sábado, 25 de febrero de 2023

NOCHE DE PAZ EN EL BOSQUE DE HÜRTGEN

NOCHE DE PAZ EN EL BOSQUE DE HÜRTGEN
POR FRITZ VINCKEN
READER'S DIGEST    Diciembre 
 1967    
CUANDO llamaron a la puerta en aquella Nochebuena de 1944, ni mi madre ni yo sospechamos que eso era el comienzo del sereno milagro en que íbamos a ser ambos actores y testigos.
Tenía yo en ese entonces 12 años. Hacía poco que vivíamos en las Ardenas, cerca de la frontera de Alemania con Bélgica, en la cabaña donde, antes de la guerra, se alojaba mi padre durante las cacerías de fines de sernana. Al quedar nuestra casa de Aquisgrán hecha escombros por los bombardeos de los Aliados, nos instaló él en esa cabaña, que distaba solo seis kilómetros de Monschau, la población fronteriza a que lo habían llamado a prestar servicio en la brigada cívica de incendios.
—Estaréis más seguros en el bosque —me dijo mi padre al dejarnos en la cabaña—. Y a ver cómo cuidas de tu madre, ahora que tú eres el hombre de la casa.
La última y desesperada ofensiva iniciada hacía una semana por el mariscal von Rundstedt, colocó a la cabaña en el teatro mismo de la batalla de las Ardenas. Aquel 24 de diciembre, en los momentos en que iba yo a ver quién llamaba a la puerta, seguía oyéndose el incesante tronar de la artillería, el zumbido de los aviones; y rasgaba la oscuridad de la noche el haz de los reflectores. Miles de soldados alemanes y aliados combatían y morían en las inmediaciones de la cabaña.
Lo primero que hizo mi madre al oír que llamaban fue apagar las velas para dejar la habitación a oscuras. En seguida, adelantándose a mí, abrió la puerta. Frente a nosotros, como dos fantasmas, se recortaron contra la blancura de los nevados árboles las siluetas de dos hombres con cascos de guerra. Uno de ellos habló en lenguaje que no entendimos, a la vez que señalaba hacia un tercer hombre que, a corta distancia de él y de su compañero, yacía en la nieve. Mientras yo estaba preguntándome iquiénes serían aquellos hombres, mi madre se había dado cuenta de lo que significaban para nosotros. Eran estadounidenses ... ¡Soldados enemigos!
Me atrajo hacia ella apoyando una mano en mi hombro y quedó frente a los soldados, silenciosa e inmóvil. Aunque, de quererlo, habrían podido entrar en la cabaña,
los dos soldados, sin dar un paso, imploraban con la mirada. El herido parecía más muerto que vivo.
 —Komm' rein —dijo al fin mi madre, invitándoles a entrar con un ademán.
Levantaron los soldados al herido, entraron con él en la cabaña y lo acostaron en mi cama.
Viendo que ninguno de los dos sabía palabra de alemán, mi madre les habló en francés. Uno de ellos chapurreaba este idioma. Así pudieron entenderse. Antes de ir a cuidar del herido, me dijo ella:
—Estos dos tienen entumecidos los dedos de las manos. Ayúdales a quitarse las guerreras y las botas, y anda a traer un cubo con nieve.
Obedecí; y poco después estaba friccionándoles a los dos los amoratados pies.
Nos fuimos enterando de sus nombres. El de cuerpo algo achaparrado y cabellos negros se llamaba Jim; su compañero, cenceño y de buena estatura, Robin. El herido, cuyo nombre era Harry, dormía a esas horas en mi cama. Tenía la cara más blanca que la nieve que seguía cayendo afuera. Los tres habían perdido contacto con su batallón y llevaban tres días vagando por esos bosques, en busca de los estadounidenses y procurando ocultarse de los alemanes. Aunque tenían crecida la barba, al verlos sin la guerrera parecían unos niños grandes. Y como si en efecto lo hubiesen sido, empezó a tratarlos mi madre, quien, volviéndose a mi, dijo luego:44    SELECCIONES DEL
—Tráeme a Hermann ... y también media docena de patatas.
Esto significaba un cambio radical en nuestros planes para la Navidad. Hermann era un gallo hermosote (mi madre le puso ese nombre por Hermann Goering, al que ella no quería mucho que digamos). Lo estaba engordando desde hacía semanas, con la esperanza de servirlo en la Nochebuena, si mi padre venía a pasarla con nosotros. Pocas horas antes, perdida esa esperanza, le concedió al gallo unos días más de vida, para echarlo entonces en la cazuela el día de Año Nuevo, si lo festejábamos con mi padre. Pero, según lo que yo barruntaba ahora, Hermann estaba destinado a más urgente e inminente cometido.
Mientras Jim y yo ayudábamos en la cocina, y Robin cuidaba de Harry —cuyo estado era grave por la mucha sangre que la herida del muslo le había hecho perder—, mi madre sacaba tiras de una sábana para preparar vendas.
Llegaba ya a la habitación el apetitoso olorcillo del asado y procedía yo a poner la mesa, cuando llamaron de nuevo a la puerta. Calculando que serían otros estadounidenses, fui a abrir en seguida. Frente a mí surgieron cuatro soldados cuyo uniforme conocía de sobra al cabo de cinco años de guerra. Eran hombres de la Wehrmacht . . . ¡soldados de los nuestros!
Quedé helado de espanto. Aunque casi niño, estaba enterado de la implacable severidad de la ley:
dar asilo al enemigo era delito de alta traición. ¡Podrían fusilarnos! También mi madre estaba asustada. La vi ponerse mortalmente pálida. Pero dando un paso hacia los soldados, dijo:
—Fr¿ihliche Weihnachten.
Respondieron ellos deseándole también felices pascuas. El que estaba al mando, un cabo, explicó después:
—Nos hemos extraviado de nuestro regimiento y querríamos descansar hasta que amanezca. ¿Podemos entrar?
—Claro que sí —respondió mi madre con esa tranquilidad que a veces da el mismo pánico—. Pueden entrar, descansar y compartir con nosotros el rico asado que está en el horno.
Al oír esto y percibir el olorcillo que salía por la entornada puerta de la cabaña, sonrieron los alemanes con la boca hecha agua.
Pero debo advertirles que tenemos aquí otros invitados que tal vez no sean del agrado de ustedes —les dijo mi madre; y añadió con una severidad completamente nueva en ella—. De todos modos, esta noche es Nochebuena y no quiero tiros en mi casa.
¿Quiénes tiene usted ahí dentro ... estadounidenses? —preguntó el cabo.
Miró ella de hito en hito los helados semblantes del cabo y de sus compañeros, y dijo recalcando las palabras:
—Hablemos claro. Vosotros, lo mismo que los que están ahí dentro, podríais ser hijos míos. A uno de ellos lo trajeron aquí herido y más muerto que vivo. Los otros dos andaban perdidos en el bosque, lo mismo que vosotros; y, como vosotros, muertos de hambre y de cansancio. Esta noche —alzó aquí la voz al quedarse mirando fijamente al cabo—, sí, esta noche es Nochebuena y tendremos la fiesta en paz.
Sostuvo el cabo la mirada. Hubo dos, tres angustiosos, interminables instantes de silencio.
—¡Ea! Basta con lo dicho —gritó mi madre dando unas palmadas—Vais a hacerme el favor de dejar vuestras armas ahí, en la leñera. ¡Y daos prisa, no sea que los otros os dejen sin asado!
Los cuatro alemanes obedecieron como autómatas; entraron en la cabaña y fueron dejando en la leñera, a un lado de la puerta, todas sus armas: dos pistolas, tres carabinas, una metralleta y dos Panzerfüuste (tubos lanzacohetes antitanques). Entre tanto, Jim, al que mi madre dijo apresuradamente algo en francés, habló en inglés con el otro estadounidense; y vi con sorpresa que ambos le entregaban a ella las armas.
Al quedar alemanes y estadounidenses juntos, pero también penosamente distanciados en espíritu, a pesar de hallarse casi codo con codo por lo reducido de la habitación en que estábamos, fue cuando el don de gentes de mi madre rayó más alto. Con imperturbable amabilidad, sonriente la expresión, buscó manera de acomodarlos a todos.
Había solo tres sillas, pero improvisó a tal fin su propia cama, en la cual hizo que tomasen asiento, al lado de Jim y Robin, dos alemanes.
Desentendiéndose de lo tenso del ambiente, se ocupó luego en disponerlo todo para la cena. Pero Hermann no podía dar de sí más de lo que tenía; y eran ahora cuatro bocas más para alimentar.
Ve corriendo a la despensa por más patatas y unos puñados de avena —me dijo al oído—. Estos muchachos están hambrientos, y el hambre es mala consejera.
Desde la despensa oí que Harry había empezado a quejarse. Al volver a la habitación, vi que uno de los alemanes tenía puestas las gafas y estaba examinando la herida de Harry.
—¿Es usted médico militar? —le preguntó mi madre.
—No, señora, Pero hasta hace pocos meses era estudiante de medicina en Heidelberg —respondió él. Y en lo que, al parecer, era bastante buen inglés explicó que, gracias al frío, no se había infectado la herida.
—Pero ha perdido mucha sangre y está muy extenuado. Necesita reposo y buena alimentación —concluyó diciendo.
La recelosa tirantez que reinó al principio iba siendo remplazada por una confiada tranquilidad. Hasta a mí, al verlos sentados con nosotros, me parecían los soldados unos muchachos. Heinz y Willi, ambos de Colonia, tenían 16 años. El cabo, que era el de más edad, solamente 23. Sacó del morral una botella de vino tinto. Heinz, después de rebuscar en el suyo, encontró un pan de centeno. Mi madre partió el pan en pequeñas porciones para servirlo con la cena. De la botella de vino guardó la mitad, diciendo:
—Esto es para el herido.
Cuando, sentados a la mesa, rezó la acción de gracias, noté que le quebraba el llanto la voz al llegar a la parte que dice "Komm, Herr lesus, sé nuestro invitado". Los soldados que habían visto de cerca la muerte en los campos de batalla, lloraban también. En esos momentos, los de los Estados Unidos lo mismo que los de Alemania eran sólo muchachos que se sentían muy lejos de su hogar.
Al filo de medianoche se asomó mi madre a la puerta de la cabaña y nos llamó para que viésemos la estrella de Belén. Acudimos en seguida. El único que faltó fue Harry, que dormía apaciblemente. En muda contemplación de Sirio, la estrella más brillante de todo el cielo, la guerra se trocaba para nosotros en algo lejanísimo, casi inexistente.
El armisticio pactado por nuestra cuenta y riesgo seguía vigente al amanecer. Harry, que despertó en mitad de la noche murmurando frases incoherentes, volvió a quedarse dormido después de tomar la taza de caldo que le llevó mi madre, y estaba mejor. Preparó ella ahora para él una bebida confortante compuesta de azúcar, el vino que había dado el cabo y el último huevo que se encontró en la despensa. Los demás nos desayunamos con 
El armisticio pactado por nuestra cuenta y riesgo seguía vigente al amanecer. Harry, que despertó en mitad de la noche murmurando frases incoherentes, volvió a quedarse dormido después de tomar la taza de caldo que le llevó mi madre, y estaba mejor. Preparó ella ahora para él una bebida confortante compuesta de azúcar, el vino que había dado el cabo y el último huevo que se encontró en la despensa. Los demás nos desayunamos con avena hecha en agua. Al concluir el desayuno, trajo mi madre el mejor de sus manteles, con el cual y un par de palos se improvisó una camilla para Harry.
Con la ayuda del estudiante de medicina, que servía de intérprete, el cabo indicó a Jim y a Robin el mejor camino para llegar a las líneas estadounidenses (en esos días del fluctuante frente de la batalla de las Ardenas los alemanes estaban asombrosamente bien informados). En el mapa que llevaba Jim señaló el cabo un arroyo y dijo:
—Siguiendo a lo largo de él, aguas arriba encontrarán el lugar donde está reagrupándose el Primer Ejército.
Cuando le tradujeron lo dicho por el cabo, pidió Jim que le preguntasen:
—¿No sería mejor, ir a Monschau ?
Um Himineis Willen! Nein! —exclamó el cabo—. Monschau es nuestro otra vez.
Al devolverles a los soldados las armas, les dijo mi madre:
—Y ahora, muchachos, andad con cuidado. Quiero que volváis algún día sanos y salvos a vuestras casas, que es donde hacéis falta. ¡Que Dios os lleve con bien!
Alemanes y estadounidenses se estrecharon la mano al despedirse. Luego se alejaron cada cual por su lado, mientras nosotros los seguíamos con la mirada. Después, mi madre entró en la cabaña.
Cuando, pasados unos minutos, fui a reunirme con ella, la encontré con la vista fija en el libro que tenía en las manos, absorta al parecer en la lectura. Me acerqué a ella para mirar por encima del hombro. La antigua Biblia de la familia estaba abierta por el pasaje en que se habla del nacimiento de Jesús en Belén y de cómo los magos llegados de Oriente le adoraron y ofrecieron presentes. Mi madre me señaló lo que leía deslizando el índice a lo largo de las líneas que dicen: ". .. regresaron a su país por otro camino".

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