaba que mis huéspedes me abrieran de nuevo una ancha ventana al mundo que había yo dejado atrás. Pero justamente, cuando acabábamos de arrellanarnos en nuestras sillas, se oyó un golpe a la puerta. Se abrió ésta empujada por una mano desconocida. Un hombre demacrado cayó a nuestros pies
Me conmovió su
aspecto, especialmente sus ojos, que trataba de proteger de la luz. Empezó a
hablar con frases entrecortadas. Era un aventurero solitario que exploraba el
otro lado de la península. Una docena de cápsulas de
cobre le habían reventado junto a la cara, dejándolo de hecho ciego. Habla
recorrido un verdadero calvario de veinte kilómetros para llegar a mi cabaña.
Parte de la dolorosa jornada la había hecho a gatas, arrastrándose, a tientas
por sobre peñas y riscos cubiertos de nieve. ¡Le habían dicho que yo era
médico...!
Tuve que desengañarlo, confesarle que yo no era médico. La desolación y la congoja se pintaron en su rostro. Yo mismo me sentí presa de hondo abatimiento al considerar mi incapacidad. Recordé entonces que en mi maletín de aficionado a la medicina (a menudo solicitado por los muchachos del caserío) había un frasco con unos cuantos cristales de cocaína. Llenando de agua la botella se formaría una solución de la intensidad requerida para producir anestesia local.
— ¿No puede usted hacerme nada?—imploró. —Dicen los camaradas que...
No las tenía yo todas conmigo. Rogué a mis dos huéspedes que trataran de entretenerlo y consolarlo mientras yo hervía agua. Llené la botella cuidadosamente, y con un gotero de estilográfica, instilé la solución en los ojos del desventurado. Mis distinguidos visitantes de Harvard y Yale pasaron a segundo término, quedaron relegados al olvido. Me miraba yo las callosas manos con espanto y ardía en impaciencia de ver qué resultado alcanzaba con ellas. Por otro lado, pasaría casi una semana antes de que el herido pudiera tomar el vapor correo y atravesar cuarenta millas de mar gruesa para ponerse en manos de un médico. Se corría mucho más riesgo esperando, que atreviéndose a hacer la cura.
Con el auxilio de un lente de aumento de bolsillo que utilizaba yo para examinar las rocas, estuve más de una hora extrayendo partículas de cobre de los ojos del minero. Tuve que valerme, para la delicada operación, de la punta de un cortaplumas que esterilicé a la llama de una lamparilla. El afán de librar al pobre hombre de su tortura, guiaba y daba agilidad y precisión insospechadas a mis torpes dedos. Los dos huéspedes me contemplaban como suspensos, sin decir palabra. Pero yo adivinaba que estaban ambos pendientes de que la lumbre no se apagara y que tenían sobre ella una caldera en constante ebullición por si acaso necesitaba yo más agua hervida. Por último, cubrí los ojos del operado con compresas de ácido bórico. En seguida, improvisamos otra cama en el suelo.
Nos pasamos tres días turnándonos para conservar húmedas las compresas. Retiramos después los apósitos y vimos que la naturaleza no me había negado su concurso precioso, como no me lo ha negado después en infinidad de ocasiones semejantes. No había huella de infección. Ninguno de los fragmentos había penetrado profundamente. No quedaba uno solo en los ojos. El éxito de mi primera desmañada operación, hizo agolparse a mi mente, con una sacudida, el recuerdo de todos los años que llevaba yo perdidos, y la adormecida esperanza de llegar algún día a poseer los secretos de aquel arte bienhechor y a tener el derecho de aplicarlos. El minero tomó un papel entre sus manos. Cuando se volvió y me dijo con voz sollozante: "Doctor, me ha devuelto usted la vista», tuve que salir apresuradamente de la habitación.
A la mañana siguiente mis tres visitantes hicieron los preparativos para la partida. Cuando los dos universitarios acabaron de cargar la goleta para emprender su viaje de regreso, les vi hablando con cierta gravedad en el desembarcadero. Volvieron a mi cabaña.
—Hemos estado diciendo algunas cosas desagradables de usted, doctor—dijo el de Yale—. Y conste que lo de «desagradables» es todavía un eufemismo. Usted nos ha prestado un gran servicio. Ha hecho por nosotros todo lo que ha podido. Cuente con nuestra gratitud. Hemos presenciado cómo se olvidaba usted de cuanto existía a su alrededor, empeñado generosamente en sacarle el cobre de los ojos al infeliz minero. Y usted mismo no se ha dado cuenta de ello... pero nosotros lo hemos visto transformarse en otra persona.
—Ahora bien, de caballero a caballero—agregó el otro—, ¿qué diablos le ocurre a usted? ¿Todo su valor no le alcanza más que para pasarse el resto de su vida aquí martillando rocas ? ¿O es usted, acaso, uno de esos pobres diablos a quienes todo les es igual?
Y, acabada la áspera monserga, se fueron. Pero la cura del herido y la inflamada y cordial filípica, tuvieron la virtud de ir limpiando mi espíritu de la broza estéril que en él habían acumulado años y años de vacilaciones y desorientación, llenos de propósitos a medias y de empresas mal planeadas y peor ejecutadas. Me contemplé a mí mismo como un autómata. Se me atrofiaba lentamente el cerebro por falta de uso. Todo, por no tener la suficiente voluntad para convertir en realidad mis ambiciones.
Sólo una acción enérgica podía sacarme de mi atolladero. Dejé mi trabajo. Fuí al centro comercial de nuestro distrito, situado a ochenta kilómetros, para poner un aviso en el pequeño diario local.
—No saldrá más el diario, caballero —me dijo melancólicamente el impresor—. El director está enfermo. Como usted ve, mi trabajo también está en el aire.
Había sido yo uno de los directores del periodiquito de mi universidad. Le dije al hombre que yo podría hacerle su diario. A la media hora estaba yo desempeñando mi nuevo empleo. Y al cabo de poco tiempo, llevaba los libros en la compañía de luz eléctrica, hacía de mecanógrafo del Comisario Federal y ejercía otra porción de oficios y menesteres necesarios en una colonia minera.
Al año estuve de vuelta en Michigán, dispuesto a comenzar mi segundo curso de medicina. Siguieron cuatro años de agobiante trabajo, más pesado que el fatigoso laboreo manual de las minas; pero a despecho de tener que ganar parte de mi sustento, mis notas fueron mejores que las de mis años juveniles y despreocupados.
Hoy cuelga sobre mi chimenea un elegante candil de minero, hecho a mano. Lo forjó en el yunque, el día de su despedida, aquel hombre a quien se le incrustaron mil partículas de cobre en los ojos. He tenido ese candil siempre en grandísima estima, porque le debo a quien lo hizo muchísimo más de lo que él me debe a mí. No fueron sus ojos los que se abrieron en aquella ocasión, sino los míos. Conservo el candil siempre al alcance de mi vista para recordar con humildad el extraño giro del destino que llevó a un hombre a mi cabaña en Alaska.
sábado, 22 de octubre de 2016
Tuve que desengañarlo, confesarle que yo no era médico. La desolación y la congoja se pintaron en su rostro. Yo mismo me sentí presa de hondo abatimiento al considerar mi incapacidad. Recordé entonces que en mi maletín de aficionado a la medicina (a menudo solicitado por los muchachos del caserío) había un frasco con unos cuantos cristales de cocaína. Llenando de agua la botella se formaría una solución de la intensidad requerida para producir anestesia local.
— ¿No puede usted hacerme nada?—imploró. —Dicen los camaradas que...
No las tenía yo todas conmigo. Rogué a mis dos huéspedes que trataran de entretenerlo y consolarlo mientras yo hervía agua. Llené la botella cuidadosamente, y con un gotero de estilográfica, instilé la solución en los ojos del desventurado. Mis distinguidos visitantes de Harvard y Yale pasaron a segundo término, quedaron relegados al olvido. Me miraba yo las callosas manos con espanto y ardía en impaciencia de ver qué resultado alcanzaba con ellas. Por otro lado, pasaría casi una semana antes de que el herido pudiera tomar el vapor correo y atravesar cuarenta millas de mar gruesa para ponerse en manos de un médico. Se corría mucho más riesgo esperando, que atreviéndose a hacer la cura.
Con el auxilio de un lente de aumento de bolsillo que utilizaba yo para examinar las rocas, estuve más de una hora extrayendo partículas de cobre de los ojos del minero. Tuve que valerme, para la delicada operación, de la punta de un cortaplumas que esterilicé a la llama de una lamparilla. El afán de librar al pobre hombre de su tortura, guiaba y daba agilidad y precisión insospechadas a mis torpes dedos. Los dos huéspedes me contemplaban como suspensos, sin decir palabra. Pero yo adivinaba que estaban ambos pendientes de que la lumbre no se apagara y que tenían sobre ella una caldera en constante ebullición por si acaso necesitaba yo más agua hervida. Por último, cubrí los ojos del operado con compresas de ácido bórico. En seguida, improvisamos otra cama en el suelo.
Nos pasamos tres días turnándonos para conservar húmedas las compresas. Retiramos después los apósitos y vimos que la naturaleza no me había negado su concurso precioso, como no me lo ha negado después en infinidad de ocasiones semejantes. No había huella de infección. Ninguno de los fragmentos había penetrado profundamente. No quedaba uno solo en los ojos. El éxito de mi primera desmañada operación, hizo agolparse a mi mente, con una sacudida, el recuerdo de todos los años que llevaba yo perdidos, y la adormecida esperanza de llegar algún día a poseer los secretos de aquel arte bienhechor y a tener el derecho de aplicarlos. El minero tomó un papel entre sus manos. Cuando se volvió y me dijo con voz sollozante: "Doctor, me ha devuelto usted la vista», tuve que salir apresuradamente de la habitación.
A la mañana siguiente mis tres visitantes hicieron los preparativos para la partida. Cuando los dos universitarios acabaron de cargar la goleta para emprender su viaje de regreso, les vi hablando con cierta gravedad en el desembarcadero. Volvieron a mi cabaña.
—Hemos estado diciendo algunas cosas desagradables de usted, doctor—dijo el de Yale—. Y conste que lo de «desagradables» es todavía un eufemismo. Usted nos ha prestado un gran servicio. Ha hecho por nosotros todo lo que ha podido. Cuente con nuestra gratitud. Hemos presenciado cómo se olvidaba usted de cuanto existía a su alrededor, empeñado generosamente en sacarle el cobre de los ojos al infeliz minero. Y usted mismo no se ha dado cuenta de ello... pero nosotros lo hemos visto transformarse en otra persona.
—Ahora bien, de caballero a caballero—agregó el otro—, ¿qué diablos le ocurre a usted? ¿Todo su valor no le alcanza más que para pasarse el resto de su vida aquí martillando rocas ? ¿O es usted, acaso, uno de esos pobres diablos a quienes todo les es igual?
Y, acabada la áspera monserga, se fueron. Pero la cura del herido y la inflamada y cordial filípica, tuvieron la virtud de ir limpiando mi espíritu de la broza estéril que en él habían acumulado años y años de vacilaciones y desorientación, llenos de propósitos a medias y de empresas mal planeadas y peor ejecutadas. Me contemplé a mí mismo como un autómata. Se me atrofiaba lentamente el cerebro por falta de uso. Todo, por no tener la suficiente voluntad para convertir en realidad mis ambiciones.
Sólo una acción enérgica podía sacarme de mi atolladero. Dejé mi trabajo. Fuí al centro comercial de nuestro distrito, situado a ochenta kilómetros, para poner un aviso en el pequeño diario local.
—No saldrá más el diario, caballero —me dijo melancólicamente el impresor—. El director está enfermo. Como usted ve, mi trabajo también está en el aire.
Había sido yo uno de los directores del periodiquito de mi universidad. Le dije al hombre que yo podría hacerle su diario. A la media hora estaba yo desempeñando mi nuevo empleo. Y al cabo de poco tiempo, llevaba los libros en la compañía de luz eléctrica, hacía de mecanógrafo del Comisario Federal y ejercía otra porción de oficios y menesteres necesarios en una colonia minera.
Al año estuve de vuelta en Michigán, dispuesto a comenzar mi segundo curso de medicina. Siguieron cuatro años de agobiante trabajo, más pesado que el fatigoso laboreo manual de las minas; pero a despecho de tener que ganar parte de mi sustento, mis notas fueron mejores que las de mis años juveniles y despreocupados.
Hoy cuelga sobre mi chimenea un elegante candil de minero, hecho a mano. Lo forjó en el yunque, el día de su despedida, aquel hombre a quien se le incrustaron mil partículas de cobre en los ojos. He tenido ese candil siempre en grandísima estima, porque le debo a quien lo hizo muchísimo más de lo que él me debe a mí. No fueron sus ojos los que se abrieron en aquella ocasión, sino los míos. Conservo el candil siempre al alcance de mi vista para recordar con humildad el extraño giro del destino que llevó a un hombre a mi cabaña en Alaska.
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