lunes, 27 de febrero de 2023

MISS VICTORIA 1942

 Sábado, 27 de febrero de 2016

MISS VICTORIA
(Condensado de la revista «Vogue(»)
Por Patricia Strauss
1942

EN LA plomiza monotonía del londinense barrio obrero de Lambeth, resalta una casa de amarilla puerta, como rayo de sol en el bajo cielo gris de un día lluvioso. Es una casa limpia y alegre, con claras cortinas y tiestos de flores en las ventanas. El breve sendero que conduce a la puerta está cuidadosamente enlosado, y hasta la árida faja de tierra de la antefechada está florecida.
Viven en esa casa tres solteronas, las hermanas DruMmond, a quienes la ve­cindad conoce por sus nombres de pila. La señorita Juana, la señorita Paca y la señorita Victoria, son para sus vecinos personas gratas, sencillas, caseras, amigas De los animalitos y a las que no es raro ver entregadas al cultivo de su jardin­cillo.
La señorita Victoria es muy alta. Una sonrisa amable dulcifica la energía de sus facciones. Su hablar apacible contrasta con lo nervioso de sus sdemanes. Es de una timidez extraordinaria, que la hace ruborizarse por cualquier nadería. De vez en cuando, singularmente desde el comienzo de la guerra, desaparece por una temporada. Como ni ella ni sus her­manas hablan nunca de sí mismas, los vecinos suponían hasta hace poco tiempo que las ausencias de la señorita Victoria se debían a que se iba a pasar algunas semanas en casas amigas.
Hasta hace poco tiempo... porque ahora ya saben la verdad. Una buena mañana, los vecinos de Lambeth se en­contraron, al despertar, con el insólito hecho de que los titulares de los periódicos traían el nombre de la señorita Victo­ria. El Lloyds, la poderosa organización inglesa de seguros marítimos, le había concedido una medalla para premiar el valor que había demostrado en el mar. Es la más alta recompensa otorgada a los marinos mercantes y se concedía por vez, primera a una mujer. Y no era esto sólo. También el Rey la agraciaba con la Orden del Imperio Británico. La seño­rita Victoria, decían los periódicos, es  la única mujer que tiene el título de ma­quinista en la marina mercante. Al asom­brado vecindario de Lambeth le costaba trabajo creer que la asustadiza señorita hubiera pasado buena parte de su vida en tórridos, grasientos y, ruidosos cuartos de máquinas de barcos de carga.
La señorita Victoria mostró desde su infancia un interés  tan marcado como poco femenino , por la mecánica. En vista de ello , sus        padres que vivían en Escocia y que eran, al parecer, personas muy comprensivas  la autorizaron a que entrara como aprendiz en una fábrica de Dundee. El contacto efectivo con las máquinas no le «curó» la desusada afi­ción. Por el contrario, Miss Victoria siguió trabajando hasta obtener su título. Sirvió luego una temporada como tercer maquinista en la línea de vapores Blue Fuimel que hacían la carrera de Londres a Australia. 
Al estallar la guerra, dejó el jugoso empleo que tenía en tierra para alistarse en la marina mercante. En el trance in­fernal de Dunquerque, cumplió a con­ciencia con su deber, en el cuarto de máquinas de su barco. Después retornó tranquilamente a su casita.
Alún tiempo después, el  Ministerio le pidió que prestase sus servicios en un buque mercante desarmado que partía rumbo a Norteamérica. No es para des­crita la sorpresa de la tripulación cuando descubrió que el segundo maquinista era una mujer. La extrañeza subió de punto al comprobarse ' que, lejos de ser una aficionada inexperta, hacía desarrollar a las máquinas una velocidad superior a la que conseguían sus más hábiles colegas masculinos. Como le pidieran la explica­ción de aquella hazaña técnica, contestó afablemente:
—Pues, verán ustedes... Les hablo con dulzura. A las máquinas se las puede engatusar con mimos, llevarlas, como quien dice, de la mano, suavemente... lo que no debe hacerse nunca, es arrearlas brutalmente...
No era una respuesta muy adecuada para gente de mar... y no la entendieron. Pero a las cuarentiocho horas de salir del puerto, ya toda la tripulación debía la vida a la señorita Victoria.
El buque navegaba a 400 millas de tierra, cuando un bombardero cuatrimo­tor alemán se abatió vertiginosamente sobre él. La señorita Victoria, que estaba en cubierta, se precipitó al cuarto de máquinas. La explosión de la primera bomba la arrojó contra las palancas. Se repuso al punto, se irguió, llamó al per­sonal de máquinas y calderas y le dio una orden lacónica de sólo dos palabras:
¡Salgan todos!
Los puso a todos ellos en camino de salvar la vida... pero ella se quedó abajo.
Un barco desarmado no tiene más que una manera de defenderse del avión de ,bombardeo: seguir una derrota fija hasta que el enemigo se coloque en posición de lanzar las bombas. En ese preciso mo­mento hay que dar un fuerte golpe de timón para desviar al barco de la trayec­toria de la bomba. Es cuestión de pulga­das y segundos. En el aumento de veloci­dad que puedan proporcionar las má­quinas tiene el capitán la única posibili­dftd de soslayar rápidamente el volumi­noso armatoste y burlar al bombardero que se cierne en las alturas. En aquella ocasión, sólo quedaba una persona en el cuarto de máquinas de donde había de salir la velocidad necesaria para la deses­perada maniobra: la señorita Victoria. Uno de los oficiales del buque hizo después la siguiente narración de la proeza:
"Por espacio de diez minutos logró a las máquinas con tal efica­cia, que nuestra mísera velocidad máxima de nueve nudos subió a doce y medio. A consecuencia del bombardeo, los tubos estaban resquebrajados, arrancados y partidos los hilos eléctricos, los conduc­tores rotos. Por una hendidura del inyec­tor principal se escapaba un chorro de vapor hirviente que pasaba silbando junto a la cabeza de la señorita Victoria. .En manos menos idóneas, el exceso de presión hubiera hecho reventar al inyec­tor; pero ella regulaba con magistral pericia la fuerza de cada explosión. Cuando se acercaba a  el ronco sonido de los motores del bombardero y por su proximidad juzgaba ella que iban a caer las bombas, disminuía la presión, se aga­rraba a la barandilla cuando estallaban los proyectiles, y volvía luego a abrir la válvula de admisión.
«Me asomé una vez al tragaluz para vitorearla y la vi en la plataforma de mandos, a la que habían caído por la claraboya cientos de casquillos que for­maban montones en el suelo. Uno de sus brazos, extendido hacia arriba, tiraba del regulador como para persuadirlo a que inyectara una libra más de presión en los ya forzados tubos. Aunque tenía la cara, en que no se traslucía emoción alguna, vuelta hacia arriba, no me vió; un manchón de grasa negra, despren­dida de alguna junta que se había remo­vido, le corría de la frente a la barbilla, tapándole un ojo.»
Los tres giros que el aumento de velo­cidad permitió hacer al barco, impi­dieron que el avión le asestara el golpe de muerte. Al fin, después de agotar bombas y municiones, el aeroplano se alejó y la señorita Victoria pudo reducir la velocidad. Botes y cubiertas estaban destrozados. El buque tenía una vía de agua, pero, a pesar de este serio contra­tiempo, seguía manteniéndose a flote.
Cuando atracó a los muelles de Nor­folk, en el estado de Virginia, las gentes escucharon atónitas la narración del su­ceso de labios de los marineros. La señorita Victoria nunca lo hubiera con­tado. Bajo la impresión causada por el relato se hizo una suscripción pública para enviar al alcalde de Lambeth 2.500 dólares con destino a una cantina ro­dante que llevase el nombre de la seño­rita Victoria. La cantina «Victoria Drummond» ha prestado ya a estas horas excelentes servicios.
La señorita Victoria continúa su charla cariñosa con las máquinas de los buques que llevan municiones de boca y guerra a la Gran Bretaña. Cuando vuelve al puerto, se escapa a todo correr a la casa de la Puerta amarilla. Mientras espera la próxima salida, cultiva su jardín, re­forma el decorado de su casa y hace sus guardias en la sección local contra ata­ques aéreos. Luego, se vuelve a marchar.

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