jueves, 16 de febrero de 2023

VARONES DEL SEÑOR -2 Guerra Mundial 1943

Lunes, 29 de febrero de 2016

VARONES DEL SEÑOR -2 Guerra Mundial 1943

Varones del Señor
(Condensado de «The Sign»)
Por Daniel A. Poling
Pastor del templo bautista de Filadelfia,
 y jefe de redacción del Christian Herald.

La piedad y el heroísmo demostrados por los capellanes castrenses bajo el fuego enemigo, han sostenido el ánimo del soldado en los momentos supremos.

 3 de febrero de 1943, a la Una menos cinco de la madrugada, un torpedo enemigo voló el buque transporte Dorchester que navegaba por el norte del Atlántico. Tardó el buque veinticinco minutos en hundirse. Perecieron 678 de los 904 hombres que llevaba a bordo. Entre las víctimas se contaban cuatro capellanes jóvenes, ministros de tres religiones diferentes: John P. Washington, católico; Alexander D. Goode, Judío; George L. Fox y Clark V. Poling, ambos protestantes. Clark era mi hijo menor.
 He hablado con el maquinista Grady Clark, tal vez el último náufrago de aquella catástrofe que fue recogido con vida. Grady, que permaneció un rato en la inclinada cubierta a corta distancia de uno de los capellanes, me relató con voz emocionada la angustiosa y ejemplar escena. -. 
"Los cuatro capellanes calmaron el pánico y lograron que la gente, a la cual había inmovilizado el estupor, se dirigiese a los botes o se descolgara por el costado. Después de ayudar a ponerse los chalecos salvavidas, acabaron por desprenderse de los suyos propios. Hacer esto era renunciar a toda esperanza de salvarse. Sin embargo, lo hicieron. Yo mismo vi a uno de esos capellanes poniéndole a la fuerza su chaleco salvavidas A un soldado que se oponía, diciéndole: Vamos... ya le he dicho a usted que no quiero su salvavidas, padre... Salté la hasatida y empecé a nadar, alejándome del buque. Las llamaradas iluminaban todo, y ví como se lo tragó el mar. Cuando miré por última vez a los capellanes, seguían rezando por la salvación de los náufragos, como si la muerte no los esperara también» .
Recientemente se ha concedido el póstumo galardón de la cruz de servicios distinguidos a aquellos cuatro capellanes, dignos representantes de los 8,000 que, compartiendo con los soldados las penalidades de la vida de campaña y los peligros de la línea de fuego, los confortan con la fuerza espiritual que sólo la religión es capaz de dar.
Casi ninguno de estos sacerdotes predica egoístamente el evangelio de su propia religión. Al que lo hiciera deberían darlo de baja inmediatamente. Me complace declarar que he visitado todos los teatros de la guerra y he visto de cerca a más de 2500 capellanes de los cuales solamente cinco merecían la baja.
Sacrificios supremos como el hecho por los del Dorchester aparecen con frecuencia en las narraciones de combates. Los capellanes han arriesgado la vida por sus hombres en innumerables ocasiones. Francis L. Sampson, capellán católico, fue recompensado con la cruz de servicios distinguidos en diciembre de 1944. Cuando el pequeño destacamento de las fuerzas en que servía tuvo que abandonar la posición que ocupaba, el día del desembarco en Normandía, el padre Sampson permaneció allí cuidando a catorce hombres gravemente heridos. La artillería enemiga bombardeó la casa en que yacían, pero el capellán continuó en su puesto, haciéndoles transfusiones de plasma y curas de urgencia. Alcanzaron al edificio tres disparos certeros y el padre Sampson escudó con su cuerpo a los heridos, para que no los alcanzasen los cascotes y astillas que volaban por el aire. Sufrió una quemadura de segundo grado pero, indiferente al propio dolor, siguió prodigando cuidados a sus pacientes hasta que llegó una partida de salvamento y condujo al hospital a los sobrevivientes. Camino del hospital, el padre Sampson dio un litro de su propia sangre a un herido cuya gravedad no admitía espera.
 En Túnez, el capellán Chase, científico cristiano, al servicio del 26° regimiento de la primera división, mereció el honor de una citación en pleno campo de batalla. Lo conocí en el cementerio militar de Gafsa,en donde, en compañía del capellán católico McAvoy y el capellán judío Stone, estaba dedicado a dar sepultura a los muertos. El general Theodore Roosevelt, hijo, hoy difunto, me contó el episodio de la «desobediencia a las órdenes» en que incurrió Chase. Avanzaba Rommel y la primera división corría peligro de ser flanqueada, cuando apareció un yip con dos soldados en el asiento trasero. Volaban sobre nosotros los bombarderos enemigos, lanzando metralla. Haciendo caso omiso de la orden de parar y guarecerse, el chofer siguió corriendo. «El yip», me dijo el general Roosevelt, «acortó la marcha cuando el chofer me vio, pero no se detuvo. Salté al estribo y reconocí a Chase que pisó el acelerador y me gritó: "He esperado seis meses para conseguir este cochecillo y no lo quiero perder! Luego ladeó la cabeza, y vi que los pasajeros eran soldados heridos.»
Dos enfermeras del ejército, Willa A. Hook y Juanita Redmond, que estuvieron en Bataán durante los días de terror, en marzo de 1941, me han enterado de la valerosa conducta del capellán William T. Cummings, cuando fue bombardeado el hospital donde ambas prestaban sus servicios. «El capellán se presentó súbitamente en nuestra sala gritando: ¡Ánimo, muchachos! ¡Quédense tranquilamente en la cama o tiéndanse en el suelo, mientras yo rezo!; Se acallaron los gritos y empezó la oración. Poco después cayó una bomba exactamente en medio de la sala. Las camas bailaron y se torcieron, pero la voz serena del capellán Cummings dominaba el tumultuoso desconcierto, elevando su plegaria al cielo. Así continuó hasta que cesó el bombardeo. Cuando todo estuvo tranquilo, se volvió a nosotras para decirnos sin alterar la voz: . Hasta aquel momento no habíamos visto que estaba herido».
 En Salerno, el capellán Kueman se ofreció voluntario a una fuerza que, por carecer de capellán, no había enterrado a sus muertos. Expuesto en muchas ocasiones al fuego de la artillería y las ametralladoras, negándose obstinadamente a que nadie lo auxiliara en su piadosa tarea, a causa del peligro que esto envolvía, enterró en diez días cuarenta y siete soldados aliados y diez alemanes, cuyas fosas cavó con sus propias manos.
De cuantos capellanes he conocido en las líneas del frente, creo que tal vez fue Dominic Ternan quien dio con su muerte el más alto ejemplo de devoción cristiana. Arrodillose para recitar una plegaria junto a un soldado herido que la imploraba, e inició la oración, escudándolo con su cuerpo. El fuego enemigo le hirió en la espalda, dejándolo en el sitio.
Uno de los tributos más inteligentes que se ha rendido a los capellanes de las fuerzas combatientes procede del soldado raso George Scheller y está contenido en las siguientes líneas de una carta suya: «El capellán Stroup es el mejor compañero que tenemos por aquí. No hay mejor amigo que él. Puede uno hablarle con confianza, porque todo lo comprende. Si no tuviésemos a quien contarle nuestras cosas, nos volveríamos locos».
He visitado quince de las islas más avanzadas del sudoeste del Pacífico en compañía del coronel castrense Ivan L. Bennett, de quien el general MacArthur hizo este sobrio elogio: «El capellán Bennett ha ganado los máximos honores que la patria pueda otorgarle». Al expresarse así, el general pensaba tal vez en los primeros viajes de Bennett por las posiciones avanzadas, cuando las selvas infestadas por la malaria de Nueva Guinea estaban todavía por domar. El invierno pasado me apresuré a acudir a Wáshington para saludar a Bennett, que había vuelto después de tres años de ausencia, con treinta días de permiso... en busca de 147 nuevos capeIlanes que necesitaba. Le bastaron cinco días de los treinta para encontrarlos y salir otra vez para el Pacífico.
En cuanto a la influencia ejercida por los capellanes en el mantenimiento de la moral, ofrecen excelente ejemplo las siguientes palabras del teniente coronel Arthur  T. Sheepe, de la división 29, refiriéndose a su capellán, Eugene Patrick O`GRady, muerto en acción en Normandía. "Sin exageración ninguna, la máxima aportación individual a la moral de este
fue la del capellán O'Grady. Desemibarcó en la playa con una compañia de fusileros el día de la invasión de Francias y permaneció en las líneas del frente o sus proximidades hasta que cayó bajo el luego enemigo»
.

Los últimos datos numéricos disponibles sobre bajas acaecidas entre los capellanes, son 42 muertos y 110 heridos. Se han concedido medallas y recompensas a 326 de ellos.
 El capellán sigue siendo en lugares remotos y extraños, en toda circunstancia y conflicto, lo que era antes de dejar su iglesia—un ministro de la religión. Como tal, vuela en los aviones invasores y cae con las fuerzas paracaidistas. En un momento de apuro, guía un bulldozer en las Aleutas. En el Pacífico se convierte en cocinero temporal de un hospital. Da su salvavidas a los soldados y reza por su salvación, mientras se hunde con el barco. Pierde una pierna en Casino y dice por todo comentario: «La traje para perderla por mis hombres y, si la recobrara, volvería a perderla por ellos». No es ningún superhombre, pero es todo un hombre.
 Un muchacho amigo mío, el soldado Joseph Engelhardt, hijo, me escribió una carta de ultramar en la que narraba lo siguiente:
«Cierto domingo, el batallón a que pertenezco se encontraba bajo el fuego enemigo y era imposible acudir al servicio religioso. Pero el capellán del batallón se llegó a las trincheras con unos ejemplares del Evangelio, en que había marcado los pasajes más adecuados a las circunstancias, y dijo: ». La carta de Engelhardt terminaba con este párrafo: «Así fue como el día que no pudimos ir a la iglesia, vino la iglesia a nosotros».
 Esta profunda nota de religiosidad se repite en todas partes. En todos los frentes y en todas las ramas del servicio he visto brillar la religión con puro e inmaculado fulgor.
Tal vez sea la armonía entre los diversos credos el mayor progreso religioso alcanzado en la segunda guerra mundial.El problema estriba en saber si los soldados encontrarán esa armonía religiosa cuando regresen de la guerra. Por supuesto, los católicos, protestantes y judíos no van a acudir a unas mismas iglesias, ni sus sacerdotes a oficiar en los mismos altares. Pero si se aspira a conservar en la paz el progreso alcanzado en la guerra, habrá que seguir cultivando algo semejante a la armonía que los soldados han visto durante la lucha, esa armonía que, sin ser uniformidad, proporciona una base común y mantiene unidos a los que combaten por una causa común.

 

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