Sábado, 27 de febrero de 2016
(Condensado de la revista «Vogue(»)
Por Patricia Strauss
Por Patricia Strauss
1942
EN LA plomiza monotonía del londinense barrio obrero de Lambeth, resalta una casa de amarilla puerta, como
rayo de sol en el bajo cielo gris de
un día lluvioso. Es una casa limpia y
alegre, con claras cortinas y tiestos de flores en las ventanas. El
breve sendero que conduce a la puerta está cuidadosamente
enlosado, y hasta la árida faja de
tierra de la antefechada está florecida.
Viven
en esa casa tres solteronas, las hermanas DruMmond, a quienes la vecindad conoce por sus nombres de pila. La
señorita Juana, la señorita Paca y la señorita Victoria, son para sus vecinos personas gratas, sencillas, caseras, amigas
De los animalitos y a las que no es raro
ver entregadas al cultivo de su jardincillo.
La señorita Victoria es muy alta. Una sonrisa amable dulcifica la
energía de sus facciones. Su hablar apacible contrasta con lo nervioso de sus sdemanes. Es
de una timidez extraordinaria, que la hace ruborizarse por cualquier nadería. De vez en cuando,
singularmente desde el comienzo de la guerra,
desaparece por una temporada. Como ni ella ni sus hermanas hablan nunca
de sí mismas, los vecinos suponían hasta hace poco tiempo que las ausencias de la señorita Victoria
se debían a que se iba a pasar algunas semanas en casas amigas.
Hasta hace poco tiempo... porque ahora ya saben la verdad. Una buena
mañana, los vecinos de Lambeth se encontraron,
al despertar, con el insólito hecho de que los titulares de los
periódicos traían el nombre de la señorita Victoria. El Lloyds, la poderosa
organización inglesa de seguros marítimos, le había concedido una medalla para
premiar el valor que había demostrado en el
mar. Es la más alta recompensa otorgada a los marinos mercantes y se
concedía por vez, primera a una mujer. Y no era esto sólo. También el Rey la agraciaba
con la Orden del Imperio Británico. La
señorita Victoria, decían los periódicos,
es la única mujer que tiene
el título de maquinista en la marina
mercante. Al asombrado vecindario de Lambeth le costaba trabajo creer que la asustadiza señorita hubiera
pasado buena parte de su vida en tórridos,
grasientos y, ruidosos cuartos de máquinas de barcos de
carga.
La señorita Victoria mostró desde su infancia un interés tan marcado como
poco femenino , por la mecánica. En vista de ello , sus padres que vivían en
Escocia y que eran, al parecer, personas muy comprensivas la autorizaron a que entrara como
aprendiz en una fábrica de Dundee. El contacto
efectivo con las máquinas no le «curó» la desusada afición. Por
el contrario, Miss Victoria siguió
trabajando hasta obtener su
título. Sirvió luego una temporada
como tercer maquinista en la línea de vapores Blue Fuimel que hacían la carrera
de Londres a Australia.
Al estallar la guerra, dejó el jugoso
empleo que tenía en tierra para
alistarse en la marina
mercante. En el trance infernal de Dunquerque, cumplió a conciencia con su deber, en el cuarto de máquinas de su barco. Después retornó tranquilamente a su casita.
Alún tiempo después, el Ministerio le pidió que
prestase sus servicios en un buque
mercante desarmado que partía rumbo a Norteamérica. No es para descrita la sorpresa de
la tripulación cuando descubrió que el
segundo maquinista era una mujer. La extrañeza subió de punto al comprobarse '
que, lejos de ser una aficionada
inexperta, hacía desarrollar a las
máquinas una velocidad superior a la que
conseguían sus más hábiles colegas masculinos. Como le pidieran la
explicación de aquella hazaña
técnica, contestó afablemente:
—Pues, verán ustedes... Les hablo con
dulzura. A las máquinas se las puede engatusar con mimos, llevarlas, como quien dice, de la mano, suavemente... lo que no debe hacerse nunca, es arrearlas brutalmente...
No era una respuesta muy adecuada para gente de
mar... y no la entendieron. Pero a las cuarentiocho horas de salir del puerto, ya toda la tripulación
debía la vida a la señorita
Victoria.
El buque navegaba a 400 millas
de tierra, cuando un bombardero cuatrimotor
alemán se abatió vertiginosamente
sobre él. La
señorita Victoria, que estaba en
cubierta, se precipitó al cuarto de máquinas.
La explosión de la primera bomba la arrojó contra las palancas. Se repuso al punto, se irguió, llamó al personal de máquinas y calderas y le dio una orden lacónica de sólo dos palabras:
—¡Salgan todos!
Los puso a todos ellos en camino de salvar
la vida... pero ella se quedó abajo.
Un barco desarmado no tiene más que una
manera de defenderse del avión de ,bombardeo:
seguir una derrota fija hasta que el enemigo se coloque en posición de lanzar las bombas. En ese preciso momento
hay que dar un fuerte golpe de timón
para desviar al barco de la trayectoria de la bomba. Es cuestión de pulgadas y segundos. En el aumento de velocidad que
puedan proporcionar las máquinas
tiene el capitán la única posibilidftd
de soslayar rápidamente el voluminoso armatoste y burlar al bombardero que se cierne en las alturas. En aquella ocasión, sólo
quedaba una persona en el cuarto de máquinas de donde había de salir la velocidad necesaria para la desesperada
maniobra: la
señorita Victoria. Uno de los oficiales del buque hizo después
la siguiente narración de la proeza:
"Por espacio de diez minutos logró a las máquinas con tal eficacia,
que nuestra mísera velocidad máxima de nueve nudos subió a doce y medio. A consecuencia del bombardeo,
los tubos estaban resquebrajados, arrancados y partidos los hilos eléctricos, los conductores rotos. Por una hendidura del inyector
principal se escapaba un
chorro de vapor hirviente que pasaba silbando junto
a la cabeza de la señorita Victoria. .En manos menos idóneas, el exceso de
presión hubiera hecho reventar al
inyector; pero
ella regulaba con magistral pericia la fuerza de cada explosión. Cuando
se acercaba a el ronco sonido de los motores del bombardero y por su proximidad
juzgaba ella que iban a caer las
bombas, disminuía la presión, se agarraba a la barandilla cuando estallaban los proyectiles, y volvía luego a abrir la válvula de admisión.
«Me asomé una vez al tragaluz para vitorearla
y la vi en la plataforma de mandos, a la que habían caído por la claraboya cientos de casquillos que formaban montones en el suelo. Uno de sus brazos,
extendido hacia arriba, tiraba del regulador como para persuadirlo
a que inyectara una libra más de
presión en los ya forzados tubos. Aunque tenía la cara, en que no se traslucía emoción alguna,
vuelta hacia arriba, no me vió; un manchón de grasa negra, desprendida
de alguna junta que se había removido,
le corría de la frente a la barbilla, tapándole
un ojo.»
Los tres giros que el aumento de velocidad permitió hacer al barco, impidieron
que el avión le asestara el golpe de muerte. Al fin, después de agotar bombas
y municiones, el aeroplano se alejó y la señorita Victoria pudo reducir la velocidad. Botes
y cubiertas estaban destrozados. El
buque tenía una vía de agua, pero, a
pesar de este serio contratiempo,
seguía manteniéndose a flote.
Cuando atracó a los muelles de Norfolk, en el estado
de Virginia, las gentes escucharon atónitas la narración del suceso de
labios de los marineros. La señorita Victoria nunca lo hubiera contado.
Bajo la impresión causada por el relato se
hizo una suscripción pública para
enviar al alcalde de Lambeth 2.500 dólares con destino a una cantina rodante que
llevase el nombre de la señorita
Victoria. La cantina «Victoria Drummond» ha prestado ya a estas horas excelentes servicios.
La señorita Victoria continúa su charla
cariñosa con las máquinas de los buques que llevan municiones de boca y guerra a la
Gran Bretaña. Cuando vuelve al puerto, se escapa a todo correr a la casa de
la Puerta amarilla. Mientras espera la próxima
salida, cultiva su jardín, reforma el decorado de su casa y hace sus guardias en la sección local contra ataques aéreos.
Luego, se vuelve a marchar.
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